Genios y obras paralelas

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Bruno Schulz, Ensayos críticos, traducción de Jorge Segovia y Violetta Beck, Maldoror, Vigo, 2004, 146 pp.

 
     En 1906, Sigmund Freud, autor ya célebre de La interpretación de los sueños, conoce al escritor y psiquiatra vienés Arthur Schnitzler (1862-1931) y siente estar ante su “doble literario”. Así se lo expresará en una carta: “Su profundo conocimiento del corazón humano, las intuiciones de su genio van mucho más allá de toda mi ciencia”.
     Una conmoción parecida debió sentir el escritor polaco de origen judío Bruno Schulz (1892-1942), asesinado de un tiro en la nuca, en plena calle, por un miembro de las ss, y uno de los creadores más originales y perturbadores del siglo xx, cuando en 1936 tradujo y prologó la obra de Kafka El proceso: “Con él, por primera vez, gracias a la magia poética, ha sido creada una realidad paralela […] Un doble, un mundo subyacente que apenas tiene predecesor. Su actitud hacia lo ‘real’ es completamente irónica, insidiosa, como la de un ilusionista”. Los que se hayan acercado a la obra de Schulz, muchas veces llamado “el Kafka de la provincia polaca”, no encontrarán mejor retrato de su propio proceso de creación artística. Y, por otro lado, no dejarán de percibir en toda su explosión de febril júbilo estético algo que implicaba el total y rendido reconocimiento hacia su igual más parecido en el campo de la literatura, aun cuando sus mundos, la pequeña y provinciana Drohobycz galitziana y la cosmopolita Praga, no tuvieran nada que ver.
     Éste precisamente, el texto que servía de presentación a su introducción de Kafka en Polonia, es uno de los muchos y magníficos Ensayos críticos traducidos ahora a nuestra lengua. Es necesario, para los que ya conozcan la exigua pero trascendental obra completa de este autor, cada vez más reivindicado, acercarse a esta parte teórica, muchas veces compuesta por autoanálisis o poéticas personales, en forma de prólogos, contraportadas o informes de su propia obra enviados a editoriales extranjeras con la intención de que se interesaran en su publicación. Se trata de su más auténtico y exacto adn literario. Su mundo era el de Kafka, el de Gombrowicz, el de Witkiewicz, el de una radical “búsqueda herética” en el campo de la escritura y el de una rebelión de las formas al revelar “las raíces del misterio del mundo”. Bruno Schulz, el hombre atormentado y manifestado sobre todo a través de una copiosa correspondencia con el “exterior”, de la que no quedaría apenas traza por los crueles acontecimientos sucedidos en suelo polaco durante la Segunda Guerra Mundial; el escritor, y pintor igualmente espléndido, que nunca dejó su lugar de origen, Drohobycz, centro magnético de toda su simbólica obra, en la Galitzia polaca, hoy territorio ucraniano, este mismo hombre genial que sufrió en su carne las atrocidades del tiempo que le tocó vivir, en varias de las reflexiones recogidas en este libro acerca de su propia obra se referirá a la raíz esencial de sus extraños y fantasmagóricos relatos. Se trataba, según él, de “una tentativa por reflejar la historia de una familia —de una casa— de provincias, no a partir de elementos y acontecimientos reales, sino a través de una búsqueda más profunda de su sentido último y mítico”. Una obra, en su caso, que elevaría hasta el mismo “centro de la acción”, por encima de otras muchas figuras entre el sueño y la inercia de lo cotidiano, a un estrambótico “demiurgo”, un intermediario entre la realidad y lo mítico, que no era otro que su padre, figura indesligable del significado profundo de toda su obra: “Un personaje enigmático, comerciante de profesión […] Atormentado por una búsqueda sin fin, hurgando sin cesar en la esencia de las cosas, que habría de cultivar solitariamente una meditación sobre la salvación del mundo en medio de seres indiferentes y estúpidos, insensibles a su tormento metafísico”. De nuevo, aquí, se presentaba un retrato certero e indirecto, una fuente indispensable, para entender lo que fueron la vida y las relaciones con el resto del mundo del propio Schulz, por su parte igualmente en lucha permanente con la realidad. En las violentas diatribas estéticas que se recogen en estos ensayos, demuestra su absoluto desinterés por los mecanismos decimonónicos y ramplonamente psicologizantes que seguían prevaleciendo en novelas vulgares y tradicionales de su época: “La psicología es la mediocridad, es la fe en lo uniforme, en la ley gris de la hormiga”. No menos abominable para él era el racionalismo: “La psicología y el racionalismo, esos instrumentos de reducción y comprensión, permanecen como cánones clavados, desajustados e inútiles: el intelecto retrocede, capitula”.
     Pero si con Kafka demuestra su total reconocimiento, un nuevo choque frontal lo sufrirá con la obra de su coetáneo Witold Gombrowicz, al que con el tiempo le unirían una profunda amistad y el intercambio de correspondencia. En él ve al furioso dinamitador de las “formas petrificadas y podridas” de cualquier ideología dominante. Gombrowicz, nos dirá Schulz, “nos libra el inventario de la parte maldita, de la escalera de servicio de nuestro yo […]. Es el maestro de esa maquinaria psíquica, ridícula y caricaturesca, que sabe llevar a cortocircuitos violentos, a explosiones magníficas, en una extraña condensación grotesca”. Pero otros muchos escritores serán objeto de sus penetrantes y en tantos casos visionarias aproximaciones y juicios de valor, que el tiempo sólo confirmaría: Aldous Huxley, Jean Giono (ante el que confiesa su más total “deslumbramiento”), Georges Bernanos, Bertolt Brecht, François Mauriac, Maxence van der Meersch y Louis Aragon, o los polacos Zofia Nalkowska (gran amiga y protectora de la obra de Schulz en vida), Debora Vogel, Maria Kuncewiczowa y Tadeusz Breza. Hay que citar, especialmente, el extraordinario entusiasmo y admiración que revela al leer los relatos del gran escritor serbobosnio Ivo Andric, al que tiempo después, en 1961, le sería concedido el Premio Nobel. Unos relatos en los que, según dice Schulz, “la Historia se presenta bajo forma intramolecular, químicamente unida” y que dan muestra de “la envergadura literaria y del talento de este escritor, del fenómeno literario que representa”.
     Casi todos los comentarios y lecturas, escritos entre los años 1936 y 1937 principalmente, aparecieron en las columnas que publicaba habitualmente en Wiadomosci Literackie, donde daba cuenta de las obras de literatura extranjera que iban siendo traducidas al polaco. Pero no se acababa todo en el capítulo de sus admiraciones. Schulz, como comenta Jerzy Ficowski, el que es considerado normalmente como su máximo especialista, en su prólogo a la edición francesa de estos ensayos (Correspondance et essais critiques, 1991) no siempre pudo elegir la materia y los libros sometidos a su juicio. Por lo tanto, también están presentes en este volumen reseñas en las que no dejará de desenmascarar la aparición de los habituales e intercambiables autores que abundan en cada época y que se amparan en fugaces momentos de éxito o en modas literarias y populares. Hábiles manipuladores de estereotipos, “de trucos y licencias literarias”, que saben perfectamente “cómo desarrollar intrigas, cómo usar el ingenio en diálogos que contienen un mediocre esprit, que saben construir caracteres y fisonomías”, pero que, una vez acabada la lectura, tan sólo dejan el vulgar y consabido rastro de algo “que ya ha sido descrito decenas de veces”. –

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