El fracaso del éxito

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La idea de que estamos inmersos en nuestro lenguaje, limitados o extralimitados por él, podrá ser una idea cautivadora, pero en absoluto consoladora. Sobre todo si la ponemos en relación con el hecho de que los lenguajes son susceptibles tanto de enriquecimiento como de empobrecimiento, y que hace décadas que estamos inmersos en un proceso de empobrecimiento al que de momento no se le ve salida. Poner en relación las ideas con los hechos suele dar buenos resultados. Esa puesta en relación es a lo que llamamos pensar. Y ese empobrecimiento incuestionable del lenguaje, y este es otro hecho sólo sorprendente en apariencia, es paralelo a la expansión de las lenguas. El inglés, y el español en menor medida, se han visto afectados al mismo tiempo por esos dos procesos contradictorios. Que expansión ya no implique crecimiento, sino todo lo contrario, empobrecimiento, no tiene hoy ningún secreto. Lo mismo ha pasado con la información. Cuanto más abundante es, más pobre resulta. Tal vez esto no se vea a simple vista, pues tendemos a confundir la extensión y la cantidad con la riqueza, a pesar de que todo el mundo sabe que la acumulación de conocimientos nunca ha constituido la sabiduría. No es fácil sustraerse a la idea de que cuanto más poseemos más abarcamos. Pero el empobrecimiento no se limita sólo a las lenguas en expansión. Todas se han visto en mayor o menor medida afectadas. Yo diría incluso que en igual medida. El empobrecimiento, a diferencia del enriquecimiento, se contagia. Que no es un fenómeno aislado, huelga insistir en ello. Pero puesto que las lenguas representan mejor que cualquier otra cosa el espíritu de una comunidad, de un pueblo o de una nación, no puede decirse simplemente que en ellas también se manifiesta el fenómeno, sino que además lo transmiten. Son su principal vehículo, su vehículo privilegiado. O dicho de otro modo, son su manifestación más directa, más inmediata: “Las formas del lenguaje están literalmente en la base del comportamiento humano y lo perpetúan”, dice George Steiner. En cualquier caso, el empobrecimiento de las lenguas no es un fenómeno que parezca preocupar a nadie, fuera tal vez de las Academias, como tampoco ha sido algo que haya pillado por sorpresa, y por supuesto nadie tiene interés en frenarlo, en detener el rápido proceso degenerativo e iniciar un lento proceso regenerativo. No provoca alarma social como la subida de los precios o el aumento de la delincuencia. No, el empobrecimiento es rentable, es incluso necesario para llegar al gran público, las masas se decía no hace mucho, para hacerse entender por ellas y mantener con ellas una precaria, pero eficaz a juzgar por los resultados, comunicación. Sin olvidar que el empobrecimiento genera enriquecimiento tanto como el enriquecimiento genera empobrecimiento.
     Esa precaria comunicación a la que nos ha abocado el empobrecimiento de las lenguas tiene naturalmente efectos en nuestra comprensión del pasado, de la historia. Un pasado y una historia que por tantas razones debemos conservar, que no está muerto, que, como decía Faulkner, ni siquiera está pasado. Pero difícilmente podremos comprender los móviles, las causas, los orígenes de determinados hechos históricos cuando ya no comprendemos las palabras que hubieran podido servir para describirlos. Tendemos a pensar que al hombre siempre le han movido las mismas razones, los mismos estímulos, pero no ha sido siempre así.
     La mejor y más depurada manifestación de una lengua es su literatura. Esta idea empieza a estar anticuada. Es evidente que la mejor y más depurada manifestación de una lengua es el habla de la calle, como decían hace tiempo los lingüistas, o, en todo caso, el habla de los medios de comunicación, prensa, cine, radio, televisión. Lo que ha cambiado es nuestro concepto de mejor y depurado. Es decir, hoy “mejor” es lo que mejor representa, aunque represente lo peor, y “depurado” la forma más pura de representar, aunque se esté representando algo impuro. Quizás debiéramos cambiar también nuestro concepto de clásico y limitarlo a aquellas épocas de la historia en que las lenguas representaban el espíritu de sus naciones. Según esta idea ya no pueden producirse más obras clásicas, cosa por lo demás manifiesta. Si la hipótesis de que el desarrollo de las lenguas produjo las literaturas nacionales es cierta, y no parece haber razones para dudar de ella, la hipótesis contraria, es decir, que el deterioro de las lenguas nacionales está provocando el deterioro de las literaturas nacionales, también parece serlo, y tampoco parece haber razones en contra. Si hoy podemos aprender a hablar varias lenguas, e incluso a escribirlas competentemente, es porque todas dicen lo mismo, todas sirven para expresar lo mismo. Hasta el siglo XIX, nos recuerda George Steiner, “para que el escritor se convirtiera en bilingüe o multilingüe en el sentido moderno, tenían que ocurrir verdaderos cambios en su sensibilidad y estatus personal”. Hoy, en cambio, podemos decir que la sensibilidad de un escritor es la misma independientemente de la lengua en que se exprese. Y, por supuesto, la de los lectores. Y este podría ser también otro de los destinos del término clásico: limitarlo a aquellos escritores en cuyas obras interactúan varias lenguas a la vez. Para Steiner los casos de Beckett, Borges y Nabokov son en este sentido paradigmáticos, y no creo que nadie pusiera inconvenientes para considerarlos nuestros clásicos contemporáneos. Pero, como también dice Steiner, esos autores no eligieron libremente el multilingüismo. Salvo quizás en el caso de Borges.
     Retomando la idea del empobrecimiento del lenguaje, idea que debería presidir cualquier análisis de los procesos comunicativos, cualquier análisis de la literatura contemporánea, si queremos rastrear su origen, sus causas, sus raíces, no nos queda más remedio que remontarnos, como sugiere Steiner, a los primeros años del siglo xx, años críticos en los que el hombre “había perdido confianza en el acto mismo de la comunicación”. En aquellos años, para los “filósofos, poetas y críticos era evidente la convicción, cristalizada por la catástrofe de la guerra mundial, de que el humanismo que había alimentado la conciencia europea desde el Renacimiento estaba a punto de desmoronarse”. Luego las cosas se complicaron todavía más, el humanismo se desmoronó y las conciencias se quedaron huérfanas. Europa estaba en ruinas, el futuro era América, y una sola idea convocaba todos los ánimos: el progreso, el progreso a cualquier precio, y cuando se habla de precio ya se sabe que se está hablando de miseria: “Vivimos rodeados de oleadas de mendacidad. Millones de palabras, absolutamente vacías de significado, nos rodean”. En eso, y no en otra cosa, consiste el empobrecimiento del lenguaje. Hablamos para nada, para lo que disponemos de un repertorio infinito, y posiblemente no tengamos ya nada que decirnos. Uno de los caballos de batalla de la psicolingüística ha sido siempre que la necesidad de comunicación primaba sobre los contenidos de la comunicación. Esto hoy es más verdad que nunca. Tal vez el empobrecimiento del lenguaje tenga algo que ver también con la progresiva reducción de un mundo simbólico de imágenes a un mundo de señales codificadas. Lo que no puede ser comunicado mediante una señal sencillamente no existe.
     Sin duda uno de los excesos de la revolución lingüística es que de pronto todo tenía un sustrato, una base, una raíz lingüística. Fecunda y revolucionaria idea en su momento que hizo auténticos estragos. Desde la formación de la conciencia moral a las relaciones sexuales, todo era lingüístico. Hoy todavía quedan reductos de aquellos excesos, fundamentalmente en la filosofía y en el psicoanálisis, las disciplinas más afectadas. La filosofía, una parte de la filosofía y de los filósofos contemporáneos, se ha apartado de aquellos derroteros lógico-lingüísticos que la colonizaron y produjeron algunas obras fundamentales del siglo xx. Pero el psicoanálisis no puede hacerlo. El entramado lingüístico del psicoanálisis es el psicoanálisis mismo. Aquí el armazón lo es todo, no sostiene nada que no sea a sí mismo. Digamos que por las mismas razones que el exhaustivo análisis formal de un texto literario es incapaz de explicar el efecto que ese texto produce en el lector, por no hablar de los inextricables procesos de creación del mismo, la interpretación psicoanalítica de nuestra biografía resulta tantas veces aberrante. En ambos casos, el poder de seducción de las palabras y la absurda lógica, pero lógica al fin y al cabo, de sus conclusiones producen un efecto lenitivo: más vale una explicación, por inverosímil que parezca, que no tener ninguna. El hombre se enfrenta mejor a lo conocido que a lo desconocido, y poner nombre a una enfermedad incurable es, como se sabe, el primer paso hacia su curación. Lo que para el enfermo y para el médico resulta siempre intolerable es no saber de lo que se trata.
     Hoy ya puede decirse abiertamente y sin ningún tipo de recato: el empobrecimiento del lenguaje es un reflejo directo del empobrecimiento cultural de quienes, a falta de algo mejor, se sirven de él. Y este a falta de algo mejor no es en absoluto una ironía, pues estamos viendo que siempre que alguien puede hacerse entender por otros medios recurre antes a ellos que al lenguaje. Incluso cuando no le queda más remedio que recurrir al lenguaje, lo utiliza de la forma más elemental y pedestre que cabe imaginar. De hecho ha cambiado su estructura discursiva, han desaparecido casi por completo las oraciones subordinadas, contiene más interjecciones, elipsis y barbarismos que nunca, y apenas encontramos ya aquellas figuras retóricas, metáforas, pleonasmos, anáforas, que no sólo embellecían la lengua, sino que daban a la frase sentidos y significados sutiles y persuasivos. En 1970 Steiner escribía: “Estadísticas recientes consideran que la capacidad de lectura de más de la mitad de la población adulta de los Estados Unidos se encuentra al nivel de un niño de doce años.” Y ya sabemos que Estados Unidos es el futuro de Europa. Hoy posiblemente ya hayamos alcanzado su nivel. Relacionar la capacidad de lectura con la cultura de un individuo tal vez haya quien lo discuta, y nos venga con que la literatura no es la verdadera cultura. En cualquier caso, sea o no la verdadera, es incuestionable que la estamos perdiendo y que sus sustitutos, admitiendo que los haya, no parecen surtir los mismos efectos de arraigo, conciencia, diálogo, o como quiera que llamemos a los usos sociales y privados del lenguaje en nuestras relaciones con los demás. ~

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(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).


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