Azaña entre nosotros

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Sin caer en la idolatría al héroe que inaugurara Thomas Carlyle en la era moderna, ni exigir bronces para pedestales vacíos —a estas alturas, deberíamos estar ya escarmentados de redentores y próceres—, no cabe duda de que si al panteón español del siglo XX le hace falta una osamenta, esa debería ser la rechoncha calavera de Manuel Azaña. Por méritos literarios
y políticos: por la dignidad en el cetro y la calidad de la prosa.
     Las causas de esta ausencia de reparación histórica hay que buscarlas en la satanización de su figura durante el franquismo, de tal intensidad y vileza que su recuperación en las inciertas horas de la transición a la democracia hubiera agudizado el ruido de sables de los carteles, que el 23-F corroborara retrospectivamente. El régimen de Franco, ilegal de suyo, necesitaba como fórmula de legitimación el denuesto del sistema que había derrocado, y la figura más emblemática de éste fue, justamente, la del político y escritor alcalaíno. Los crímenes en uno y otro bando durante la Guerra Civil, en el frente y en la retaguardia, así como la dureza de la dictadura, hicieron recomendable el “borrón y cuenta nueva”, el pacto de perdón (y silencio) en que se funda la democracia española. Además, la lucha antifranquista quedó reducida, por décadas, a los comunistas clandestinos, para quienes el tibio Azaña no era precisamente una figura a reivindicar. El gobierno de Felipe González tuvo como prioridad abrazar Europa y no revolver los arcones de la memoria, no fueran a descubrirse las malas relaciones que, a excepción de Indalecio Prieto y Julián Besteiro, tuvo siempre Manuel Azaña con la jerarquía del PSOE durante la República y particularmente durante la Guerra Civil, marcadas por permanentes desencuentros con Largo Caballero y Negrín. Para acabar de complicar el cuadro, José María Aznar se declaró, antes de llegar a la presidencia, un admirador de Azaña, lo que, en los arcanos que rigen la política, en lugar de constituir un punto de encuentro se convirtió en otro motivo de discordia. Por si fuera poco, la representación republicana, en un país próspero, dotado de instituciones democráticas y con una acotada y eficaz monarquía constitucional, ha quedado en manos de personajes y partidos marginales o extremistas. Una cosa muy diferente a esta imposible reparación oficial sucede en el mundo académico e intelectual, donde, desde hace ya lustros, pero a fuego lento, la figura de Azaña va ocupando el lugar que le corresponde.
     En España y los españoles (1969), Juan Goytisolo desarrolla su visión de España en la línea que ha dominado buena parte de su obra, como novelista y ensayista: destruir los mitos históricos, culturales y políticos impuestos por el atraso endémico de España (y profundizados por la dictadura) y destilar, en nuevos odres del lenguaje, vinos nuevos de las ideas. Ahora, con El lucernario confiesa una omisión importante en el panteón de sus “heterodoxos”, que van de Américo Castro a Larra y de Fernando de Rojas a Luis Cernuda: Manuel Azaña y, sobre todo, una lectura sistemática de su obra literaria. El lucernario, ensayo cronológico que estudia con detalle desde El jardín de los frailes a la novela inédita Fresdeval, pasando por la imprescindible La velada en Benicarló o la traducción y presentación al castellano de La Biblia en España del inglés George Borrow —esfuerzo equivalente al del propio Goytisolo con Blanco White—, es el pago, pues, de esta “deuda”. En El lucernario, Goytisolo establece vasos comunicantes con la generación literaria de Azaña, a caballo entre los regeneracionistas del 98 y los jóvenes vanguardistas del 27, y con la forma actual de traicionar el compromiso creativo, en la tónica de su célebre “Vamos a menos”; compara la España de las tres primeras décadas del siglo, últimas de la Restauración, determinada por el fin del imperio colonial, la guerra de Marruecos y la dictadura de Primo de Rivera, con la España de nuestros días y su ciega participación en el eje atlántico en Irak; y analiza, en paralelo, los empeños literarios de Azaña y los suyos propios. El libro es una buena guía, libre, caprichosa, literaria, no académica, para iniciarse en la lectura de la obra narrativa de Manuel Azaña y una nueva puesta en escena de los demonios creativos e ideológicos del imprescindible autor de Juan sin Tierra o Señas de identidad.
     El historiador Santos Juliá, biógrafo de Azaña, presenta ahora una antología de sus mejores discursos. Discursos políticos es un libro excepcional por varias razones. La primera es que la selección abarca toda la vida pública de Azaña, desde su primera conferencia en el Ateneo en 1911, cuando en plena sintonía con el ambiente literario de la época abordará la cuestión del “problema español”, con la novedad de hacer una defensa de la democracia como salida a los males mayores de España, hasta su última alocución como presidente de la República, en Barcelona, el 18 de julio de 1938, cuando la certeza de la derrota es absoluta y, sin dejar de hacer honor a su cargo al referirse a los españoles de ambos bandos, y apelar al esfuerzo común para las tareas de la reconstrucción, simplemente pide, al final: “paz, piedad y perdón”. Así, el estudioso y el neófito podrán seguir la evolución de Azaña, su itinerario cumplido a través de su propia voz y, paralelamente, recorrer de su mano los anchos campos de la historia de España en estas décadas cruciales. La segunda razón de la excepcionalidad de este volumen radica en que uno asiste al triunfo de la razón, inteligencia en movimiento, frente a los atavismos y las taras que por tantos años negaron el progreso a España, y que acabarían por imponerse: desde las marginales conferencias en el Ateneo, defendiendo la causa de los aliados frente a la germanofilia imperante, pasando por los desangelados mítines de Acción Republicana, el partido que funda al abandonar a Melquíades Álvarez y su partido reformista convencido de que, tras el golpe militar de 1923, la monarquía no puede ya reformarse y es necesario sustituirla por un nuevo régimen, hasta las primeras sesiones de Cortes en la república naciente, pasando por sus dramáticos llamados a la concordia en mitad de la Guerra Civil, uno descubre, atónito, todo lo que tuvo de aventura intelectual (de debate y confrontación de ideas) el nacimiento de la República, lejos de la visión a pie de calle, magistral por otras razones, de Josep Pla y su Advenimiento de la República. En tercer lugar, estos Discursos políticos brillan por el nivel que alcanza en ellos la oratoria como género. Dada la idiota glosa política en el mundo, su pastosa chabacanería léxica y conceptual, resulta a veces difícil de creer que estos discursos fueran improvisados y dichos al calor de las circunstancias. Por la penetración analítica y la fuerza persuasiva que manifiestan, por la corrección gramatical con que fluye el pensamiento en un exquisito castellano, por la ironía y la contundencia que los caracteriza, por la capacidad de síntesis y claridad, hasta el punto de arrancar el aplauso de sus adversarios acérrimos, como no pocas veces sucede con sus participaciones en las Cortes en el año 1931 (y estamos hablando de unas Cortes en donde figuraban con voz propia Maura, Unamuno, Ortega y Gasset y Prieto), no resulta exagerado calificar la oratoria de Azaña como verdaderamente excepcional. Ni siquiera en los mítines masivos, a “campo abierto”, del invierno del 35, cuando las izquierdas, escarmentadas después de la derrota del 33, se presentan a las elecciones unidas en el Frente Popular, Azaña cede a la tentación del populismo o la demagogia. Y esto en un mundo acosado por el descrédito de la democracia, tras el crack de la Bolsa en Wall Street, y azotado por dos totalitarismos en alza: el fascista, con Mussolini dueño de Italia y Hitler de Alemania, y el comunista, con Stalin a pleno Gulag en la “república de los soviets”.
     Azaña se muestra a lo largo del volumen como un político que siempre defendió la república como un sistema para todos, de reglas aceptadas por todos, a través de una constitución de consenso, y luego, eso sí, con un modelo concreto, el suyo, para desarrollar desde el gobierno: equidistante de los partidarios del inmovilismo y de los revolucionarios. En fin, una visión liberal y reformista en un mar de sargazos radicales. Por ello, desde la perspectiva del presente, sorprende tanto encono por posturas que hoy son aceptadas por tirios y troyanos, como la necesidad de un Estado laico o la idea de que España es también la suma de sus identidades. Y duele el fracaso de un proyecto que, contra viento y marea, pudo salvar a España de lustros de dictadura y atraso. Destaco el trabajo de presentación del libro, ya que sitúa brevemente el contexto de cada intervención de Azaña, lo que permite captar las referencias concretas al presente. Y lamento la ausencia de un índice onomástico, que hubiese permitido la útil (y divertida) tarea de cazar diatribas y elogios, según a qué personaje y en qué momento.
     De los temas vitales de Azaña, destaco la idea de la República como sistema de consenso; la necesaria reforma militar, a la que paradójicamente dedicara tanto esfuerzo, y su apoyo decidido al Estatuto de Autonomía de Cataluña, como una forma de recuperar una visión de la historia de España no secuestrada por el tufo imperial de las dinastías “extranjeras” que la han gobernado —reivindicación que Azaña ve en sintonía con la rebelión de las ciudades castellanas del siglo XV—. Y pese a las disputas de Azaña con los dos gobiernos de la Generalitat que uno descubre en sus Diarios, la relación tuvo momentos de plena concordancia. Por ejemplo, cuando, al concluir el debate en la sesión de Cortes que votaría por fin el Estatuto de Autonomía, debate que se destrabó por el fracaso de la sanjurjada, intervino con un discurso de más tres horas que terminó con el grito de “Visca Catalunya”, respondido por la minoría catalana de las Cortes —aquella minoría comprometida con la República y no con la independencia, como sus falsos descendientes proclaman— con un sonoro “Viva España” y un abrazo entre Azaña y Companys.
     Por último, la colección Cara y Cruz presenta su volumen dedicado a Manuel Azaña. El problema de esta entrega, y de la colección en general, es que no establece un verdadero mano a mano entre los autores, como pretende, ya que se juzga al personaje desde perspectivas no simétricas. Por un lado, el socialista Fernando Morán hace una apretada síntesis del ideario azañista, tanto político como intelectual, y estudia las causas de su fracaso. Su valoración es claramente positiva, pero no profundiza, por la extensión del enfoque (y la limitante de espacio), en ninguno de los temas que enumera y comenta. A su vez, el economista Juan Velarde Fuertes estudia la actuación de Azaña como presidente de la República en relación a la Hacienda española. Un tema demasiado concreto para ser la “cara” (¿o quizá la cruz?) del ensayo genérico de Morán. No estoy capacitado para juzgar las conclusiones económicas de Velarde Fuertes, pero me parece injusta la extrapolación que de ellas hace para juzgar la obra completa de Azaña.
     Termino con una digresión. En estos días de asueto de la Semana Santa dedicados a la lectura de Azaña me vino a la memoria una curiosa ceremonia de mi escuela en la Ciudad de México. En el Instituto Luis Vives, fundado por la intelectualidad republicana exiliada, bajo los preceptos de la Escuela Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, en el tempranísimo 1939, cada 14 de abril era obligatorio asistir a un homenaje a la República Española en el patio central. Ahí, bajo los acordes del himno de Riego y del himno mexicano y las banderas republicana y tricolor, desfilaban, ante los ojos bien abiertos de unos alumnos ajenos al sentido de ese acto, anacrónico y emocionante al tiempo, el retrato al óleo del presidente mexicano Lázaro Cárdenas y, descolgada de la biblioteca, la extraña fotografía de un hombre con la cara más redonda que sus anteojos: la imagen del presidente
Manuel Azaña, genio y figura de la Segunda República Española. ~

— Ricardo Cayuela Gally

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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