Aire clásico

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Nell Leyshon

Del color de la leche

Traducción de Mariano Peyrou

Madrid, Sexto Piso, 2013, 174 pp.

Precede a la novela Del color de la leche, de Nell Leyshon, una solapa llena de referencias a los premios y distinciones que ha recibido esta escritora de Glastonbury: candidata al Orange Prize for Fiction por su novela Black Dirt (2004), ganadora del Premio Evening Standard Theatre por su obra teatral Comfort Me with Apples, Premio Richard Imison por su primera obra teatral para la bbc y autora de la primera obra escrita por una mujer para el Shakespeare’s Globe Theatre. Y la apuntala un prólogo en el que Valeria Luiselli, además de considerar el texto como una especie de “gemelo oscuro” de La vida de los hombres infames de Foucault e imbricarlo en la reflexión sobre la relación entre poder y escritura “como forma individual de resistencia”, lo cataloga como “un libro escrito con la urgencia palpitante de un pequeño clásico”.

A Nell Leyshon se le ocurrió la historia de Mary, protagonista y narradora de la novela, después de participar en un taller sobre la Biblia del rey Jacobo. En un principio, la imaginó como obra de teatro hasta que un día, a modo de un fogonazo de inspiración, le llegó la primera línea de lo que se convertiría en novela: “este es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano”. Escueta y extraordinaria frase de once palabras que se repite a modo de salmodia al inicio de cada una de las cinco partes que conforman el texto –Primavera, Verano, Otoño, Invierno y otra vez Primavera– y que, de entrada, sitúa al lector ante dos informaciones: cierta limitación ortográfica de la narradora escritora, que no utiliza la mayúscula prescriptiva al inicio de los párrafos, en los nombres propios y tras los puntos, y una voluntad de ser en tanto que se hace escritora.

Mary, o mary, es una niña de quince años en el momento en que escribe, “este año del señor de mil ochocientos treinta y uno”, tiene el pelo del color de la leche, ha aprendido a deletrear su nombre y quiere contar lo que le ha pasado. Está inmersa en el mundo rural inglés en vísperas de la industrialización, y vive en unas condiciones de precariedad que van más allá de la pobreza material –falta de higiene y de educación, vivienda deficitaria, trabajo físico de sol a sol, alimentación escasa (pan, queso y poco más), abuso sexual, brutalidad y violencia paternal– y de las que tenemos noticia no tanto por un detallismo descriptivo a la manera de Dickens, sino por el estilo sobrio y efectivo de una autora que, en vez de explicar y analizar sociológicamente, se concentra en mostrar lo que le sucede a la protagonista, lo que dice y lo que piensa y cómo se relaciona con otros personajes a través de unos diálogos estupendamente trabados en el argumento: “no puedo esconder nada en mi voz, señora. para que sepa como soy. no creo que pudiera mentir ni aunque me ordenaran que mintiera”.

La narración en primera persona aleja Del color de la leche del decimonónico narrador omnisciente y le permite a Nell Leyshon, según sus propias palabras, “meterse de lleno en el personaje y olvidarse un poco de la ortodoxia técnica”. El argumento tampoco desarrolla ninguna trama historicista o sociológica porque Nell Leyshon decide situarse a sí misma –metida en el personaje– en el periodo, en vez de ajustar la historia de Mary a la factualidad de la investigación (poca, según ha reconocido) sobre la época. No obstante, una vez que el lector acepta la voz heterodoxa, fresca y directa de la narradora, llena de incorrecciones gramaticales y de agudeza verbal –”mi lengua es rápida como la lengua del gato cuando se bebe a lametones la leche del cubo”–, se ve atrapado por la necesidad de conocer el fin de una historia amarga y, no por simple, menos interesante. ¿Saldrá de la miseria la protagonista?

Mary vive en una granja alejada del pueblo con su familia: tres hermanas mayores, igual de iletradas y desatendidas que ella pero menos inteligentes, una madre sin apenas presencia, un padre que se comunica a través de la violencia y un abuelo postrado en una silla de ruedas desde que “se le rompieran las piernas cuando se cayó de un almiar”, el único ser por el que siente afecto. Ha crecido en un entorno ayuno de compasión en el que, además, el padre se considera legitimado para abusar física y sexualmente –“no sé con qué me pegó. no sé cuántas veces me pegó. cerré los ojos y le dejé hacerme lo que me hizo”– de las hijas.

Solo miserias tiene que contar una niña cuya vida se reduce a dar de comer a las gallinas, sacar las vacas a pastar, quitar piedras de la tierra antes de cavar, ayudar en la cocina y hablar escasamente con el abuelo. Hasta que un día, a cambio de dinero que recibirá el padre, es “elegida”, debido a que su cojera la hace menos eficaz en las labores del campo, para trabajar como sirvienta en la casa del vicario del pueblo.

El trabajo en la vicaría supone el encuentro de Mary con otros personajes: con el vicario, señor Graham, y su mujer, con la sirvienta Edna y con el hijo Ralph, al que reconoce porque en una ocasión lo vio copulando son su hermana Violet. Con un mundo nuevo, que le permite tener una cama para ella sola, aunque comparta habitación con Edna, higiene y limpieza, sábanas y una comida un poco más variada. Y con un lenguaje más sutil y preciso, con matices semánticos hasta entonces inimaginables. Sin embargo, y a pesar del aprecio que le muestra la enferma señora Graham, Mary no se vincula al entorno, quizás por una incapacidad alimentada desde la infancia, y siente nostalgia de lo que ha dejado atrás: “y pensé en la granja que estaba al otro lado, y en el día que todos nos tumbamos en lo alto de la colina y soñamos con lo que queríamos”.

No espere el lector una historia de amor al estilo de las novelas de las hermanas Brönte. Mary no se va a apegar ni a Ralph ni al señor Graham, después de muerta su esposa. Hay ciertos guiños a esa tradición, como el descenso del vicario a los lugares del servicio para estar en contacto con Mary, la invitación a tomar té en la biblioteca o acciones más abusivas que parecen tratadas con cierta condescendencia: “pero entonces su mano empezó a subir y bajar por encima de mi pierna y me avergüenzo profundamente al decir que no me moví”. Más que en el señor Graham, Mary está interesada en aprender a descifrar esos libros que en un primer momento no son más que “un montón de rayas negras”.

Del color de la leche no deja resquicio al romanticismo. La realidad marca la escritura y el estilo. Una realidad que no es histórica, testimonial o sociológica: solo realidad literaria. Es pronto para afirmar que Del color de la leche puede convertirse en un clásico, pero lo cierto es que la historia de Mary, su verdad y su realidad acompañarán al lector más allá de la última palabra de la novela, cuando finalmente descubra que es lo que esa niña quiere escribir, sentada junto a una ventana desde la que ve pájaros, árboles y hojas. ~

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(Barcelona, 1969) es escritora. En 2011 publicó Enterrado mi corazón (Betania).


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