Libertad en movimiento

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     Mario Vargas Llosa es el gran escritor contemporáneo de los maleficios del poder. Nadie ha explorado con más minuciosidad y potencia la atmósfera que rodea a los dictadores y los autoritarios del mundo. Nadie ha mostrado los extremos de humillación a los que llegan quienes se someten a los poderosos. Y nadie ha descrito como él la tensión que impulsa al rebelde, al insurgente, al contestatario frente al poder. Y no es casual. Como la de los rebeldes que describe, su vida estuvo siempre signada por el movimiento.
     La casa donde Vargas Llosa nació, el 28 de marzo de 1936, tiene rejas de madera, un jardincito delantero y una puerta flanqueada de columnas blancas. En el Boulevard Parra, 101, relativamente cerca de la Plaza de Armas de Arequipa, cualquier turista puede verla hoy. Fue allí donde vivieron sus abuelos, don Pedro Llosa y doña Carmen Ureta, y de donde partió a la iglesia su madre Dora el día de su boda. Sin embargo Vargas Llosa, quien ha visitado la casa varias veces, no tiene un recuerdo consciente de ella. Cuando tenía sólo un año de edad, su familia viajó con él a Cochabamba donde iba a vivir durante los siguientes nueve años. En 1946 volvió al Perú, pero no a Lima sino al colegio de los Salesianos en Piura. Iría a Lima en 1947, para volver a Piura en 1952 y al año siguiente regresar a Lima donde entraría a la Universidad de San Marcos.
     Arequipa, Cochabamba, Piura, Lima: a los diecisiete años ya ha pasado seis temporadas en cuatro ciudades distintas. Durante ese inicio de vida signado por el cambio, a los once años se entera de la existencia de su padre, que hasta entonces había idealizado como el personaje de una foto en la que aparecía amable y sonriente bajo una gorra de marinero. La revelación de la existencia de un padre que resulta ser autoritario y brutal lo destierra de la infancia protegida que había pasado en el seno de la familia Llosa. Y también lo exilia para siempre del mundo de los sueños. Con la aparición del padre la realidad exterior irrumpe en su conciencia. Expulsado del Paraíso, su vida se convierte en una aventura de destierros y reencuentros, pérdidas y descubrimientos. Buscar y huir son experiencias simultáneas. De un modo u otro, su intento por recuperar el mundo de las libertades a través de la literatura es un intento de retornar a la primera infancia perdida. Ese mundo armónico, previo a la llegada del padre, sólo puede volver a él a través de las historias cerradas de sus novelas.
     La infancia errante es la primera señal del movimiento que signará su vida. Desde muy niño es un peregrino instintivo que se mueve para seguir viviendo. No es de extrañar su afición al mundo peripatético de los caballeros andantes. Los cambios en su vida –de ciudades, de países, de lenguas– anticipan los cambios de géneros y oficios. Aunque es un novelista de raza, Vargas Llosa también ha escrito numerosos y notables ensayos (no hay duda de que es uno de los mejores ensayistas en el idioma), libros canónicos de crítica literaria, así como piezas de teatro. Quizá su vocación de novelista se deba a que la novela es el género mercurial por excelencia, el que mejor asimila las intrusiones de los demás géneros, el que de algún modo los resume a todos. Ha incursionado también en un proyecto muy propio de personas con vocación por el alto riesgo, el de ser candidato a la presidencia del Perú. En tiempos recientes ha reporteado la situación de Iraq (en plena ocupación) y ha llegado a la remota provincia del Darién en Panamá. El desafío y el peligro lo fascinan porque suponen romper los límites de lo real, son vías de acceso al otro lado.
     La paleta de escritor de Vargas Llosa es infinita. Ha descrito la intimidad de un hombre enfrentado al espejo de su baño y las consignas de un líder militar enfrentado a sus soldados. Todos los personajes de la galería de lo humano aparecen en sus libros. Su experimentación con el lenguaje ha sido permanente. Es uno de los pocos escritores en el mundo que domina estilos diversos que con frecuencia fusiona y contrasta en sus novelas. No parece haber una zona de la vida o una forma del lenguaje cuyo interés le sea ajeno.
     Sus novelas no son una recreación sino una impugnación de la vida. Esta capacidad de impugnación y de crítica lo define. Cuando entra en una discusión de ideas, es un polemista cuyos argumentos crecen y se hacen más complejos en medio del intercambio. Pero es crítico también de su propia imagen. Transgresor permanente de sí mismo, puede lanzarse a tentar la presidencia de su país y puede actuar (lo ha hecho recientemente) sobre un escenario. Puede comentar partidos de futbol y funciones de ópera. A diferencia de otros escritores que por defender su prestigio no se arriesgan, él ha logrado siempre un prestigio mayor, precisamente a fuerza de arriesgarse. Lo atrae la grandeza del espectáculo de la vida pero también sus pequeñas miserias. Es un escritor de multitudes apasionadas y también de las dudas del gusano de la conciencia.
     En una ocasión Vargas Llosa contó que antes de escribir sus novelas traza un itinerario para sus personajes. Sin embargo, según reveló, cuando empieza a escribirlas comprende que los personajes toman su rumbo propio y alteran el trazo previsto. Sus personajes, como él, se muestran libres y se hacen un camino. La novela es un viaje sin ruta prevista. El novelista no es un viajero sino un explorador que entra en una selva o viaja por un río hacia el corazón de la oscuridad.
     Como él, sus criaturas se sienten bien cuando están al aire libre. A lo largo de su obra hay grandes escenas en exteriores; las vastas llanuras por donde marchan los desposeídos dirigidos por el “Conselheiro”; las selvas y ríos de zancudos por los que navega Tushía; la noche de junio en la que un grupo de conspiradores espera el Chevrolet de Trujillo. Su primera gran novela “La ciudad y los perros” empieza justamente en un interior sombrío (bajo el “resplandor vacilante” de un “globo de luz”) y su relato es el de los sueños de los cadetes por salir de su encierro. En esa primera novela ya están enfrentados los espacios interiores y los exteriores: el colegio, la casa y la ciudad. Sin embargo, los cadetes van a descubrir que la ciudad también es un encierro.
     La realidad es, al igual que el padre, inapelable. No podemos nada contra sus designios. Ya que no podemos escapar de uno o del otro, es indispensable oponer al sueño del poder, el poder de los sueños.
     El poder acapara el mundo, puede ser definido como un exceso de realidad. Muchos de sus personajes se definen por su relación con el poder. Lo detentan como Odría y Cayo, o se someten a él como “cerebrito” Cabral, o son sus víctimas como Zavalita y Urania, o lo manipulan como Balaguer. Algunos (Jaguar, el Conselheiro, Pantaleón) lo transgreden para formar a su vez su propio reino. Pero todos están definidos por su relación con él. El poder crea un sistema de obligaciones que fabrica la identidad de quienes están bajo su esfera. El poderoso es un creador. Fabrica un espacio y un tiempo propios que se impone a sus súbditos. Sólo se le puede oponer otro creador: el artista.
     El padre es el pecado original de la realidad y puede, como ella, tomar muchas formas. Trujillo, Odría, el Jaguar son figuras del padre. Pero la figura del padre es inseparable de la percepción del hijo. Antonio Imbert, Santiago Zavala, el poeta Alberto son representaciones del hijo. El hijo es un combatiente que busca reformular la realidad, redimirla de su pecado original, para rehacerla. El hijo es un deicida. Dios, el supremo padre, es el creador de la realidad y por ende el gran rival. En El hombre rebelde Camus cita una frase que Vargas Llosa podría haber escrito: “El arte, cualquiera que sea su finalidad, le hace siempre una competencia culpable a Dios.”
     En un artículo llamado “Albert Camus y la Moral de los límites”, publicado en la revista Después en 1975, Vargas Llosa se refiere a la novela El extranjero y a Meursault, su protagonista: “Leída hoy”, afirma, “la novela parece sobre todo un alegato contra la tiranía de las convenciones y de la mentira en la que se funda la vida social. Meursault es, en cierta forma, un mártir de la verdad. Lo que lo lleva a la cárcel, a ser condenado, y presumiblemente ejecutado, es su incapacidad ontológica para disimular sus sentimientos, para hacer lo que hacen otros hombres: representar.” Más adelante, refiriéndose al mismo Meursault y a su encuentro en la celda con el juez de instrucción y el cura, afirma que “la actitud catequista y sectaria, impositiva, lo exaspera. ¿Por qué? Porque todo lo que él ama y comprende está exclusivamente en esta tierra: el mar, el sol, los crepúsculos, la carne joven de María. Con la misma indiferencia animal con que cultiva los sentidos, Meursault practica la verdad: eso hace que entre quienes lo rodean, parezca un monstruo. Porque la verdad –esa verdad natural, que mana de la boca como el sudor de la piel– está reñida con las formas racionales en que se funda la vida social, la comunidad de los hombres históricos”.
     Como Meursault, aunque ubicados, a diferencia de él, en un contexto detalladamente realista, Alberto y Zavalita están reñidos con la “comunidad de los hombres”. Ambos tienen lo que Vargas Llosa en este artículo sobre Camus, llama el “vicio de la verdad”. Alberto quiere que se sepa que el Jaguar mató al Esclavo y Zavalita quiere saber si Ambrosio mató a la Musa por orden de su padre. Como Flora Tristán y como Pantaleón, Alberto y Zavalita no aceptan las mentiras de las instituciones que escriben la historia colectiva. El culto a la verdad es una característica del rebelde, del transgresor, vale decir del individuo. El poderoso siempre oculta la verdad. Como negación de la realidad circundante, la transgresión es una forma incandescente de la vida, una exaltación encarnizada de la individualidad.
     Vargas Llosa siente una complicidad natural con los transgresores: Alberto, Fonchito, Antonio Imbert, Flora Tristán. Algunos de sus escritores preferidos –como Sade y Bataille, y personajes como Madame Bovary y Jean Valjean—pertenecen a la raza de los transgresores. Ellos tienen el instinto del deicidio pues son impugnadores naturales de la realidad. El transgresor niega la realidad al impugnar el poder, su forma más extrema. Pero la transgresión no es una identidad simple o unívoca. Si bien el Jaguar es un transgresor frente a las autoridades del colegio, se ve a su vez amenazado por otro transgresor a su poder, que es el poeta Alberto Fernández. El sargento Gamboa pasa de ostentar a cuestionar el poder, y su caída al final de La ciudad y los perros lo convierte en un personaje inesperadamente trágico. A diferencia de los cadetes, y al igual que Pantaleón, Gamboa no conoce otro destino que el de la institución militar. Está atado a su pertenencia, a la institución que lo destruye. No tiene a dónde ir. Es, como Mayta, un transgresor reasimilado, es decir: derrotado.
     El culto a las posibilidades del individuo que aparece en sus novelas, está directamente vinculado a las posiciones políticas de Vargas Llosa. A lo largo de varias décadas ha defendido la idea de la libertad como el rasgo definidor del individuo. Sus personajes construyen sus destinos y sus vidas, se fabrican sus futuros. La concepción liberal de Vargas Llosa está profundamente enraizada en la concepción que él tiene de las vidas de sus personajes como seres libres. La novela es el resultado de sus actos de impugnación.
     En sus novelas, esos personajes no dejan de hablar unos con otros. En ese sentido también son como él. Vargas Llosa es uno de los mejores conversadores que he conocido y si la conversación fuera un género literario (en cierto modo lo es), habría que declararlo un maestro también en ella. Sus conversaciones están siempre llenas de anécdotas, de recuerdos, de relatos. En ellas siempre aparece el contador de historias. El humor siempre lo ronda, como un relativizador de todas las verdades. En privado, tiene la chispa del humorista que creo es la señal primera de una persona tolerante. Esta tolerancia es intelectual pero no moral. Es una de las pocas personas a las que he visto dejar de saludar a alguien en una reunión social por la única razón de que se trataba de un sinvergüenza.
     En sus libros y en sus charlas, Vargas Llosa pertenece esa estirpe de escritores que se reunían alrededor del fuego para poblar de narraciones las mentes de sus oyentes. Pero no cree en la autoridad del contador sino en la de lo que es contado. Lo fundamental en él no es el narrador sino sus personajes e historias. No es un escritor episódico sino el organizador de un mundo cerrado, con varios soportes al servicio de la marcha de los hechos. Ha dicho más de una vez que no hay nada más difícil que contar una buena historia.
     El escritor realista que se opone a la realidad la conoce extraordinariamente bien. Vargas Llosa tiene siempre un sentido minucioso del lugar. Sus novelas están pobladas de datos precisos: olores, sabores, imágenes. Sus espacios están llenos de detalles vivos. No en balde su memoria visual y espacial es prodigiosa. En una ocasión, viajando con él por los Andes peruanos, subimos por una carretera escarpada, con muchas vueltas y cruces de caminos. Esa misma noche, en el camino de regreso, Vargas Llosa recordaba cada una de las rutas en los cruces que habíamos tomado y alguna vez corrigió al chofer del vehículo en el que viajábamos.
     Una obra como ésta es una galaxia de cuyas dimensiones ni él ni sus lectores pueden tener algo más que una idea aproximada. Pero es una obra que sigue creciendo. Como todo luchador, es un optimista. El motor de su vida ha sido una fe natural en las posibilidades del lenguaje y en las de la vida. Es una fe instintiva, el producto de una familia de personas llenas de esa misma fe. A diferencia de los limeños, por lo general abrumados por la melancolía de su neblina, la energía de los arequipeños (tierra de piedras y volcanes) es proverbial. Esa energía familiar es un fuego compartido. La presencia de su esposa Patricia y la de otras personas cercanas ha sido y es sin duda un estímulo permanente a la acción. Creo que Patricia es fundamental en su vida de creador, pues ambos comparten la experiencia de la vida como un impulso permanente. Cuando uno está con ellos lo más asombroso es que todo siempre parece interesarles, y cualquier tema de conversación es bueno. La curiosidad es una compartida pasión cotidiana.
     La novela y la vida son un viaje. Pero la novela, como la vida, no tiene un mapa trazado de antemano. El trazo depende del viajero. Y lo que sostiene ese trazo no es la llegada sino la partida. En una ocasión, hablando de sus múltiples proyectos, Vargas Llosa me recordó el poema de Kavafis en el que habla del viaje a Ithaca. Lo importante no era llegar a Ithaca, me dijo. Era el viaje. Lo maravilloso es el viaje. Es una frase que proviene de setenta años de juventud acumulada. ~

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(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).


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