Las babas del diablo

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Hemos entrado en la era de los aniversarios. Todo cumple de veinte años para arriba. El gran centenario de ahora es elde Pablo Neruda, pero también se cumplen los veinte años de la muerte de Julio Cortázar y ahora dicen por ahí que entramos en el año de Cortázar. Y en otros lados, en otras partes del mundo, hay otras celebraciones. Es una cuestión de simetrías, de leyendas, de promociones editoriales. A mí me gusta la idea de Alicia en el país de las maravillas: la de los no cumpleaños. No leo en función de aniversarios ni de nada por el estilo: abro un diálogo de Platón, leo la última novela de Jorge Semprún, entro en el éLibro Terceroé del Tristram Shandy. Por otra parte, y con ayuda de la noción del no cumpleaños, compruebo que todo es posible, que todas las lecturas están abiertas. Y si algún aniversario coincide con algo que conozco, busco en mi biblioteca y suelo encontrar curiosidades. Trataré de hacer uno de estos días un balance de Pablo Neruda en su siglo. Hablé una vez, hace no demasiados años, con Octavio Paz en Madrid. Me dijo que había tomado una edición de las obras completas de su ex amigo chileno y que las había leído desde la primera línea hasta la última. Había llegado a la conclusión de que fue el mejor de los poetas de la lengua, en España y en América: el mejor de todos. Lo comparó en seguida con una serie de nombres célebres, nombres como Cernuda, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Jorge Luis Borges, insistiendo en que era el mejor. Y agregó lo siguiente, con estas palabras textuales: su error fue la política. Era, en resumen, un homenaje extraordinario y una crítica implacable. Intentaré resumir mi propia visión del caso otro día. Antes quiero hurgar en mi biblioteca y releer algunas cosas. Además de repasar, de investigar en mi propia memoria.
     Me encaramo ahora en una peligrosa escalera, saco algunos libros y leo una vez más algunos de los cuentos de Cortázar que podríamos llamar clásicos, aun cuando en su tiempo, cuando se publicaban por primera vez, lo de clásicos habría sonado como la más completa extravagancia. Supe por primera vez de Julio Cortázar cuando todavía se sabía muy poco o nada de él, allá por fines de 1958 o comienzos de 1959. Seguía un curso anual en la universidad norteamericana de Princeton, materias misteriosas, algo que se llamaba Instituciones americanas, para citar un solo ejemplo, y participaba en las reuniones que hacían los miércoles los hispanistas del sector. Se hablaba mucho, en forma obsesiva, del general Francisco Franco y de la Guerra Civil, y también se hablaba una que otra vez de Miguel de Cervantes o de don Antonio Machado. Recuerdo una brillante conferencia sobre una de las novelas intercaladas en el Quijote, El curioso impertinente, pero se me ha olvidado, por muchos esfuerzos que haga, el nombre del conferenciante. Un buen día me llevaron a visitar a don Américo Castro, que había enseñado en la universidad, pero que estaba retirado, y que también habló con insistencia, aunque con una distancia curiosa, del general Franco. Y en otra ocasión apareció en la tertulia de los miércoles un profesor que todavía era joven y que enseñaba en una universidad cercana, Francisco Ayala. Hicimos buenas migas, hemos conservado la amistad hasta hoy, y Ayala me invitó poco después a tomar una copa de vino en su departamento de Nueva York. Hablamos de todas las literaturas imaginables, creo que con un entusiasmo que ya se practica menos, y mi amigo mayor me dijo de repente, en su balcón neoyorquino, mientras caía una tarde calurosa: He leído en estos días a un cuentista argentino interesante, se llama Julio Cortázar.
     Compré el primer libro de cuentos del argentino, Bestiario, poco después, ya no podría decir si en una librería hispánica de Nueva York o de regreso en Santiago, y me gustaría poder transmitir la impresión inquietante, enteramente nueva, por momentos insólita, con elementos de fantasía, de poesía, de repentina emoción, de la lectura de textos como ÒCasa tomadaÓ, “Cefalea”, “Circe”. Era el comienzo de una revolución literaria, por lo menos en la prosa narrativa de América Latina. Parecía que los lenguajes del Neruda de Residencia en la tierra, del César Vallejo de Trilce y de Poemas humanos, hubieran entrado, después del paso de una generación, en la escritura de la novela y el cuento. Muchos años más tarde leí un ensayo en el que Cortázar hablaba de su relación y de su asimilación de la poesía de Residencia, fenómeno que a mí me pareció notorio y sorprendente en toda la parte inicial de Rayuela. En resumen, los primeros revolucionarios habían sido los poetas y el relevo había sido tomado en la generación siguiente por los narradores. Lo cual ponía punto final a toda una época. En el caso de Cortázar había otro aspecto: su arte narrativo se apropiaba con enorme libertad, de una manera propia, de la literatura del género fantástico que hacían sus inmediatos antecesores argentinos, Borges y Bioy Casares, y a su vez conectaba con los modelos europeos de este mismo género. Cinco o seis años después, cuando me encontré con Julio Cortázar en París, me asombró su conocimiento de escritores que hasta entonces parecían marginales y que pronto, debido al cambio de visión que se estaba produciendo debajo de nuestras propias narices, pasarían a ocupar un lugar central. Pienso en autores de la especie de Marcel Schwob, Raymond Roussel, George Bataille. Detrás de todos ellos, desde luego, se diseñaba la sombra, la mirada inconfundible de Franz Kafka.
     A mediados de 1962 me encontré en París con un compañero de generación, algo mayor que yo, a quien había perdido de vista hacía algunos años, Mario Espinosa. Mario había publicado novelas y ensayos en Chile, había padecido una larga enfermedad, había emigrado y en 1962 se ganaba la vida como fotógrafo de ocasión y en todo lo que se presentara. Formaba parte de una bohemia latinoamericana más o menos mísera, delirante, aventurera, lo cual tenía manifestaciones divertidas y otras que no lo eran tanto. Recuerdo un detalle muy preciso: Mario vivía en condiciones precarias en la calle Aggripa D´Aubigné, nombre de un antiguo poeta de Francia, a un costado del Sena y de la parte final de la Isla San Luis. Y recuerdo otro detalle: Mario me habló desde mi llegada de su amistad con este notable escritor emergente, que se ganaba la vida como traductor ocasional en la Unesco, Julio Cortázar. Entonces ya había leído algo más de Cortázar, pero, en cualquier caso, mi excéntrico amigo Espinosa era la primera persona que me hablaba de él en forma personal y con relativa familiaridad.
     Creo que fui de los primeros en leer en París, en 1964, en una edición que acababa de llegar de Buenos Aires a la conocida librería española de la rue de Seine, Las armas secretas, la colección de cuentos que hasta hoy me parece la obra maestra del argentino. Después supe por el propio Cortázar que Michelangelo Antonioni le había propuesto convertir uno de los relatos de ese libro, ÒLas babas del diabloÓ, en una película. Ya no recuerdo si el fotógrafo de la película de Antonioni es un chileno. El del cuento se llama Roberto Michel y es francochileno, traductor y fotógrafo aficionado. Lleva semanas dedicado a traducir un tratado de derecho de un profesor de la Universidad de Santiago, nombre con que los extranjeros suelen mencionar a la Universidad de Chile, el señor José Norberto Allende. Mario Espinosa, a todo esto, había alcanzado a estudiar en la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono. Había deambulado, por lo menos, por sus patios y por los paseos cercanos del Parque Forestal. Alguna vez habíamos bebido cerveza en un extraño club de alemanes, presidido en la entrada por un busto de Wolfgang Amadeus Mozart que servía para colgar sombreros y abrigos, de la calle Esmeralda. El cuento de Cortázar tiene una apertura enigmática, intrincada, dubitativa. Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, dice en la primera línea. El relato transcurre en la punta de la Isla San Luis, esto es, a escasa distancia de la calle Aggripa D´Aubigné, calle que tiene vista, precisamente, con un brazo del Sena de por medio, a esa pequeña área verde y a sus bancos. El tema de la traducción es recurrente en todo el texto, y Mario Espinosa solía traducir para ganarse la vida los mamotretos que se presentaran. Además, no le había hecho nunca el menor asco a las posibilidades comerciales de la fotografía pornográfica. Y ocurre que el relato cortazariano es un asunto de chilenos traductores y fotógrafos, de voyeurismo más o menos oscuro, de uso ambiguo de la fotografía, de espacios inquietantes en un rincón de París perfectamente bien determinado. Yo adquirí desde el comienzo la sospecha de que ese Roberto Michel, franco-chileno, fotógrafo y traductor de un libro extravagante, un tratado sobre recusaciones y recursos (Àqué será un tratado sobre recusaciones y recursos?), no era otro que mi amigo Mario Espinosa. Lo que me pareció más decidor, aparte de la vaguedad de las profesiones del personaje, fue el sitio donde transcurre la acción, el escenario. Cortázar sentía la fascinación, la poesía, el misterio de aquellos lugares. Rayuela, que es de 1963, comienza un poco más arriba, en la sección del Puente de las Artes y del Puente Nuevo, que es, si no me equivoco, el más viejo o uno de los más viejos de la ciudad. Y su atracción literaria, propia de toda nuestra generación, por los seres que viven en situaciones extremas, precarias y extremas, como la Maga de Rayuela, como este Roberto Michel, era intensa, evidente, inspiradora. Mario Espinosa formaba parte de esos paisajes y de esos mundos. Lo cual, desde luego, no demuestra nada. Pero no pretendo demostrar nada. Ya se sabe que la atribución de modelos y la búsqueda de claves reales en la ficción narrativa es una forma de ociosidad, una manera conocida y consagrada de perder el tiempo. Pero eso no impide contar una historia conjetural, un episodio de otra época, que tiene que ver con los comienzos de una escritura y con una ciudad que por lo visto ya no existe. ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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