La xenosaturación y otras aberraciones

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Hay palabras que se resisten a ser traducidas. Al menos bien traducidas. Algunas se resisten tanto que el mundo termina por tener que aprender a decirlas en el original. Los ejemplos más notorios del idioma español son guerrilla y guerrillero, así como aquellas de inequívoca estirpe tauromáquica: corrida, matador, torero…, etcétera. Y por cierto que etcétera es otra de esas palabras que todo el mundo ha terminado por tener que decir en su original latín.
     En cuanto al alemán, su contribución al acervo universal intraducible cruza los meridianos más diversos: desde la pedagógica Kindergarten hasta la apocalíptica Blitzkrieg pasando por esa esperanza que supuso en su día la Ostpolitik. Una que se encuentra en la lista de espera, aun cuando aún no haya trascendido fuera de las fronteras alemanas, es la palabra Überfremdung: con ella se alude al hecho de que —según ciertas voces del espectro político alemán, voces situadas bastantito a la derecha— la población de este país corre el riesgo de extranjerizarse demasiado.
     Überfremdung: ¿cómo traducirla? A título personal me decido por el neologismo xenosaturación. Y por cierto que el miedo a la saturación extranjera adquiere a veces caracteres de lo más ridículo, si no fuesen para echarse a temblar. Por ejemplo: nada menos que un miembro de la bancada cristianodemócrata en el Bundestag, en el parlamento federal alemán, se dejó caer hace años con la peregrina idea de que hay una xenosaturación que pasa ya desapercibida en este país: la de los restaurantes extranjeros.
     Demasiadas pizzerías, demasiados chiringuitos turcos, demasiados boliches argentinos, demasiadas cantinas mexicanas, demasiadas tabernas griegas, en Alemania. Patrióticamente, el diputado cristianodemócrata proponía que los restaurantes extranjeros incluyesen en sus cartas una cuota mínima de platos alemanes: chucrut, chuleta ahumada Kasseler —también llamada lomo de Sajonia—, salchicha turingia con papa asada…, etcétera.
     Cuando me enteré de este desaguisado (nunca tan bien empleada la expresión, y ustedes disculpen la inmodestia), me pregunté qué diría ese mismo diputado si el gobierno español exigiese, a los cientos de alemanes que se desempeñan en España como guías turísticos, que fuesen vestidos a la usanza típica de las regiones donde ejercen su profesión: con zaragüelles en Aragón, de charros en Salamanca, luciendo falda de faralaes o sombreros cordobeses en Andalucía.
     Y una vez que nos hemos metido en esta espiral del disparate, ¿qué tal si los gobiernos de Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú, sin ir más lejos, le exigieran a Alemania el pago de royalties por el cultivo, la recolección, la venta y, sobre todo, sobre todo, el consumo de la papa?
     Eso para no hablar del indecoroso bautizo a que sometieron a la pobre, a la indefensa papa, infligiéndole el sustantivo Kartoffel. Aunque no les van a la zaga los españoles, que en plena Contrarreforma no atreviéronse a llamarla por su nombre (¡delito de lesa Su Santidad hubiese sido!) y la cristianaron como patata. Los franceses, al menos, tuvieron la decencia de convertirla en una pomme de terre. Quelle délicatesse! ~

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