La venganza del Che

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El Congreso boliviano es un edificio decorado en el estilo español de las bellas artes. También es en sí mismo un estudio sobre disonancia cognitiva. Situado en la Plaza Murillo, una de las principales explanadas de la capital boliviana de La Paz, lo rodean el palacio presidencial, la catedral y el mausoleo del libertador y primer presidente de Bolivia, compañero de armas de Simón Bolívar, el General Antonio José de Sucre. En los alrededores de estos sobrios edificios, algunos soldados vestidos de rojo, con atuendos que imitan los uniformes franceses del siglo XIX, montan guardia o marchan ceremoniosamente de un lado al otro. Si no fuera por el hecho de que la gran mayoría de estos jóvenes reclutas tiene el ancho rostro indígena del altiplano andino, y si no fuera porque aquellos que los miran desde la plaza son también indígenas en su mayoría, antes que blancos o mestizos, sería fácil confundirse y creer que se está en algún remoto rincón de Europa… de Europa hace setenta y cinco años. Dentro del Congreso esta sensación es, si acaso, aún más pronunciada. Los pisos son de mármol, los meseros usan las mismas camisas blancas y las mismas corbatas de moño negras que los pajes utilizan en la Cámara de Diputados de Italia, y las fotos que cuelgan de las paredes en el ala administrativa del edificio, muchas de ellas amarillentas por el paso del tiempo, muestran a generaciones pasadas de congresistas entre los cuales apenas y se distingue algún rostro indígena. El peso de este escenario europeizante es avasallador, esto es, hasta que uno camina por uno de los corredores principales y al final, al menos cuando las puertas se abren (lo que sucede a menudo), se encuentra frente a frente con una imagen enorme, coloreada, beatífica de Ernesto “Che” Guevara, el compañero de armas de Fidel Castro, el insigne revolucionario que murió hace treinta y ocho años a los pies de los Andes bolivianos, intentando llevar la revolución marxista a Bolivia, que entonces, como ahora, es el país más pobre y más polarizado en términos raciales de toda América del Sur.
     “Éste es un santuario para el Che”, dice Gustavo Torrico, un influyente congresista del partido radical MAS (acrónimo de “más”, siglas del partido Movimiento Al Socialismo), que gesticula por toda su oficina. Y lo es. No sólo hay unas cuantas fotografías del Che; hay literalmente docenas de imágenes, grandes, pequeñas, entre ellas el Che con Castro, el Che en el campo, el Che con su hija en brazos, sonriendo, fumando, arengando. El efecto es apabullante. Pero hoy en día, en Bolivia, dicho efecto está lejos de pertenecer únicamente a la oficina de unos cuantos políticos de izquierda. Por el contrario, la imagen del Che está en todas partes. Nos mira desde oficinas y desde murales en las paredes de la ciudad de La Paz y de Cochabamba, la segunda ciudad más importante de Bolivia; se encuentra en colonias obreras y en asentamientos marginales, tanto o más que ahí donde se lo espera siempre, en los recintos universitarios. En Bolivia, el Che no es una declaración de moda, como sucede actualmente en Europa occidental. Si aquí uno ve a mucha gente portando una camiseta del Che, o prendedores con la imagen del mártir revolucionario, ha de saberse que lo hacen muy en serio. En Bolivia, sólo la imagen de la Virgen María es más ubicua, aunque se trata de una competencia muy cerrada. Y si un buen católico boliviano diría sin sombra de duda que la Santísima Virgen entregó a su hijo por los pecados de la humanidad, los buenos izquierdistas bolivianos afirmarían con la misma convicción que el Che murió por ellos, tratando de llevar justicia, dicen, a un país donde la justicia nunca ha prevalecido.
     “¿Que por qué me gusta el Che?”, contestó Evo Morales, líder del MAS, asombrado ante mi pregunta, como si eso fuera lo más obvio del mundo. Con apenas treinta y cinco años, Morales es el primer aymara —el grupo étnico dominante en Bolivia— que se postuló seriamente como candidato presidencial en la historia de Bolivia, lo cual da fe de la extraordinaria marginación a la que han sido sometidos setenta por ciento de los ciudadanos bolivianos, los que descienden de los indígenas, desde 1825, cuando se fundó un Estado boliviano independiente. “Me gusta el Che porque él luchó por la igualdad, por la justicia”, comentó Morales. Estábamos sentados en su oficina, en Cochabamba, en un edificio medio espartano, medio abandonado, que Morales utiliza como cuartel de los cocaleros, es decir, de los cultivadores de hoja de coca en la región de Chapare. Morales se inició en la política como líder de estos cocaleros e insiste —ante la consternación no sólo de Washington, que ve su ascenso con notable alarma, sino de los círculos europeos occidentales y de la Unión Europea, más dispuestos a simpatizar con su agenda política— en que atender la demanda de los cocaleros, para que la hoja de coca sea despenalizada en Bolivia, será una de sus primeras acciones como presidente. El Che, dice Morales, “no sólo se preocupaba por la gente común, sino que hizo suya la lucha de todos ellos”.
     No obstante, a diferencia del Che, quien fue a fin de cuentas una suerte de soldado revolucionario de la fortuna, Morales no tuvo que hacer suya la causa revolucionaria ni tuvo que ir a Bolivia. Al contrario: vino al mundo dentro de ambas. Morales nació en el pueblo minero de Oruro, en el Departamento de Orinco, en la parte alta del altiplano boliviano, y su biografía es muy similar a la de muchas familias mineras que perdieron su trabajo en los años setenta y ochenta, cuando las minas cerraron y tuvieron que marcharse hacia las tierras bajas, donde se convirtieron en campesinos, sobre todo en plantadores de coca. La actual crisis boliviana tiene sus raíces en este proceso inverso de industrialización, ya que, si bien el cultivo de coca, por razones “culturales”, es legal en Bolivia, el cultivo en regiones como Chapare, donde se asentó la familia de Morales, fue un último recurso para los mineros que, de otra forma, se enfrentaban a la miseria.
     En su adolescencia y juventud, Morales fue también un cultivador de coca y un pastor de llamas. Pero su liderazgo entre los cocaleros lo llevó en poco tiempo a encabezar una amalgama de movimientos sociales radicales que constituyen la base del MAS. Morales subraya que, a diferencia de lo que sucede en los partidos políticos tradicionales de Bolivia, los programas del MAS derivan de las demandas de sus seguidores. Esta afirmación, por supuesto, es común entre los políticos populistas. Decir esto era la norma en los discursos de Juan Perón cuando gobernaba la Argentina a finales de la década de los cuarenta, y lo mismo es moneda corriente hoy en la retórica del hombre fuerte de Venezuela, Hugo Chávez. Qué tan en serio tomar las audaces afirmaciones de Morales en torno a la despenalización de la droga y la nacionalización de las minas es una de las grandes preguntas de la política boliviana hoy en día. Muchos estudiosos bolivianos creen que el MAS no es ni remotamente tan radical como su retórica lo sugiere. Ellos mismos señalan que los oponentes conservadores del actual presidente del Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, de tendencia izquierdista, también predecían el desastre si resultaba electo, pero en la práctica Lula da Silva ha demostrado ser un socialdemócrata moderado.
     Washington, empero, tiene una opinión muy distinta. Los funcionarios de la administración Bush se muestran renuentes a hablar sobre el informe en torno a Morales (la oficina de prensa del Pentágono no respondió a repetidas solicitudes telefónicas y por correo electrónico para una entrevista), pero en privado lo vinculan continuamente tanto al narcotráfico como a Castro y Chávez, mientras que en público suelen rehusarse discretamente a dar respuestas, al tiempo que dejan bien clara su postura. Por ejemplo, durante una conferencia de prensa improvisada que dio el Secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, cuando se dirigía al Paraguay en agosto, se le preguntó si podía detallar su afirmación sobre ciertas “actividades” llevadas a cabo por Venezuela y Cuba en territorio boliviano, a lo que Rumsfeld respondió: “Podría, pero no lo haré.”
     Rogelio Pardo-Maurer iv, el Subsecretario de la Defensa para los Asuntos del Hemisferio Occidental y consejero de Rumsfeld experto en el área de América Latina, dijo en una plática que dio el 26 de julio de 2005: “Tenemos una revolución en marcha en Bolivia, una revolución que podría tener consecuencias equiparables a las de la Revolución cubana de 1959.” Lo que sucede hoy en Bolivia, dijo a sus oyentes, “podría tener repercusiones en América Latina y en otras partes, repercusiones con las que tendríamos que lidiar por el resto de nuestras vidas”. En Bolivia, agregó, “el Che Guevara buscaba detonar una guerra basada en una revolución campesina… Este proyecto ha vuelto”. Esta vez, concluyó Pardo-Maurer, la combinación de “la furia urbana y el resentimiento étnico se funden en una fuerza que busca transformar Bolivia”. Aunque mencionó a Evo Morales tan sólo en una ocasión durante su larga charla, nadie que lo hubiera escuchado o leído podría albergar duda alguna sobre quién piensa Pardo-Maurer que dirige este proyecto.
     Los seguidores de Morales suelen preguntarse por qué su popularidad ha enfurecido a Washington a tal grado, convirtiéndolo en el acto en un demonio para la administración Bush y para muchos miembros del Congreso, tanto republicanos como demócratas, casi como Fidel Castro o Hugo Chávez. La verdad es que Morales invita a tales comentarios, y en realidad parece deleitarse en ellos. En la Cumbre de la Organización de Estados Americanos, celebrada recientemente en Mar del Plata, Morales apareció junto a Hugo Chávez en una gigantesca manifestación contra Estados Unidos, contra la globalización y contra el comercio libre, una manifestación celebrada justo antes de que comenzaran las negociaciones. Chávez y Morales pronunciaron sus discursos teniendo como telón de fondo una gigantesca imagen del Che Guevara. Esto es política simbólica —la política simbólica de gran parte de la América Latina contemporánea. En el nivel pragmático, el programa del MAS, recalcado una y otra vez en los discursos públicos de Morales, habla sobre la creación de una nueva Bolivia y subraya que la elección de Morales constituirá sólo el primer paso. Según Morales, “luego precisaremos de una asamblea constitucional para determinar el futuro del país”. Lo cierto es que, si bien las condiciones económicas adversas, sumadas a la percepción de la mayoría indígena para la que al fin ha llegado su hora de subir al poder en Bolivia, hacen del radicalismo algo casi inevitable, el ascenso aparentemente imparable de Evo Morales refleja los sentimientos populares en Bolivia y, de hecho, en gran parte de América Latina hoy en día. La supervivencia de Castro, la llegada de Chávez al poder, la perspectiva de que el próximo presidente de México será Andrés Manuel López Obrador, el obstinado alcalde de la ciudad de México, y la impresionante trayectoria del mismo Evo Morales corroboran el hecho de que no es el apoyo al comercio libre por el que Washington ha abogado lo que experimenta un mirífico renacimiento en todo el continente; lo que renace ahora es la izquierda.
     Los bolivianos parecen dar esto por sentado. Para la mayoría de ellos, la globalización, o lo que comúnmente llaman neoliberalismo, ha fracasado tan estrepitosamente en su promesa de prosperidad que algunos comentaristas bolivianos que he conocido insisten en que lo asombroso no es la radicalización de la población, sino el hecho de que la radicalización haya tardado tanto y, en franca oposición a las opiniones dominantes en Washington, señalan lo moderado que el programa del MAS resulta en comparación con la furia palpable, identificada certeramente por Roger Pardo-Maurer, que se deja sentir en las calles de ciudades como La Paz, Cochabamba y en toda la provincia boliviana. Bolivia parece con frecuencia una persona al borde de un colapso nervioso. Cada día campesinos, amas de casa o desempleados organizan cientos de bloqueos carreteros —literalmente— en protesta por la escasez del combustible (esto en un país con grandes recursos de hidrocarburos), o para exigir mayores subsidios para la educación, o por cualquier asunto de los muchos que han encendido la rabia popular. El lenguaje de estas protestas es izquierdista, es insistente y retador, comporta denuncias rituales a las corporaciones multinacionales, a Estados Unidos y a la vieja clase gobernante de Bolivia, así como frecuentes llamados al orgullo indígena. Lo que hace de Bolivia un caso prácticamente singular es que la política étnica y la política de izquierdas se han fusionado en gran medida. Hoy, la vieja elite boliviana está confrontada por la demanda de poder de la población indígena, una demanda proporcional a la realidad demográfica del país. En este contexto, Bolivia se ha vuelto prácticamente ingobernable según las viejas reglas. Dos presidentes han sido expulsados de su cargo en los dos últimos años debido a protestas populares compuestas en su mayoría por seguidores del MAS. Ahora, no sólo las esperanzas de muchos bolivianos indígenas encarnan en Morales, sino que muchos miembros de la vieja elite, incluido el expresidente Sánchez de Losada, piensan que Morales debe tener una oportunidad para gobernar.
     Cuando uno conoce a Morales o lee las transcripciones de sus discursos, este hombre parece una fuente improbable para tantas esperanzas. Sin negar su talento como activista, y pese a su evidente compromiso con su causa, para alguien de fuera parece, al menos, demasiado joven, demasiado ingenuo, demasiado provinciano para desempeñar el cargo de presidente de Bolivia. Y cuando habla sobre la despenalización de la producción de coca, lo cual hace a menudo, e insiste sobre los mercados que este producto tendría en China y en Europa, es difícil saber si sólo está siendo fiel a la base electoral que lo condujo hasta la candidatura, o si cree sinceramente en lo que está diciendo. Sin duda, tales afirmaciones le han hecho el juego a sus enemigos políticos, tanto dentro como fuera de Bolivia, que lo acusan constantemente de estar al servicio de los narcotraficantes —una acusación que Morales niega furioso y que nunca ha sido demostrada con pruebas concretas.
     Uno de los seguidores de Morales me dijo: “Evo es un desconfiado, un hombre que tiende a desconfiar de la gente hasta que le dan razones para pensar lo contrario.” Ser desconfiado, e ingenuo, es ciertamente la impresión que da. Y, sin embargo, rodeado de sus seguidores, regodeándose visiblemente en su afecto —un afecto que con frecuencia raya en la devoción— Morales, o Evo, como casi todos lo llaman en Bolivia, es un hombre transformado, un orador nato de extraordinario carisma. Sea lo que sea que piensen en Washington, si se toma en cuenta el grado de movilización popular alcanzado en Bolivia, resulta aterrador pensar en la reacción de las zonas urbanas depauperadas y en el altiplano si Morales no hubiera llegado a ser presidente de Bolivia.
     Es cierto que, como candidato, actuó como si el cargo estuviera a unos días de ser suyo. Una señal que delata lo anterior es la forma en que Morales y el MAS, sin renegar de las aseveraciones formuladas en el pasado en torno a las transformaciones que quieren llevar a cabo en la economía boliviana, parecen dejar la puerta abierta a un enfoque más moderado. En entrevistas y en sus discursos, Morales subraya cada vez con mayor frecuencia que al hablar de nacionalización, por ejemplo, se refiere ante todo a la reafirmación de la soberanía nacional sobre los recursos naturales y a la asociación con corporaciones multinacionales, y no, al estilo Fidel Castro, a la expropiación sistemática de los intereses multinacionales en Bolivia. “Brasil es un modelo interesante de cooperación entre el Estado y los intereses privados. También China lo es.” Tan sólo en lo que respecta a la despenalización de la producción de coca, Morales se mantiene absolutamente inflexible y desafiante, y en este punto, hay que decirlo, goza de un apoyo popular considerable no sólo entre los cultivadores de coca, sino entre muchos bolivianos que piensan que el problema de la cocaína no es suyo, sino de Estados Unidos y Europa, y que, por ende, se debe abordar principalmente desde el frente de la demanda. Una camiseta popular en los mercados de La Paz reza: “La hoja de coca no es una droga.”
     En suma, suponiendo que no existe ningún plan para impugnar los resultados de la elección —algo que Morales y sus seguidores considerarían sin duda como un intento de la vieja elite por negarles la Presidencia—, el problema político más difícil al que se enfrentan el MAS y su candidato consiste, de hecho, en que es un poco más moderado de lo que desearían sus seguidores más fervientes, o de lo que incluso pensarían. A lo largo de la campaña, Morales se desempeñó todo el tiempo como agitador, y una ojeada al sitio de internet del MAS podría conducirnos a pensar que el partido está en verdad comprometido con un cambio radical en Bolivia. Pero, pese a que esto es cierto en términos de Bolivia, dada la resistencia implacable de la elite política a cualquier reforma (el país no adoptó el sufragio universal sino hasta 1952), casi cualquier reforma seria, si se implementa, marcará una diferencia. No obstante, mientras más de cerca se examinan las propuestas económicas del MAS, menos radicales parecen. Como lo planteó Roberto Fernández, un economista de la Universidad de Cochabamba experto en desarrollo y en la deuda externa boliviana: “No abrigo grandes esperanzas de que el MAS lleve a cabo transformaciones profundas”. Opiniones de esta índole son comunes en Bolivia en estos días y, según varios estudiosos, esto plantea a Morales un desafío político de envergadura. Pese a todo, los funcionarios principales del MAS insisten en que su programa de nacionalización generará, por sí mismo, profundas mejoras en la economía boliviana. “Al proponer que el Estado boliviano renegocie sus contratos con las compañías petroleras multinacionales, estamos proponiendo literalmente un cambio en las reglas del juego”, dijo el profesor Antonio Guemarra, un investigador de la Universidad Santo Tomás de Aquino, en La Paz, y el principal portavoz del MAS en materia económica. “Los contratos que se tienen actualmente dicen que las multinacionales son dueñas de los recursos cuando éstos están en la tierra, y que ellas son libres de establecer los precios del gas natural y del petróleo una vez que han sido extraídos. En realidad, ésta es ya una ley en Bolivia, aunque aún no se ha aplicado.”
     Éste es un punto clave. Bolivia no sólo cuenta con reservas petroleras considerables, sino que —lo que resulta más crucial— dispone de la segunda reserva más grande de gas natural en América del Sur, después de Venezuela: unos 54 trillones de pies cúbicos. Al hablar con los bolivianos parece como si la rabia y la desesperación profunda frente a lo que sucede en su país se debiera, al menos en parte, al abismo entre la riqueza natural de Bolivia y la pobreza de su gente. “No deberíamos ser pobres”, así es como Morales lo planteó ante mí. En realidad, como indica Roberto Fernández, Bolivia ha enriquecido a los extranjeros desde la época virreinal, cuando la plata del Potosí se extraía y se enviaba a España, y así es hasta la fecha, cuando las compañías multinacionales como Repsol, Total y otras obtienen enormes ganancias en Bolivia, mientras los bolivianos permanecen sumidos en la miseria y el desempleo y su país sigue siendo el más pobre en América, después de Haití. Esta percepción no se limita de ninguna manera a los seguidores incondicionales del MAS. Los anuncios publicitarios de Samuel Doria Medina, uno de los tres principales candidatos presidenciales, junto con Morales y el anterior vicepresidente Jorge “Tuto” Quiroga, lo señalan como alguien que defenderá Bolivia. Y, por si queda alguna duda de a qué se refieren con esto, al final del anuncio Doria Medina miraba directamente a la cámara y decía que, de resultar electo, les dirá a las multinacionales: “¡Caballeros, la fiesta ha terminado!” En el análisis, más allá de la retórica, esta frase no está nada lejos de la plataforma del MAS, según la cual “el neoliberalismo ha transformado a Bolivia en una zona de explotación para las multinacionales”.
     Si Petrobras, que pertenece en parte al Estado brasileño, puede prosperar, dicen los seguidores del MAS, ¿por qué no podría Bolivia adoptar una estrategia similar y obtener resultados exitosos? De cualquier manera, señalan esos mismos seguidores, una gran parte de la población finca sus esperanzas, por mínimas que sean, en las reservas de hidrocarburos de Bolivia. “La población”, me dijo Antonio Guemarra, “exige saber por qué estos recursos no han sacado a la economía de la pobreza. La gente piensa que la privatización impuesta por los prestamistas internacionales es la causa de ello.” Al menos según este argumento, retomar el control sobre el petróleo y el gas natural permitiría a Bolivia establecer precios justos y costear su industrialización, abriendo al mismo tiempo empleos que alivien la pobreza y que le permitan alejarse de los problemas que afligen a tantas naciones ricas en recursos naturales, desde Gabón hasta Indonesia. “Mire”, me dijo Guemarra al final de la entrevista, “ésta no es una fantasía, es un programa perfectamente factible y práctico.”
     Al menos unos cuantos extranjeros bien informados concuerdan con él. Joseph Stiglitz, el Premio Nobel que se desempeñó anteriormente como economista en jefe del Banco Mundial y que ahora imparte clases en la Universidad de Columbia, lo expuso de esta manera: “Podrían hacerlo. Petronas [la compañía estatal petrolera de Malasia] entraría, China entraría, la India entraría. Si se contara con tres, cuatro, cinco compañías de primera en el mundo dispuestas a competir por los recursos [de Bolivia], ningún boicot daría resultado.”
     Por supuesto, no sólo existen puntos de vista completamente contrarios al programa de nacionalización del mas, sino a cualquier crítica radical a las políticas de las principales instituciones financieras del mundo, sobre todo el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo. “La gente critica nuestras recomendaciones”, dijo Peter Bate, el portavoz del BID, “pero, cuando las instituciones financieras internacionales intervinieron, la inflación en Bolivia crecía a un ritmo de 25,000 por ciento anual. ¿Qué debíamos hacer? ¿Dejar que eso continuara?”
     Para Jeffrey Sachs, colega de Joseph Stiglitz en Columbia, el problema no surgió de las recomendaciones emitidas por las instituciones financieras, sino de la falta de seguimiento por parte de Washington. Gonzalo Sánchez de Losada ha dicho que, cuando visitó al Presidente Bush en la Casa Blanca, el Presidente habló poco sobre algo que no fuera Afganistán. Sachs diría más tarde que la administración Bush “se mostró incapaz incluso de la más simple respuesta ante una crisis que abarca la región [andina]”. Desde su punto de vista, y dado el sentir local (Bolivia es el único país que ha firmado las convenciones internacionales contra el narcotráfico con una “salvedad” que le permite el cultivo legal de coca en cantidades limitadas para su uso tradicional), el gobierno de Sánchez Losada enfrentaba un riesgo enorme al emprender, junto con Estados Unidos, un programa radical para erradicar la coca. “Los bolivianos”, añade Sachs, “también comprendían que la erradicación sin alternativas económicas equivaldría a la pobreza extrema”.
     El veredicto de Sachs sobre el enfoque de Washington resulta tan condenatorio como el de un seguidor del MAS. En un correo electrónico, Sachs me dijo que “la presión ejercida por Estados Unidos [para que Bolivia elimine la coca] es miope y generará desestabilización. [No hay] ninguna estrategia, sólo erradicación… erradicación sin alternativas reales” para los cultivadores de coca, cuyo modus vivendi fue destruido por la campaña de erradicación. Por su parte, según Sachs, la política estadounidense en Bolivia ha sido “INÚTIL” (la palabra estaba escrita con mayúsculas en su correo). Sachs añadía que “nunca había visto tal incompetencia en el enfoque hacia América Latina como la de la administración Bush”, que él mismo caracteriza como una mezcla de “negligencia, insensibilidad, indiferencia [y] sordera absoluta”. Por citar un ejemplo, cuando su gobierno se tambaleaba al borde del colapso en 2004, Sánchez de Losada había solicitado al gobierno de Estados Unidos cincuenta millones de dólares en ayuda de emergencia. Washington dispuso diez millones. Sachs lo dijo amargamente: esta decisión invitó al MAS y a los movimientos sociales —campesinos, cultivadores de coca, obreros y desempleados— “a terminar con la labor de derrocar al gobierno”.
     Joseph Stiglitz concuerda en este punto. “Una de las historias principales”, me dijo, “es el abismo entre lo que se vendió y lo que se entregó”. En países como Bolivia, agregó Stiglitz, “la gente padeció mucho, y ahora, veinte años después, no ven ningún beneficio. Los líderes de la lucha contra la inflación aplauden a los países que han seguido sus recomendaciones, pero los resultados en términos de ingresos para la población media y en términos de reducción de la pobreza no se han alcanzado”.
     Sin embargo, para los funcionarios estadounidenses que tienen que ver en la lucha contra el narcotráfico, Bolivia es una historia de éxito. La paradoja en Washington es que, al tiempo que los funcionarios del Departamento de Estado y del Departamento de la Defensa, así como muchos miembros del Congreso, hablan a menudo en términos apocalípticos del renacimiento de la izquierda radical en América Latina, y utilizan a Evo Morales y al MAS como epítomes de todos los males, sus colegas relacionados con el negocio de la prohibición de las drogas suelen jactarse (aunque ninguno habló para este reportaje) de que la producción boliviana de coca está a la baja, y está acorralada gracias a la guerra contra el narcotráfico en los países andinos. La oficina antidrogas de las Naciones Unidas respalda este punto de vista. Su informe más reciente sobre Bolivia habla del progreso constante en la erradicación de la droga no sólo en Bolivia, sino en la región andina entera.
     Ya se trate de la erradicación de las drogas o de las reformas económicas neoliberales, los bolivianos, y sin duda casi todos los seguidores del MAS, están más que prestos a culpar a los estadounidenses de gran parte de los fracasos de lo que Roberto Fernández describió como “la década perdida de los ochenta y los desencantos de los noventa”. Una broma que se oye a menudo en Bolivia describe sarcásticamente el sistema político boliviano como una coalición entre el gobierno, las instituciones financieras internacionales, las corporaciones multinacionales y “la embajada” —la embajada de Estados Unidos. Si bien sería poco inteligente subestimar la fuerza del reflejo antiestadounidense en América Latina, la ubicuidad de los sentimientos izquierdistas en Bolivia el día de hoy tiene más que ver, como lo apunta Joseph Stiglitz, con el fracaso total del neoliberalismo en lo que respecta al mejoramiento de la vida de la gente en cualquier sentido práctico. Es casi un silogismo: muchos bolivianos creen, y no sin razón, pues las estadísticas económicas los respaldan, que las exigencias de las instituciones financieras internacionales, en el sentido de recortar los presupuestos gubernamentales hasta la médula y de privatizar los activos estatales, no han hecho sino empeorar sus vidas; muchos bolivianos creen, también con razón, que Estados Unidos ejerce una extraordinaria influencia sobre las instituciones financieras internacionales; y, a partir de estas conclusiones, el atractivo de una política antiestadounidense y antiglobalización se torna casi irresistible para un gran número de personas. A esto hay que agregar el hecho de que la vieja tradición de izquierda, que existía ya en las comunidades mineras de Bolivia, nunca cesó de existir, incluso cuando las minas cerraron y muchos trabajadores migraron a las ciudades o, en la región de Chapare, de donde proviene Morales, optaron por la producción ilegal de coca. El resultado es todo menos sorprendente.
     Si bien la falta de poder y la victimización ayudan a explicar por qué los bolivianos que apoyan a Morales y al MAS parecen atraídos por las teorías de la conspiración, al pensar en las acciones de Estados Unidos en el área —un punto que viene a cuento es el establecimiento de una nueva base militar estadounidense en el Paraguay, a unos doscientos kilómetros de la frontera con Bolivia—, el hecho de que la imagen complementaria de este fenómeno se encuentre justo en Washington es más difícil de explicar. Y es que existe un fuerte consenso en Washington que estima a Morales como un candidato que fue financiado por Chávez —una acusación que el líder boliviano niega contundentemente. Roger Noriega, el exsubsecretario de Estado para los asuntos del Hemisferio Occidental, hizo declaraciones en este sentido una y otra vez durante su encargo, tanto en público como en privado, haciéndose eco de la información proporcionada por los funcionarios del Pentágono. “No es ningún secreto que Morales se reporta ante Caracas y La Habana”, dijo Noriega, “ahí se encuentran sus mejores aliados.”
     En público, Thomas A. Shannon, el sucesor de Noriega, ha asumido un enfoque más discreto. Pero la postura de la administración Bush no parece haber variado de manera significativa. Michael Shifter, un miembro honorario del Centro para el Diálogo Interamericano en Washington y uno de los estudiosos más experimentados y más agudos de América Latina, me dijo que estaba sorprendido por la profunda convicción con que Washington sostiene que Morales es peligroso. “La gente habla de él como si fuera el Osama Bin Laden de América Latina”, me dijo Shifter, y agregó que, tras una conferencia reciente en el InterAmerican Defense College, dos funcionarios del ejército estadounidense se le habían acercado para decirle que “[Morales] es un terrorista, un asesino, lo peor”. Shifter contestó que él no contaba con pruebas al respecto. “Me dijeron”, agregó Shifter, “que ‘debería; tenemos información clasificada: este tipo es lo peor que ha sucedido en América Latina en mucho tiempo’.” Desde la perspectiva de Shifter, hay una tremenda reacción de histeria en torno a Morales, tanto en la administración como en el Pentágono.
     Ya ha sucedido antes. Durante las elecciones bolivianas de 2002, el entonces embajador de Estados Unidos, Manuel Rocha, declaró públicamente que si Morales resultaba electo, Estados Unidos habría de reconsiderar cualquier forma de ayuda en el futuro. La mayoría de los observadores, incluido Morales mismo, quien habla del episodio con una mezcla de satisfacción y perplejidad, creen que esta declaración consiguió al menos un veinte por ciento más de votos para el MAS. El actual embajador, David Greenlee, ha sido mucho más prudente. Pero, de cualquier manera, la visión que Washington tiene de Morales sólo se ha recrudecido. Y la razón de ello, como es de esperarse, radica en el papel cada vez más importante que representa Hugo Chávez. Como lo señala Michael Shifter, “existe un miedo tremendo a que Chávez haga realidad el sueño de Fidel Castro, de exportar la revolución a toda América Latina y a que se desestabilice la región —algo que no fue hecho durante la Guerra Fría y que ahora será financiado por el petróleo venezolano…”
     Shifter cree que clasificar a Morales como parte de un eje CastroChávez es un error. Bromea diciendo que, si Estados Unidos realmente hubiera querido derrotar a Morales, el embajador Greenlee debió recibir instrucciones para declarar públicamente que los bolivianos deberían votar por Morales. Empero, Shifter considera poco probable que la administración Bush modifique su postura. El diálogo, agrega, no se cuenta entre las prioridades de los funcionarios.
     Por su parte, Morales es un hombre orgulloso y, cuando se ve presionado, se vuelve más desafiante. En sus mítines, no sólo las camisetas y los prendedores del Che Guevara son ubicuos: las banderas cubanas lo son también. A Morales le cuesta trabajo aclarar que ni Venezuela ni Cuba son modelos para la sociedad que quiere crear en Bolivia. Castro y Chávez, según me lo dijo, son amigos, pero también lo son Kofi Annan, el secretario general de Naciones Unidas, Jacques Chirac, el presidente de Francia, y José Luis Rodríguez Zapatero, el jefe de gobierno de España. Morales también subraya que la era del “socialismo de Estado” ha quedado atrás. Incluso cuando habla de la renacionalización de los recursos naturales de Bolivia —que, junto con la “despenalización” del cultivo de la coca, fue el eje central de su campaña—, Morales se afana en señalar que el modelo que tiene en mente es más cercano al gigante estatal brasileño, Petrobras, que a cualquier cosa que Fidel Castro pudiera respaldar. También alude repetidamente a un “capitalismo andino”, un término inventado por su camarada, Álvaro García Linera, un exguerrillero (sus numerosos enemigos utilizan la palabra “terrorista”) y académico cuya presencia en la boleta del MAS pretende complementar la base rural del partido con un electorado urbano que hasta ahora se ha mostrado escéptico frente a Morales. Juntos, los dos hombres parecen la más rara de las parejas raras —el líder campesino y el radical elegante y blanco que se asemeja a un profesor de la Sorbona. No obstante, incluso los observadores locales que no profesan ninguna simpatía por el MAS, tienden a estar de acuerdo en que la alianza ha sido más exitosa y efectiva de lo que la mayoría habría pensado.
     Tras pasar algún tiempo con Morales, es difícil no llegar a la conclusión de que, en lo que respecta a sus vínculos con Chávez y Castro, el líder del MAS quiere quedar bien en ambos bandos. Mientras niega cualquier afinidad particular con ambos regímenes, no hay duda de que una y otra vez ha buscado consejos con los dos líderes radicales. Sin duda, Hugo Chávez no ha mantenido en secreto la simpatía que le inspiró la campaña de Morales, en tanto que la prensa cubana, dirigida por el Estado, ha sido generosa con el espacio que le dedica al líder del MAS. Incluso el mismo partido parece inseguro sobre cómo presentar (o negar) estos vínculos. En la biografía de campaña de Morales, se encontraban frases ásperas que negaban tanto las acusaciones de narcotráfico como cualquier conexión con Chávez. Pero en la misma página en que aparecen estas líneas, hay una fotografía en que Morales y el hombre fuerte de Venezuela posan juntos.
     De cualquier manera, incluso si suponemos que Washington tiene la razón, y que Chávez está respaldando a Morales y al MAS, no podemos decir que utilizaran el dinero venezolano de manera patente en la campaña. En realidad, desde los cuarteles urbanos que carecen de muebles hasta las casas de campaña rurales, lo que resulta más sorprendente es la modestia. Morales parece ser genuinamente indiferente a las comodidades. También parece estar abocado a una suerte de proselitismo político que se asemeja más a la labor de activismo que lo catapultó a la fama —el término “populista” no describe ni a medias el estilo de Morales— que a una campaña política en el sentido clásico. Pese a la alianza con García Linera (y, a través de él, con la izquierda universitaria y marxista clásica de los centros urbanos de Bolivia), y sin mencionar el hecho de que Morales ha puesto a su lado a varios economistas bolivianos relevantes, como Antonio Guemarra, él parece más cómodo entre sus seguidores más devotos. Cómo incidirá esta actitud cuando gobierne es una de las preguntas centrales hoy en Bolivia.
     ¿Puede el MAS, un partido que se declara a sí mismo, orgullosamente, como producto de los movimientos sociales de protesta, convertirse en un eficiente partido de gobierno? ¿Puede incluso profesionalizarse lo necesario sin romper con sus bases? Por el momento, Morales no ha tenido que enfrentarse a estas contradicciones. En parte, es una cuestión de estilo personal, pues, a pesar de la incorporación de estos nuevos cuadros de profesionales y tecnócratas, la abrumadora mayoría de los activistas del MAS parecen ser voluntarios. Y, al tiempo que la conversación más breve con cualquiera de ellos deja claro que la candidatura de Morales fue casi como una causa sagrada, es obvio que, si bien no son novatos en el activismo social, la mayoría tiene poca experiencia en materia de política electoral. Los dos guardaespaldas de Morales con los que hablé durante un acto de campaña en Santa Cruz se refieren a sí mismos como “amigos de Evo”. Y bien podrían ser solamente eso, pues, como guardaespaldas, no tenían ni una pista sobre cómo proteger a su candidato. Además, Morales no sólo viaja sin ningún tipo de protección seria: la mayoría de las veces va de lugar en lugar en una sola camioneta, acompañado tan sólo por un chofer, un ayudante y quienquiera que esté con él en ese momento. Las oficinas de campaña del MAS carecían de cualquier decorado, excepto por la parafernalia clásica y los carteles, imágenes del candidato y de su camarada García Linera, y banderas de Bolivia, así como el banderín a cuadros —ahora muy popular— de los pueblos indígenas andinos, y claro, imágenes del Che.
     Será muy importante constatar si Morales tiene la madurez política para asumir la responsabilidad de gobernar. Lo que muchos bolivianos dicen en privado, incluidos algunos que simpatizan con el MAS, o bien que no ven otra alternativa viable más que darle al partido una oportunidad para gobernar, es que, pese a toda su campaña, Morales es aún una incógnita. Michael Shifter me dijo que “es una obra en construcción”, y varios bolivianos bien informados con quienes me reuní estuvieron de acuerdo. El problema, por supuesto, es que, dada la gravedad de la crisis boliviana, la militancia de tal cantidad de la población, así como el alto e imposible nivel de expectativas que el MAS despertaría entre la población indígena pobre y marginada desde hace tanto, casi no hay tiempo. Es bastante preciso hablar del renacimiento de la izquierda en América Latina, pero la triste realidad es que el renacimiento es más un emblema de la desesperación que de la esperanza. Hace casi cuarenta años, un revolucionario autoproclamado, Ernesto “Che” Guevara, murió solo y abandonado en el altiplano boliviano. Hoy, otro revolucionario autoproclamado, Evo Morales, parece destinado a convertirse en el primer presidente indígena y de izquierda del país. Pero de ninguna forma está claro por ahora, así como no estaba claro entonces, que cualquiera de estos dos hombres esté a la altura del proyecto que se plantearon a sí mismos o que tuvieran esperanza alguna de satisfacer las expectativas de sus seguidores.
     Cierto que en un escenario, en un estadio de futbol en Mar del Plata, en la Argentina, ante una multitud arrobada y con Hugo Chávez a su lado, o en la gira de campaña de vuelta en casa, rodeado por gente que al parecer daría su vida por él y que sin duda cifró todas sus esperanzas en su llegada a la Presidencia, Morales rezuma confianza. Y entre más patente haga Washington su oposición, mayor fervor inspirará en sus seguidores. Pero si la historia de la izquierda en América Latina enseña algo es que el carisma nunca es suficiente. El destino del Che Guevara, que no pudo fomentar un espíritu revolucionario latinoamericano y que no dejó ningún modelo social coherente por seguir, pero que sobrevive en imágenes románticas, pancartas, camisetas y carteles, ya debería habernos enseñado esto. –
     

— Traducción de Marianela Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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