La santa marginal

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Marginal es aquello que está afuera, lo que no cumple con los requerimientos oficiales y pertenece a ese territorio donde va a parar todo lo abyecto, despreciable y peligroso para la perpetuación del sistema social. Sarita Colonia es una santa marginal. Para la Iglesia Católica Romana, la monarquía más conservadora de la historia, ella no merece ser canonizada porque no sólo proviene de ese espacio inmundo de los desplazados, sino que su devota feligresía está compuesta principalmente por delincuentes, travestís, prostitutas, mendigos, parias y trabajadores del último escalón laboral.
     Sarita es adorada por el lumpen porque sus milagros no están sujetos a ninguna escala de valores. A ella se le puede pedir tanto éxito para el próximo secuestro, como puntería para matar al enemigo, la cura de una terrible enfermedad o el regreso de la pareja. Sarita no distingue, pero tiene reglas estrictas. Antes de cada fechoría es preciso dedicarle el acto recitando “Sarita, esto lo hago por ti”. Ella siempre cumple, pero exige que sus fieles sean agradecidos. Por eso, una vez obtenido el favor, será obligatorio publicar un aviso en algún periódico popular rezando “Sarita, gracias por el milagro concedido”. A nadie se le ocurre retarla porque, así como bondadosa, sabe también ser vengativa. Este ojo por ojo ha cimentado el respeto que se le tiene y confirmado lo que siempre se supo: Sarita es una de ellos, la santa no reconocida de los no reconocidos.
     Sarita Colonia Zambrano nació en la ciudad de Huaraz, en la sierra del Perú, el 1 de marzo de 1914. Tenía doce años cuando su madre murió. A los veinte, como su padre había formado otra familia, decidió emigrar a Lima para ayudar económicamente a sus hermanos. Recién llegada, trabajó como empleada doméstica en la casa de una familia italiana. Luego se mudó al puerto del Callao, donde trabajó vendiendo pescado. De su estancia en la capital se sabe poco, pero esas carencias han sido cubiertas por una multitud de anécdotas, muchas de ellas contradictorias, aportadas por familiares y personas que dicen haberla conocido. Lo único comprobable es que Sarita murió el 20 de diciembre de 1940.
     Existen varias versiones sobre su muerte. Oficialmente, consta en el certificado de defunción del Hospital San Juan de Dios que falleció de paludismo pernicioso. El motivo por el que lo hizo en el Departamento de Maternidad no ha podido ser aclarado. Su familia asegura que una sobredosis de aceite de ricino usado como purgante la llevó a mejor vida. Cada grupo de seguidores maneja una versión distinta que la relaciona con su propia actividad. Las empleadas domésticas dicen que murió debilitada por los maltratos de sus patrones. Para los delincuentes, murió víctima de un atraco. Pero la versión más fantástica de su muerte la da el gremio de los camioneros. Ellos sostienen que un grupo de camioneros ebrios intentó violarla una noche cuando regresaba de ayudar a los pobres de los barracones del Callao, una zona peligrosísima donde ni la policía se atreve a entrar. En el preciso momento en que los malhechores le arrancaban la ropa, el sexo de Sarita desapareció. No había por dónde violarla. Piel lisa, nada más. Este primer milagro mantuvo su cuerpo inmaculado y convirtió a los violadores en hombres de bien. Sarita murió cuando intentaba huir volando del lugar. Los estibadores varían el final diciendo que, para evitar el ultraje, se arrojó al mar donde se ahogó. A las prostitutas lo único que les importa es que Sarita murió virgen. El hecho es que murió sola. Su cadáver no fue reclamado por nadie. Seis días después, fue sepultada en la fosa común.
     De Sarita quedan tres cosas: el certificado de defunción, una fotografía familiar y una frazada con flores a la que se le atribuyen diversos milagros. Su hermana Esther la conserva y declara entre emocionada y molesta que muchos fieles acuden a su casa para envolverse y rezar cubiertos por ese manto protector que hoy luce innumerables zurcidos, debido a que la gente le ha ido arrancando retacitos para llevarse consigo una reliquia. La fotografía familiar está tomada poco antes de que la madre muriera y ha sido el punto de partida para la construcción de la imagen que hoy cuelga de espejos retrovisores, descansa en carteras, atiende en altares particulares, medallas, afiches o estampitas, y recobra vida en las pieles de quienes se la tatúan.
     Agradecidos por sus milagros, los fieles de Sarita han intentado por diversos medios que al menos su proceso de beatificación sea admitido. Pero ella ha sido despreciada por esa Iglesia que pierde una vez más la oportunidad de integrar, olvidando además que durante los primeros trescientos años, antes de que Constantino convirtiera al cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano, el culto a Jesús fue un culto marginal. Tanto, que sus seguidores servían como diversión y alimento para las bestias del circo.
     Esa organización administra una complicadísima burocracia en donde los procesos de santificación pueden durar más de cien años. Durante todo ese tiempo, una maquinaria de jueces, científicos, sacerdotes, creyentes, testigos y hasta abogados del diablo se debe poner a funcionar hasta llegar a un veredicto. Innumerables viajes a Roma, certificados médicos, testimonios y pruebas hacen de este proceso una empresa inalcanzable. Determinar con certeza cuál es el presupuesto necesario para una canonización es imposible. En todo caso, se trata de una cantidad impagable para una feligresía como la de Sarita Colonia, compuesta en su mayoría por gente pobre. Algunos otros procesos, sin embargo, se han llevado a cabo con sospechosa celeridad. Juan Pablo ii ha canonizado a más gente durante su reinado que todos los anteriores pontífices juntos.
     Quizás el único reconocimiento oficial que Sarita Colonia alguna vez tenga sea que el penal del Callao haya sido bautizado con su nombre. Institucionalizada dentro del sistema carcelario al lado de San Jorge y Santa Mónica, dos santos también convertidos en prisiones, Sarita Colonia ha inspirado a músicos, pintores y escritores que han visto en ella la personificación del sincretismo de un país en constante mutación que ha mirado siempre afuera buscando el reconocimiento, la aceptación y la pertenencia. –

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