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La novela y la televisión: otra vez

¿Es verdad que las series de televisión le están ganando terreno a las novelas?
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Ahora que Netflix ha comenzado a producir series, el público siempre ávido de lo más nuevo y último y nunca antes visto se ha gastado en elogios que pueden encontrarse tecleando “House of Cards”, el nombre de la serie, en la ventana de búsqueda de Twitter. Este comportamiento hiperbólico del espectador en masa es similar en el caso de la euforia que causa Dowtown Abbey o Girls, y que antes causó Breaking Bad, y antes Mad Men, y antes The Walking Dead, y antes House, y antes The Wire, y antes The Sopranos, etcétera.

Por fortuna, hay lugares comunes que mueren porque el mundo cambia y ahora a nadie se le ocurre decir que luego de matar al teatro, el cine mató a la literatura. Lo nuevo es hablar de que el lugar de la novela –se habla siempre de novela y no de cuento o poesía– ha sido ocupado por las series; o de elogiar lo cinematográfico y lo literario que hay en la televisión; o de culpar a estas series por la universal ausencia de lectores. Todo para evitar esas característica del mundo que nos aterran tanto: lo múltiple, lo plural, lo simultáneo. Se trata de que exista una cosa o la otra, donde el factor que decide y discrimina es el sujeto mismo convertido en fanático. Ejemplos de esta actitud abundan, pero se pueden encontrar aquí, aquí o aquí.

En todos los casos, las relaciones entre literatura y televisión se piensan erróneamente como algo conflictivo –se habla de contaminación– en competencia. Que las series hayan ocupado el lugar de la novela parece una verdad irrelevante en tanto se habla de un lugar que la novela misma ya no reclama: ¿qué serie ha substituido o rebasado o reformulado la literatura de Sebald, o del temprano Orwell, o de Kafka o de David Foster Wallace? ¿Cómo imaginar una serie que reemplace a Piglia, a Vila-Matas o a Javier Marías?

Las series se ocupan de nutrir a un público existente, el de las novelas por entrega estilo siglo XIX; se ocupan de la construcción de personajes en conflicto con una sociedad perfectamente delimitada –y por lo tanto conservadora–; de la construcción episódica de la trama; de los juegos con varios momentos climáticos; de la expectativa y el suspenso. En relación con la literatura, ni las series ni el cine han creado público, es decir, ninguno de estos dos tipos de narración ha propuesto una poética que exija del espectador un tipo de descodificación diferente a la que está acostumbrado. 

Las series se han ocupado de la poética del folletín, mientras que el cine comercial ha ido más atrás y se ha quedado con el germen de la novela: la épica – baste recordar cualquier adaptación fílmica de Peter Jackson o esta nueva moda de recrear cuentos populares con “nuevos giros”, que los transforman en películas de acción o terror o les otorgan una nueva atmósfera “oscura”, remedo del peor Tim Burton.

Es difícil escarbar en el terreno de la novedad semanal televisiva para entender que su popularidad no radica en lo nuevo sino en estructuras antiguas que han demostrado su eficiencia en la construcción de historias. Resulta curioso, por ejemplo, que los fanatismos estén casi siempre –salvo con el ejemplo actual de Girls– cargados al lado de la series dramáticas y no de las cómicas. Resulta curioso, también, que esa preponderancia del drama –más específicamente, de la tragedia– ya esté explicada en un texto que Aristóteles escribió hace más de veinte siglos.

Nada de esto, por supuesto, le quita a las series cualidades que sí tienen: son divertidas, pueden llegar a ser profundas, nos enganchan, nos preocupan, nos afectan porque se escriben hoy para la gente que habita el presente. Quizá sucede que la novela está en otra parte o que está concentrada en otro tipo de valores. Flujo de conciencia, por ejemplo, o descripción de procesos mentales, o multiplicidad de espacios y tramas, personajes cuya motivación o psicología apenas conocemos, enrarecimiento de la realidad representada, el absurdo, más otras tantas que ya antes explicó Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. Habría que empezar con las ideas de Calvino, por ejemplo, para delimitar los espacios tan diferentes de la televisión y la novela.

 

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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