La novela luminosa

Un relato también interrumpido por divagaciones, piezas importantes del engranaje textual que sobre todo protegen la negación de la escritura.
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“Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso”

-Mario Levrero

 

Hace tiempo que me vengo dosificando La novela luminosa de Mario Levrero. Es una edición que ha dejado de imprimirse y que encontré de milagro en el librero del susodicho. Me fue prestado con la condición de que no solo no lo subrayara, sino que el ejemplar no saliera de casa (“que no sea un libro que va en tu bolsa golpeándose con llaves y otras cosas, que termina con los bordes vencidos y la portada doblada”). El libro vive, entonces, en mi buró, y me administro unas páginas antes de dormir. Es una lectura medicinal (qué horror, qué jipi), de efecto relajante, casi terapéutico: sirve para sosegar el ajetreo de mi día mientras me aproximo al insomnio del narrador, a quien lo ha alcanzado la madrugada registrando su propio día.

El autor-narrador-personaje no consigue dormir por las noches ni escribir la mentada novela luminosa. Escribe, sin embargo, al señor Guggenheim para disculparse por no concretar el objetivo de la beca que este le otorgó: terminar la ficción que empezó a escribir hace una década.

“No sé si se nota que he dado vida a un monstruo delirante que me persigue sin cesar; por algo, por algo sería que tanto me resistía y tantas vueltas daba antes de ponerme a escribir las primeras líneas de esta novela. Los más disparatados episodios de mi vida se agolpan en mi mente y no me dejan descansar; estoy comiendo y durmiendo mal, despertándome muy tarde y acostándome cuando ya está saliendo el sol; ayer hubo serias amenazas de nuevos cólicos hepáticos y, desde antes de ponerme a escribir, vivo en un permanente estado gripal, a todas luces falso: una excusa para perder el tiempo escribiendo.”

Como Diario de un sinvergüenza de Felisberto Hernández, El libro vacío de la gran Josefina Vicens, o bien, sin ir más lejos, El diario de un canalla y El discurso vacío del propio Levrero, La novela luminosa, compuesta por dos textos, el prólogo “Diario de la beca” y “La novela luminosa”, armoniza la contradicción entre la obra que se promete escribir y lo que de hecho se escribe. Leemos, entonces, “un monólogo ininterrumpido” que va revelando materiales literarios, fuentes de inspiración, métodos de escritura, revisiones al texto, impedimentos para escribir, las culpas por no hacerlo, los tiempos desperdiciados en pornografía o juegos de computadora. El narrador, bien acomodado en la vejez, evita hacer de aquellas experiencias luminosas una novela, reportando la lucha rutinaria contra los achaques y los malos hábitos.

“La novela luminosa”, bastante más corta que su prólogo, es un relato también interrumpido por divagaciones, piezas importantes del engranaje textual que sobre todo protegen la negación de la escritura, al tiempo que desarrollan en “tiempo real” un discurso del fracasado funcional.

La novela resulta ser la mejor farsa. Una acertada deshonra de la beca, en la que más bien se describen las visitas de su doctora, antes su esposa, y los paseos con Chl (contracción de “chica lista”), su ex-amante, por quien dejó a la primera; la compra de muebles, los desencuentros con la tecnología, el recuerdo de los sueños, los talleres que el narrador imparte o las reseñas de novelas policiales que encuentra en la librería cuando, para variar, abandona su casa en la Ciudad Vieja de Montevideo.

La novela luminosa es un libro caprichoso a su manera, que permanece en la periferia del objetivo (¡escribir la novela!), como si en esa novela luminosa aconteciera aquello con lo que el narrador ya no puede involucrarse, apenas se atreve a recordar, aquello que es tal vez la vida misma, un anecdotario de tramas inconclusas que miramos y dejamos pasar.

Algunos libros nos muestran quiénes somos, este nos lleva de la mano por lo que seremos: un desesperante mecanismo de frustraciones (si acaso a usted, querido lector, le resulta más sencillo relacionarse con la decepción que con el éxito). El episodio que más parecen recordar los lectores trata de una paloma muerta en el alféizar de la ventana de enfrente, tal vez macho, tal vez hembra; y otra paloma, tal vez la viuda, que vela el cadáver en descomposición: la muerte como la fuerza de gravedad del libro. El narrador observa a la paloma muerta, nosotros observamos al narrador avejentado observar lo que queda de esta –todos somos voyeristas– y participamos del ocio y el aislamiento, a través de esta estupenda ¿novela? de lo irrelevante.

“Eh, paloma muerta, levántate y vuela.”

 

 

 

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