La moral del crítico

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La lectura de los semanarios culturales resulta cada día más una provocación a la sensatez y la exigencia críticas, quiero decir a un grado de lectura vivo y mínimamente culto. Salvo algunas excepciones, los comentarios que leemos habitualmente están carentes de capacidad analítica, de conocimiento de la historia literaria y de algo que, lo sé, roza lo indemostrable: gusto. Suele salvarse la crítica de libros técnicos y, en especial, la crítica de libros de historia, no porque sea más fácil sino porque el elemento objetivo, en principio, es más evidente y por lo tanto más fácil de exigir al ejecutor del comentario que se atenga a la verdad; pero, si nos desplazamos a la novela o a la poesía (¡ay, la poesía!), será fácil perfilar al atrevido reseñador: joven, profesor, que quiere ser poeta o que ya ha dejado de pretenderlo. Yo creo que cualquier mundo donde falten los jóvenes (salvo en los geriátricos) estará falto de una presencia y una visión necesarias, pero de ahí a pensar que la mejor crítica la puede hacer un recién llegado a la literatura hay un paso inmenso.
     La crítica necesita de cierta experiencia porque sin el elemento comparativo (que exige tiempo para haber leído lo suficiente, algo con lo que comparar), no hay forma de saber. Un crítico que no haya leído las fundantes novelas de formación de lengua alemana del siglo XIX y comienzo del XX, mal podrá comprender la novela de hoy que sea heredera de dicha tradición. A diferencia del crítico, el lector, ese que según Steiner no tiene por qué ser un epistemólogo, puede acercarse a dicha novela o libro de poemas actuales sin problemas, porque un libro no se propone como un peldaño en una subida hipotética o en una cadena lógica sino que suele ser, en el campo de la creación, una propuesta de realidad. De ahí que cualquier joven sensible pueda leer azarosamente una novela y vivirla, comprenderla desde su propia experiencia, porque toda obra creativa apela a la subjetividad, al sujeto. Pero el crítico es, ciertamente, el que provoca entre su lectura y él una distancia conflictiva de la que surge o puede surgir, a partir de la obra, un texto paralelo. La historia de la crítica no es sino esto: la conversación culta que algunas personas han mantenido, consigo mismas o con otras, sobre lo que han leído. Los más entregados a las teorías encontrarán la frase demasiado simple, pero no olvido que para entender qué significa esa lectura hay que preguntarse por la complejidad de la conversación, esa acción radical que nos hace hombres.
     La tensión se sitúa entre la lectura apegada (si el libro y el lector lo logran) a la superficie del texto, y ese momento del crítico en el que se retira y valora la distancia. Una distancia que toma al libro como objeto, pero que no puede en ningún momento olvidar que está poniendo en juego su subjetividad: porque, aunque se basa en aspectos formales a veces muy estrictos (lingüística, retórica, etcétera), la crítica no es ciencia. El viejo Sainte-Beuve, de cuyo nacimiento se cumplen ahora doscientos años, vivió una época contradictoria y agitada, de búsqueda, en la que procuró desenvolverse con criterios propios. Esa época estuvo signada por el romanticismo y sus aspectos altamente impresionistas, el realismo y el naturalismo, además, en el campo de las ideas, de los intentos del cientificismo y el positivismo por dotar a la historia y la crítica literaria de un instrumento riguroso. Taine, que fue amigo de Sainte-Beuve y autor de un lúcido texto a la muerte de éste, pretendió esos rigores, de ahí que el autor de Retratos Literarios, aunque desde joven se desvivió por alcanzar un sistema, intuyera que tanto en la obra como en la lectura siempre hay un elemento irreducible y productor de significados. No creo que haya forma de salir de esta disyuntiva: por un lado la necesidad de formalizar y someter a ciertos métodos (etimológicamente: camino) el estudio tanto de la novedad como de las obras del pasado; por el otro, lo indeterminado de la lectura: esa insoslayable introducción de la subjetividad, de aquello que encarna la obra y se mueve sin cesar, inasible y al mismo tiempo apelable.
     Comencé diciendo que pasamos por un momento bajamente crítico, y por ello creo necesario examinar al crítico, exigirle precisamente que dialogue consigo mismo y con los otros. Un crítico que ignore que su labor ha de estar mediada por el desafío y que la distancia entre él y la obra ha de constituirse, en principio y por principios, en problema, convierte su lectura en un producto ingenuo o tóxico. Esta responsabilidad del crítico compete también a los directores de revistas y periódicos, que a veces centran la vigilancia moral en los trabajos de opinión política, sociológica o histórica en detrimento del examen de las novedades editoriales. Creo que tan importante es lo uno como lo otro porque los libros, a diferencia de lo que piensan algunos, sí inciden y cambian la historia. Y lo hacen de dos maneras: influyendo en aquellos que los leen tanto como en aquellos que tienen la costumbre de ignorarlos. –

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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