La mayor resistencia

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En La menor resistencia, su película de 1981, Fischli y Weiss vestían dos disfraces lamentables de rata y oso panda, alquilados en una tienducha de Los Ángeles. Se paseaban como unos Starsky y Hutch de peluche por los escenarios clásicos de la California negra (y sus series de detectives): los pasos elevados sobre las autopistas, las galerías de arte sofisticadas, el borde de una piscina muy Hockney sobre cuyas aguas aleteaba la voz femenina y sus frases tentadoras.

Desde entonces Oso y Rata han irrumpido de vez en cuando en la obra de la pareja suiza (ahora flotan en su última instalación para el Palacio de Cristal del Retiro de Madrid, hasta el 31 de agosto). Han dado mucho que hablar, y pie a un arsenal de interpretaciones y una literatura crítica apabullante, firmada por la plana mayor de la teoría del arte contemporáneo: de Arthur Danto a Boris Groys, de Germano Celant a Hans Ulrich Obrist.

Sin embargo, al glosar las andanzas de estos personajes nadie comenta algo que resulta evidente cuando se leen las transcripciones de sus diálogos: su excelente calidad literaria (el fragmento del principio vale de ejemplo).

Porque no era la primera vez que unos artistas se embutían en un traje grotesco y hacían el ganso. Algo así lo habían probado ya los dadaístas del Cabaret Voltaire, en el Zurich natal de F/W. Y en América Paul McCarthy llevaba un tiempo cagando, meando y vomitando ketchup dentro de sus disfraces siniestros de personajes Disney. Pero la brillantez de las charlas de Oso y Rata, lo francamente interesante que resulta lo que dicen y lo bien dicho que está (y claro, el contraste con los envoltorios piojosos) marcan distancias con las interjecciones incomprensibles de Hugo Ball y los suyos, con los gruñidos y los aullidos de McCarthy.

En realidad, algo así ha pasado con las mejores obras de F/W desde el principio: la riqueza de interpretaciones posibles ha hecho que se dé por descontada o se pase por alto la condición previa que nos despierta ganas de interpretarlas. Se tiende a olvidar que su riqueza conceptual nace de la pura maña y de un espléndido ingenio formal. Porque F/W no son artistas conceptuales: son también (o antes de eso) unos excelentes artistas manuales, llenos de ideas brillantes a la hora de trabajar los materiales de sus obras. Pocas obras, en realidad, se regodean más en los valores plásticos, tocables y hasta –literalmente– comestibles de sus materias primas.

Ese juego virtuoso con las formas y las cosas salta a la vista en sus trabajos de los setenta y ochenta (ésos que les valieron su fama y que quizá sean lo mejor de su obra). En su Serie de las salchichas armaban mundos en miniatura en los rincones del estudio, con objetos casi invisibles de puro vistos y hasta con cosas de comer. En el horno, una hoguera de cerillas y unos grafitti en miniatura representaban la caverna donde el hombre prehistórico pintó por primera vez. En la bañera naufragaba una botella de gel convertida en Titanic, rodeada de tapones-botes salvavidas, de icebergs y náufragos a base de pedazos y bolitas de poliestireno. En la repisa del lavabo las salchichas improvisaban un pase de modelos, envueltas en lonchas de fiambre y con cacahuetes por pajaritas. Y unos pepinillos pensativos, puestos en pie, eran los clientes perfectos de la tienda de alfombras/rodajas de mortadela extendidas por el suelo.

Es difícil reducir a palabras esas fotos y lo que uno siente al verlas por primera vez. Algo parecido a lo que sentía de niño al apreciar y paladear, como instintivo connoisseur, las ideas buenísimas para nuevos juegos de otros niños más imaginativos: los capaces de convertir la bañera en un coche o la mesa en una montaña o la ducha en un teléfono. Siempre hay uno que lleva la voz cantante, que sabe pronunciar el ensalmo y realizar esas transmutaciones que son el truco de un buen juego.

Los juegos de F/W conservan esa capacidad liberadora (y perturbadora). Actividad “mágica”, metamorfosis improductiva (y por eso subversiva e intolerable en el mundo adulto) de la infancia que quizá tenga un reflejo pálido en nuestro arte de adultos aburridos. Cualquier niño juega para escapar al aburrimiento, que es lo más cercano a la muerte que puede concebir. Y puede que nuestra idea de la muerte sea a su vez el reflejo pálido del miedo al tedio que sentíamos de niños; quizá empezamos a ser adultos –a ver o hacer arte, a morirnos- cuando empezamos a temer más a la muerte que al aburrimiento.

Ese aburrimiento inerte del mundo visible, de las cosas que son siempre lo que son, lo que aparentan. El aburrimiento de esas horas muertas en las Tardes tranquilas que daban título a otra serie de fotos famosas de F/W, donde retrataban objetos cotidianos en equilibrios imposibles. Los títulos rebuscados –Honor, valor, confianza, por ejemplo, o La señora Pera ofrece a su marido una camisa recién planchada para la ópera. Su hijo fuma– servían de anzuelos para la interpretación sesuda de los adultos. O para despistarlos y hacerles creer que todo iba en broma.

Y acabamos olvidando lo que para cualquier niño es evidente a primera vista: lo bien que están hechas esas torres de objetos, lo jugosas que son sus zanahorias, sus serruchos, sus ruedas y sus cepillos en contrapesos inesperados. Lo hermosa que resulta su pericia manual para sacar a las cosas de su aburrimiento mortal por un instante, mientras se toma la foto. Literalmente: durante el segundo extático que duraba el equilibrio liberaban a las cosas –y a nosotros con ellas– del yugo de ese tedio mortal y adulto de tener que ser siempre las mismas cosas.

F/W se ganan el respeto de los niños –y reavivan el respeto que sentíamos de niños por el que mejor sabía jugar– porque de verdad juegan en serio. Porque no hacen como que juegan, como los adultos cenizos que fingían ponerse a nuestra altura pero no entraban en el juego. Ésos quienes de mayores van de artistas serios y no creen en sus reglas: los niños los detectan enseguida y los huyen como de la peste.

Los juegos de F/W son buenísima ideas que funcionan. Son buenas porque funcionan. Nada más maravilloso que la media hora de El curso de las cosas, esa película mítica que todos deberíamos ver al menos una vez en la vida, de niños (puede hacerse incluso de adultos: es difícil no verla con ojos de niño). Zapatos, neumáticos, teteras, patines, sillas y botellas que se empujan sucesivamente, sin intervención humana visible. Se transmiten su energía en un efecto dominó colosal y euforizante que realiza el mayor sueño de los juegos de infancia: vencer con la simple habilidad de las manos la mayor resistencia (la inercia del mundo entero, ni más ni menos) y liberar a las cosas de su función, de su estolidez de ser cosas. Ponerlas a funcionar de verdad, según un uso novedoso y secreto que se revela fulminantemente y que hasta entonces sólo sospechábamos. De niños intuíamos que la silla o la jarra estaban disimulando, que debían de servir para algo más serio y más útil que para esa tontería de sentarse o servir agua. F/W nos lo confirman.

Nada más maravilloso que ver cómo sus salchichas, con dos chinchetas por ojos, cobran de pronto un aire humanísimo. Frágil y a punto de desaparecer, pero incontestable para el que sabe mirar (hay quien no sabe mirar, claro, igual que los adultos nos barrían, sin darse cuenta, las cordilleras de almohadas, las autopistas en el pasillo, las islas y fortalezas del libros en el mar de la alfombra. No los veían y les oponían, sin notarlo siquiera, la mayor de las resistencias). ~

 

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