La intoxicación retórica en Cataluña

Los líderes del independentismo catalán se han quedado atrapados en su propio lenguaje mesiánico.
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La crisis provocada por el independentismo catalán, que esta semana ha producido una declaración subversiva, tiene un elemento de intoxicación retórica. En la obscena propuesta de resolución de la “desconexión” hay un intento de contentar a la CUP y un esfuerzo por distraer el cerco judicial sobre la corrupción de CDC. Pero también parece que los líderes del independentismo se han quedado atrapados en su propio lenguaje mesiánico.

Ignacio Vidal-Folch explicó de forma memorable cómo hay que escribir un artículo sobre el “prusés”. Las metáforas y las imágenes también han afectado a quienes intentan evitar la ruptura con el resto de España. El souflé se ha revelado más duradero y sobre todo más indigesto de lo que se podía pensar al principio. El choque de trenes se evita teniendo cintura, quizá para el encaje. Hay líneas rojas pero todos sabemos cuál es la manera de cruzarlas: hacerlo muy despacio.

Se ha extendido un lenguaje lleno de hipérboles, distorsiones y falsedades. Ha habido una manipulación de la historia, como ocurre con todo nacionalismo, pero en este caso ha venido acompañado una tergiversación y reinterpretación de hechos muy recientes. Esa mirada se ha ido instalando, como si las cosas se hicieran verdad solo por su mera repetición, y desalojarla exige esfuerzo, según explicaba Francesc Arroyo en Ahora. Si, como se señala en ocasiones, el uso partidista de TV3 y el adoctrinamiento educativo están entre las causas de la ebullición de estos años, nos encontramos ante un curioso caso de transformación social: quizá en algún momento se pueda emplear para algo bueno. Ha habido, entre otras cosas, una traición de los clérigos, pero hasta cierto punto es comprensible: los historiadores, los escritores y los economistas, como los ciudadanos, son vulnerables al halago. No es tan difícil encontrar pruebas de la hipótesis de que uno es más virtuoso y recibe peor trato que los demás.

Ese lenguaje unanimista y sentimental ha servido a manera de pantalla. Ha tapado la corrupción y el clientelismo, y ha dificultado la crítica. Como explicaba recientemente Pau-Marí Klose, ha contribuido a dar una imagen falsamente homogénea: “Municipios y barrios que conjuntamente agrupan a cientos de miles de personas, con población eminentemente castellanoparlante y rentas medias bajas (L’Hospitalet, Santa Coloma, Sant Boi, Nou Barris), presentan niveles de apoyo a opciones independentistas inferiores al 30%. El voto independentista se concentra en el ámbito rural y barrios acomodados de ciudades de tamaño medio, donde suele superar el 60%.” Jorge Galindo, Guillem Vidal y Antoni-Ítalo de Moragas señalaban en un interesante post “una clara relación positiva entre más ingresos familiares y apoyo al secesionismo, sobre todo entre aquellos con rasgos identitarios duales”. Apuntaban algo que se ha señalado a menudo: la distorsión del eje izquierda-derecha. A menudo el lenguaje emancipador ha camuflado convicciones clasistas y xenófobas. La utopía futurista tiene componentes siniestros: “Nuestro adversario es el Estado español, lo tenemos que tener claro. Y los partidos españoles que hay en Cataluña, como Ciutadans o el PP catalán. Estos son nuestros adversarios; el resto somos el pueblo catalán, el resto somos los que conseguiremos la independencia”, declaró Carme Forcadell en 2013.

Se ha extendido una épica (de opresión, de romanticismo, de “rebelión democrática”) sin las consecuencias, y eso da al conjunto un aire de carnaval. Mientras continuaban los desplantes y la deslealtad hacia el Estado, se señalaba -sabiendo que no lo haría- que este respondería con todos sus recursos. Uno de los elementos de ese desafío es la idea de: “si actúas, demuestras que tengo razón cuando digo cómo eres”, que obvia que actuar no solo es legítimo sino el deber del Estado. Como escribe Miguel Aguilar en el número de noviembre de Letras Libres, quienes se quejan de que Madrid se niegue a negociar suelen olvidar que lo que se pretende negociar son las condiciones para la independencia.

El secesionismo ha intentado convertir las leyes, que establecen el marco de la discusión, en una elemento opresivo y antidemocrático, y ha pretendido ocultar los numerosos contrasentidos en los que ha incurrido el movimiento secesionista: en su desprecio a las leyes democráticas españolas, pero también a las promesas que había hecho a los catalanes y a las reglas que había establecido. Recuerda Miguel Aguilar en ese artículo que se han solucionado problemas más graves que el secesionismo catalán. Para afrontar la realidad, hay que renunciar al efecto embriagador de las metáforas, que -como advirtió Milan Kundera- pueden ser muy peligrosas.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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