La historia es un coloso desmontable

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Tener la televisión prendida es un hábito de soltero. Telón de fondo, ruido blanco: su monserga apenas audible proporciona un espejismo de comunión y colectividad; el solitario se hace uno con el auditorio expectante. Esto ocurre con mayor facilidad cuando se trata de espectáculos masivos, aquellos que debemos presenciar aunque no veamos, esas efemérides que aún décadas después provocan un “dónde estuviste, con quién, qué hiciste el día que…”. Yo quería tener un pequeño recuerdo del Bicentenario, hacerlo mío para heredárselo a mis cada día más hipotéticos descendientes, o al menos una anécdota para el borrador de mis cada día más intrascendentes Memorias. Por ello suspendí los quehaceres domésticos de las seis de la tarde el miércoles, subí un poco el volumen del televisor y me senté a verlo. Quince minutos después ya le había bajado el volumen –tras el septuagésimo “mosaico de culturas”, lugar común que me resulta particularmente hipócrita–, aunque las imágenes me habían producido una seducción tan irresistible como inexplicable.

Vivo a muy pocas cuadras del zócalo. Debido a esa vecindad, varios amigos me llamaron asumiendo (con temor) que estaba en el corazón de los festejos, en la mera Plaza de la Constitución, y que por ende podía morir en “el atentado”, como más de uno designó esa entelequia de riesgo. A la tercera llamada por fin pude convencer a mi madre de que, en realidad, no tenía intenciones de salir a la calle. Estaba viendo el desfile televisado como un ciudadano patriótico y responsable, que hacía caso al llamamiento de los organizadores de no sobrepoblar el primer cuadro. Pero, tras la tercera cerveza, la distancia entre lo virtual y lo real se reveló absurda, así como la que existía entre mi soledad hogareña y el júbilo masivo: decidí entusiasmado recorrer ese par de cuadras que me distanciaban de la fiesta. Quería vitorear a los danzantes, admirar la serpiente emplumada, aplaudirle a los cantantes y ver ese coloso desmontable que prometía magnificencia. Quería ser parte de esa “diversidad étnica” tan pregonada por los comentaristas, sumarme a nuestra “riqueza cultural”, fundirme con mis connacionales en un auténtico abrazo tricolor y festejar al menos nuestro ímpetu para echar relajo.

Apenas alcancé la calle, algo se volvió evidente: solo se celebraba en la señal oficial de Gobernación. Como el alunizaje del Apolo en 1968, el Bicentenario de 2010 podría haber sido filmado en un estudio de grabación lejos de ahí, hacía varios días. Nunca había visto mi barrio tan desértico en horas tan tempranas. 20 de noviembre, Venustiano Carranza, Isabel la Católica, Bolívar, incluso Madero, vacío y sucio por el trajín de la tarde. El centro tenía ese hálito fantasmal característico de sus peores madrugadas. Los pocos paseantes teníamos la certeza de que algo estaba ocurriendo, pero cualquier cosa que eso fuera estaba más allá de nuestro alcance. En la esquina de Madero y Motolinia pude ver el pedazo de una serpiente que, agónica, languidecía por todo 5 de mayo, esperando entrar a escena. En esquinas aleatorias algunas vallas policiales se quedaron esperando a la muchedumbre patriótica, esa que probablemente permaneció en sus casas ante el temor de verdadera violencia, esa que también vemos todos los días en la tele. La fiesta todavía no había terminado, los invitados seguían por ahí, en alguna parte, pero las calles del centro ya eran testimonio de la cruda prometida.

Me acodé en la barra de un desolado Salón Corona, pedí otra cerveza y me resigné a experimentar mi patriotismo exangüe de la única manera posible. El grito del Bicentenario solo existió en la televisión. Y entre más viraban mis ojos de la tele a la calle, más evidente se hacía que nuestro “rico mosaico” era tan solo un ingenioso –¿o tal vez inevitable?– pastiche mediático, un palimpsesto visual. En la pantalla presencié un Año Nuevo chino, la inauguración de unos Juegos Olímpicos así como la clausura de un Mundial o viceversa (como guste el televidente); la repetición en reversa de la estatua de Saddam Hussein cayendo hace algunos años en Bagdad, una secuencia de Theo Angelopolus donde una efigie despedazada de Joseph Stalin navega por las aguas del Danubio o el monumento que Michael Jackson erigió en su espectáculo History. Incluso, en ocasiones, parecía también la ceremonia de “El Grito” del 15 de septiembre. Todo era un coloso desmontable y transferible, pedazos de memoria histórica y cultural anárquica, para hacer patente una diversidad nacional que recorría el centro del país en absoluto estado de desaparición.

Eché a andar de nuevo a casa por 5 de febrero. En el camino retumbaron varios “¡Vivas!” provenientes de la plancha del zócalo, y muy poco después la primera luz de artificio estalló. Lo hizo justo arriba de mí. Nunca había presenciado nada igual: las calles completamente vacías mientras “un festival multicolor” (como seguramente dijo Joaquín López Dóriga) aparentemente sucedía solo sobre mi. Como si el destino se burlara de mi soledad o me estuviera dando ánimos para seguir adelante con mi independencia a cuestas, de una manera un tanto sardónica.

– Guillermo Espinosa Estrada

(Imagen tomada de aquí)

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es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.


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