La frenética vanidad

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Nadie escribe como quiereSe escribe como buenamente se va pudiendo. El escritor trabaja en la oscuridad, no está seguro de nada. ¿Tienen mérito y calidad sus escritos? No sabe, no puede saber y cae en dubitación. A veces cree con entusiasmo que sus libros tienen gran calidad y van a alcanzar fama universal. Pero, luego, su optimismo se desploma en la desesperación de que de nada han valido sus desvelos, y sus textos son mediocres, convencionales, insípidos o, peor que eso, que caen en el mayor de los pecados del arte, el pecado de aburrir.

El escritor va y viene en la mar gruesa de sus apreciaciones sin tocar la tierra firme de poder precisar la calidad de su trabajo. Es desesperante.

Por eso cuando a Ibargüengoitia le hablaban por teléfono para comunicarle que se había acordado un premio a favor suyo, es decir, que se le reconocía mérito, el escritor ejecutaba in situ lo que llamó una “danza apache” de íntimo regocijo. Eso es el yin, el júbilo optimista, pero aparece también el yang o tortura pesimista. Una tarde en el patio de la casa que le habían prestado en Coyoacán, Octavio Paz, sentado en una silla de ruedas, ya muy enfermo, veía llover. Por ahí andaba un joven amigo, que me contó la historia, al que Paz solicitó que se acercara. Mi amigo se acercó. “Dígame –preguntó Paz inopinadamente–, ¿usted cree que algún poema mío sobreviva, perdure? Bueno, deje, ¿usted cree que algún verso mío perdure?” Esto rumiaba, viendo llover una tarde, un escritor universalmente aclamado, que había sido acreedor a recibir todos los premios. ¿Qué dudas no tendremos los demás, los escritores del montón?

Aquí se abre una razón legítima para festejar que nos acuerden un premio, me refiero a un festejo que no brote, que salga por entero de la frenética vanidad común en los escritores. Y eso es buena señal, no estamos solos, alguien nos sigue y nos lee. No resultó del todo profético el consejo que me dio un día Octavio Paz: “Váyase de México, aquí no van a entenderlo.” Paz fue muy generoso conmigo. Me ayudó en lo que pudo. Por él no quedó: si no llegué a nada fue por mi propia ineptitud, desidia y fatalidad.

En teatro se abre la posibilidad de apreciar el mérito del propio trabajo. Sucede esto en la noche infinitamente angustiosa del estreno de una obra escrita o dirigida por nosotros. La noche en la que autor y director entran directamente en contacto con el público. Ahí puedes encontrarlos: la vista y el oído puestos con atención en el público, esta primera función va a revelarles si la obra penetra y conmueve a los espectadores o no. Si los espectadores están silenciosos y quietos, sin movimiento en las butacas (que indica desesperación), la obra está alcanzando el interés del público, si no, si los espectadores se levantan, entran y salen, comen, discuten animadamente (como oí en una función de teatro, que dos amigos discutían si a la salida del espectáculo iban a comer tortas compuestas o mejor tacos al pastor), si esto sucede, pues ya estuvo, artista, perdiste, y tu obra no funciona. Ahora, esta aceptación de la derrota es, pese a todo, difícil, porque el artista se niega a admitir los obvios resultados y echa la culpa al público irredento, que no sabe nada de teatro, o a lo que sea. Además, el público es raro, incomprensible a veces. Por ejemplo en el estreno de una adaptación de Ana Karénina –novela seria si las hay, trágica, en su versión teatral con impresionante escenografía de Alejandro Luna– el público, nadie sabe por qué, empezó a reír desde que subió el telón. El respetable se carcajeaba divertidísimo. Entre más triste, más dramática la escena, risas más violentas. Y así siguió hasta el final. El público salió del teatro feliz por la noche de regocijo inexplicable. Pero actores, tramoyistas, director, productor, todos los que trabajaron en la obra deambulaban sombríos. Nadie ha logrado entender, hasta hoy, las razones de esa hilaridad. Por algo ha dicho siempre Luna que el teatro sería la perfecta felicidad si no fuera por dos estorbos difíciles de erradicar: uno, los actores, otro, el público.

Decía Tolstói que la mayor sorpresa en la vida de un hombre es la vejez. Sí, nadie la anticipa o la vaticina, o muy vagamente. Los jóvenes porque viven en una especie de eternidad. Los adultos mayores están demasiado ocupados. Y de pronto un día nos aferramos al barandal para bajar la escalera, y en ese momento ya anticipamos que todo género de incapacidades van a multiplicarse. Podría llegar con esto alguna serenidad, tal vez, pero la serenidad no se presenta, y tentaciones y batalla interior van a continuar. Y confesamos como san Agustín: “inquieto está mi corazón, Señor, hasta que descanse en ti”. Pero hay que persistir, estar activos, no hay que dejarnos morir antes de que la guadaña inexorable al fin nos taje. Mientras, la clásica súplica mexicana “ay, riata, no te revientes que es el último jalón”. ~

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Discurso dictado en la recepción del Premio Nacional Letras de Sinaloa 2015.

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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