La biotecnología: ¿nuestro despeñadero?

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Estimado Francis:
En el debate actual acerca de la clonación subyacen temores más extensos ante las nuevas tecnologías que surgen conforme desciframos la biología humana. Los críticos como usted imaginan que si detenemos la clonación podremos cerrarle el paso a posibilidades como las del “mejoramiento” humano. Pero, conforme desentrañamos nuestra biología, aprendemos a modificarnos a nosotros mismos; y lo haremos. Ninguna ley podrá evitarlo.
     La selección de embriones, por ejemplo, es viable en miles de laboratorios en todo el mundo. Cualquier intento de obstruirla incrementará los peligros potenciales de esta tecnología, al colocarla fuera de nuestro alcance y privarnos así de los primeros indicios de problemas médicos o sociales.
     La mejor razón para no restringir las intervenciones que mucha gente considera seguras y benéficas no es que tal restricción sería peligrosa, sino que sería errónea. La restricción impediría que la gente tomara decisiones que se han concebido para mejorar sus vidas y que no dañarían a nadie. Tales decisiones deben permitirse. Es difícil imaginar cómo una sociedad que nos alienta a mantenernos saludables y vitales podría justificar, por ejemplo, el intento de impedir que la gente se someta a terapias genéticas o que tome medicamentos cuyo fin es retrasar la vejez. Imponer una restricción así requiere de una lógica más apremiante que la afirmación de que no debemos jugar a que somos Dios o que, como usted ha dicho, es indebido trascender la duración “natural” de la vida.
     Asimismo, un esfuerzo serio por obstruir tecnologías benéficas que podrían cambiar nuestra naturaleza requeriría de políticas tan severas e irruptoras que sus perjuicios serían mucho mayores que los que se teme puedan causar las propias tecnologías. Si la guerra contra las drogas —con todos sus recursos— ha fracasado, el gobierno tiene pocas esperanzas de negar el acceso a tecnologías que la gente considera benéficas. Incluso sin una imposición implacable, tales restricciones resultarían en que las tecnologías sólo les serían accesibles a los privilegiados. Cuando el aborto era ilegal en algunos estados de la Unión Americana, los ricos simplemente viajaban a lugares más tolerantes.
     Los laboratorios ya pueden seleccionar un embrión humano de seis células al aislar una sola de ellas, leer sus genes y permitir que los padres decidan si desean implantar o desechar el embrión. En Alemania, este tipo de selección es ilegal. Pero esto no les veda la tecnología a los alemanes ricos. Pueden viajar a Bruselas o Londres, donde es legal. Conforme tales experimentos se vayan haciendo más fáciles e instructivos, las enfermedades genéticas acabarán por relegarse al sector menos aventajado de la sociedad. Debemos pensar en cómo hacer que estos experimentos sean más accesibles, y no en obstaculizarlos.
     Si los padres pudieran elegir embriones con facilidad y sin riesgo, ¿acaso no elegirían los que tuvieran predisposición para varios talentos y ciertos tipos de temperamento? Quizá lo harían. Pero las políticas en la Gran Bretaña para impedir que uno elija algo tan inocuo como el sexo de un bebé son un buen ejemplo de la intrusión indeseable del Estado. Permitir que los que quieren realmente a una niña (o a un niño) lo obtengan no daña al bebé resultante ni causa un desequilibrio de género en los países occidentales. Es posible que surjan algunos procedimientos que casi todo el mundo juzgaría inquietantes, pero podemos esperar a que ocurran verdaderamente los problemas antes de movilizarnos para controlarlos. Las nuevas tecnologías reproductivas no son como las armas nucleares, por las que unas cantidades enormes de espectadores inocentes pueden quedar repentinamente convertidos en humo. Podemos darnos el lujo de avanzar con cautela, ver qué problemas se desarrollan y responder cuidadosamente a ellos.
     El verdadero peligro es que unas vagas amenazas a nuestros valores se usen para justificar incursiones políticas inadmisibles que retrasarán los adelantos médicos. Si el Congreso de Estados Unidos, preocupado por la clonación, prohibiera la investigación de células madre embrionarias que podría conducir a tratamientos para el Alzhéimer o la diabetes —y si usted aceptara que se incluyera su nombre en una petición de apoyo a tales leyes—, habría víctimas reales de eso: gente que en el presente y en el futuro padecería esas enfermedades.
     No canalizamos enormes recursos a las ciencias de la vida por pura curiosidad ociosa, sino por un esfuerzo para mejorar nuestras vidas. Evidentemente, las tecnologías resultantes plantean desafíos: alterarán el modo en que concebimos a nuestros hijos, en que manejamos nuestros estados de ánimo e incluso la duración de nuestras vidas. Nos veremos forzados a encarar la pregunta de qué significa ser humanos. ¿Tendremos la valentía para aprovechar las posibilidades venideras o nos rendiremos antes nuestros temores y retrocederemos, con lo cual les dejaremos esta exploración a espíritus más valientes en otras regiones del mundo? ~

     Atentamente,
     Gregory.
     18 de marzo de 2002

Estimado Gregory:
Usted ofrece dos argumentos contra la restricción de biotecnologías futuras: primero, que las leyes son innecesarias siempre y cuando las decisiones las tomen los padres en tanto individuos y no los Estados y, segundo, que no pueden imponerse y serían inútiles incluso si llegaran a decretarse. Permítame responder a ambos.
     Si bien las decisiones genéticas que toman los padres tienden a ser, en su conjunto, mejores que las tomadas por Estados coercitivos, hay varios motivos para no otorgarles a los individuos entera libertad de elección en este terreno.
     Los dos primeros son utilitarios. Al meternos en la ingeniería genética de líneas germinales humanas, los problemas de seguridad se multiplican de modo exponencial. La causalidad genética es compleja; múltiples genes interactúan para crear un solo desenlace o un comportamiento, y cada gen por separado tiene efectos múltiples. Dado que un efecto genético a largo plazo puede no aparecer sino décadas después de que se aplicó el procedimiento, los padres quizá tendrán que enfrentar una multitud de consecuencias involuntarias e irreversibles para sus hijos. Esto exige una reglamentación estricta.
     El segundo motivo utilitario atañe a posibles secuelas negativas, fundamento clásico para la reglamentación por parte del Estado, admitido incluso por economistas ortodoxos del libre mercado. Un ejemplo es la selección de sexo. Hoy día en Asia, como resultado del precio bajo de los sonogramas y los abortos, los nacimientos en ciertos sectores revelan una proporción sexual asimétrica: 117 niños por cada cien niñas en China y, en algún momento, 122 niños por cada cien niñas en Corea. La selección sexual es racional desde el punto de vista de los padres individuales, pero le impone un precio alto a la sociedad en términos de la desorganización que puede provocar un grupo grande de hombres jóvenes solteros. Pueden surgir secuelas negativas similares de decisiones individuales; por ejemplo, la de prolongar la vida a cambio de un nivel más bajo de funcionamiento cognitivo y físico.
     Otra serie de inquietudes en torno a la capacidad de “diseñar” niños se refiere al tema ambiguo de en qué consiste mejorar a un ser humano, sobre todo cuando nos internamos en aspectos de la personalidad. Somos el producto de una compleja adaptación evolutiva a nuestro ambiente físico y social. Los procedimientos genéticos realizados por pura moda o corrección política podrían alterar ese equilibrio de modos incomprensibles para nosotros: con el propósito, digamos, de hacer menos agresivos a los niños, más desenvueltas a las niñas, más o menos competitiva a la gente. ¿Se “mejoraría” a un niño afroamericano si se eliminara genéticamente la pigmentación de su piel?
     En última instancia, la discusión atañe a la naturaleza humana misma. A fin de cuentas, los derechos humanos se derivan de la naturaleza humana. Es decir, nos asignamos derechos políticos con base en nuestra idea de cómo los miembros de nuestra especie se asemejan unos a otros y difieren de otras especies. Tenemos la fortuna de ser una especie relativamente homogénea. Las viejas opiniones de que los negros no eran lo suficientemente inteligentes para votar o de que las mujeres eran demasiado emocionales para gozar de igualdad de derechos políticos probaron ser empíricamente falsas. El último capítulo de su libro muestra la perspectiva de un futuro en el que, por efecto de la ingeniería genética, esta homogeneidad se descompondría en grupos humanos biológicos que competirán entre sí. ¿Qué tipo de políticas produciría esta forma de descomposición? La idea de que nuestro orden actual, tolerante, liberal y democrático, sobreviviría a este tipo de cambios es improbable: Nietzsche, no Stuart Mill ni Rawls, sería la medida de las políticas de un futuro como ése.
     Su segunda serie de argumentos asevera que nadie puede detener esta tecnología. Sin duda tiene razón en cuanto que si una técnica biotecnológica futura resulta ser segura, barata, efectiva y muy deseable, los gobiernos no podrían detenerla y probablemente no deberían intentarlo. Lo que yo quiero, sin embargo, no es una prohibición amplia de la tecnología futura, sino una reglamentación estricta en vista de los peligros a que me refiero arriba.
     Hoy en día, reglamentamos la tecnología biomédica constantemente. La gente discute acerca de dónde colocar los diversos límites. Pero el argumento de que, en principio, no pueden reglamentarse procedimientos tan potencialmente riesgosos como, digamos, el de la ingeniería genética de líneas germinales con propósitos de mejoramiento, no tiene ninguna base en la experiencia del pasado.
     Retrasamos el progreso de la ciencia hoy en día por todo tipo de razones éticas. La biomedicina podría avanzar más rápidamente si aboliéramos nuestras reglas acerca de la experimentación humana, como lo hicieron los investigadores nazis, y dejáramos que los doctores les inyectaran sustancias infecciosas a sus pacientes. Imponemos reglas que permiten el uso terapéutico de medicamentos como el Ritalín, al tiempo que prohibimos su uso para el mejoramiento o el entretenimiento.
     El argumento de que estas tecnologías se mudarán a lugares más favorables si se prohíben en Estados Unidos puede tener o no tener peso; todo depende de qué son y cuál es el propósito de la reglamentación. Considero que prohibir la clonación reproductiva es análogo a la legislación que prohíbe el incesto. El propósito de tal prohibición no se vería socavado si unos cuantos ricos pudieran clonarse en el extranjero y, en todo caso, parece que en casi todo el mundo está ganando terreno la preferencia por una prohibición global de la clonación reproductiva. El hecho de que los chinos se queden al margen no es de mucha importancia; los chinos cosechan sin permiso los órganos de prisioneros ejecutados y difícilmente son un ejemplo que quisiéramos emular.
     No creo que un conjunto de reglas diseñadas para encaminar a la biomedicina del futuro hacia fines terapéuticos y no de mejoramiento constituya una intervención opresiva del Estado o rebase con mucho lo que ya se hace en la actualidad. De hecho, lo que usted afirma es que, como las leyes en contra del dopaje de atletas no funcionan el 100% del tiempo, debemos desecharlas y permitir que, en el futuro, nuestros atletas compitan con base en quién tiene el mejor farmacéutico. –
     

Atentamente,
     Francis.
     19 de marzo de 2002

Estimado Francis:
Usted es tan receloso ante el cambio en general, y ante la nueva tecnología en particular, que ni siquiera reconoce la conveniencia de permitir que la gente haga uso de procedimientos seguros y benéficos que, sin duda, mejorarían sus vidas. Sólo está dispuesto a consentir que, si una tecnología es “segura, barata, efectiva y muy deseable, los gobiernos probablemente no deberían intentar detenerla”. Si ni siquiera acepta las tecnologías que se adecuen a esta condición exigente, no admitiría nunca las posibilidades más problemáticas del mundo real. Pero enfrentarse a tales posibilidades fue lo que hizo mejorar tanto la salud durante el siglo pasado.
     En gran parte, se muestra usted vago cuando se trata de precisar exactamente qué debemos prevenir. Es específico en cuanto a la prohibición de la clonación humana, lo cual apenas resulta más riesgoso que pronunciarse a favor de la maternidad. La selección de sexo presenta una situación más interesante. Argumenté que en Estados Unidos este tipo de selección —que, si se realiza separando el esperma, no destruye embriones— es inocua. La selección de sexo no daña a los bebés; de hecho, los beneficia en el caso de que un bebé del sexo “equivocado” pudiera decepcionar profundamente a los padres. Usted menciona el desequilibrio en las proporciones de sexos en China, pero eso no justifica reglamentar esa práctica en Estados Unidos, donde no surgen tales desequilibrios. Se opone a la selección de sexo en Estados Unidos y ha propuesto la formación de un consejo de revisión, similar al que prohibió este procedimiento en la Gran Bretaña, pero ¿puede usted brindar algo mejor que el temor de que la práctica equivaldría a avanzar hacia un despeñadero? Si usted tiene conocimiento de una secuela grave que haya surgido de la selección de sexo en Estados Unidos, me gustaría que me lo informara.
     Como respuesta a mis comentarios acerca de los beneficios obvios de futuros medicamentos contra el envejecimiento, usted señala que “pueden surgir secuelas negativas de decisiones individuales de prolongar la vida a cambio de un nivel más bajo de funcionamiento cognitivo y físico”. Esto es cierto, pero constituye una base aterradora para legislar. Me da escalofríos pensar en los consejos reglamentarios encargados de establecer un equilibrio entre los años adicionales que desea un individuo y el costo social de esos años. Si no quiere permitir procedimientos que retrasen la vejez y otorguen vidas más largas y relativamente saludables, entonces ¿por qué no detener todos los tratamientos para los ancianos y para la gente debilitada? Sus años adicionales representan un costo neto, y suspender el tratamiento médico de la gente con más de 65 años haría maravillas por el achacoso sistema de seguridad social estadounidense. De ahí a eliminar los procedimientos médicos que salvan la vida de víctimas de accidentes con lesiones permanentes hay sólo un paso.
     Sin duda usted considera que una clara línea divisoria entre terapia y mejoramiento evitará tales perversiones, pero esta línea se irá haciendo más borrosa en los años venideros.

Los procedimientos contra el envejecimiento, por ejemplo, pertenecen al reino amplio de lo que podría catalogarse como “mejoramiento terapéutico”. Si lográramos ganar una década adicional al fortalecer nuestro sistema inmunológico o nuestros mecanismos antioxidantes y de reparación celular, esto equivaldría a un “mejoramiento” humano. Pero también sería una “terapia preventiva”, pues retrasaría las enfermedades cardiovasculares, la demencia, el cáncer y otras afecciones de la vejez.
     Prohibir el mejoramiento en los deportes puede justificarse, obviamente, porque constituye una violación de las reglas aceptadas del juego. Pero ni usted ni nuestras instituciones políticas poseen un derecho reconocido de establecer las reglas de la vida. Proscribir todo un ámbito de beneficios que no dañan a otros no sólo es impráctico, sino una tiranía. Tiene razón en cuanto a las ambigüedades del “mejoramiento”, pero yo no he sugerido la creación de un proyecto gubernamental enorme que busque la perfección humana. Sólo he hablado de la libertad de decisión por parte de los padres que tendería a desembocar en una mayor diversidad.
     No sostengo que los padres no requieran de vigilancia en el empleo de tecnologías avanzadas para la concepción de bebés, sino meramente que tal vigilancia debe ser mínima, debe concentrarse más bien en los problemas reales que en los imaginarios, y debe ocuparse de la seguridad del bebé y no del orden social o la “persona” de los embriones. Cuando se trata de sus hijos, confío más en el juicio de los padres que en el de los consejos políticos o judiciales. ~
     

Atentamente,
     Gregory.
19 de marzo de 2002

Estimado Gregory:
Usted ha malentendido algunos de los puntos de mi respuesta inicial. La cuestión referente a la selección de sexo no es que sería un problema en Estados Unidos; a fin de cuentas, ya es posible actualmente, pero no se practica en demasía. El asunto es que la decisión individual, aunada a la propagación de tecnologías biomédicas baratas, rápidamente puede producir efectos en el nivel de la población con consecuencias graves. El problema con la eugenesia no es simplemente que la patrocine el Estado y sea coercitiva; si la practica una cantidad suficiente de individuos, también puede tener consecuencias sociales negativas.
     Sospecho que si alguna vez Estados Unidos se mete en esto, será con propósitos eventuales de “mejoramiento” potencial, que no tienen que ver con el sexo. Uno de los temas que discuto en mi libro es el de la preferencia sexual. Me parece claro que incluso los padres que son perfectamente tolerantes con la homosexualidad, optarían por hijos no homosexuales en caso de que pudieran elegir, por la sencilla razón de que desearían tener nietos. La proporción de homosexuales en la población caería en forma dramática y no estoy seguro de si la sociedad en su totalidad (por no hablar de los homosexuales) resultaría beneficiada con un resultado así.
     Los gobiernos pueden intervenir exitosamente para corregir este tipo de decisiones individuales. Cuando se advirtió el desequilibrio en la proporción de los sexos en Corea a principios de 1990, el gobierno tomó medidas para imponer las leyes existentes contra la selección sexual, por lo que actualmente la proporción es casi de 50-50. Si el gobierno de una democracia joven como la de Corea pudo hacer esto, no veo por qué nosotros no podríamos hacer otro tanto.
     Cuando señalé que alargar la vida a cambio de una disminución de las capacidades podría provocar efectos negativos, ello no fue para sugerir que debemos prohibir o reglamentar tales procedimientos. Está en lo correcto cuando dice que ya hemos adoptado numerosas innovaciones médicas que suponen trueques similares. Pero la razón por la cual este tema tiene importancia radica en que, en los debates sobre células madre y clonación, parece presuponerse, sin cuestionamiento alguno, que cualquier cosa que prolongue la vida o cure enfermedades está por encima de otras preocupaciones.
     A mí esto no me parece obvio. Quienquiera que se haya paseado por un asilo de ancianos recientemente se dará cuenta de que ciertos adelantos en la biomedicina han creado una situación horrible para muchos ancianos que no logran funcionar como quisieran, pero tampoco morirse. Los adelantos actuales de la biotecnología quizá ofrezcan curas para enfermedades degenerativas relacionadas con la edad, tales como el Alzhéimer o el Párkinson, pero la comunidad de investigadores apenas está poniendo en orden el desastre que ella misma creó. Así que cuando tratamos de establecer un equilibrio entre efectos positivos y negativos a corto plazo, el argumento de que los adelantos médicos son necesariamente buenos debe manejarse con escepticismo.
     Usted acierta cuando afirma que gran parte de mi interés en que existan nuevas instituciones reguladoras tiene que ver con las consecuencias éticas y sociales de la nueva tecnología, y no simplemente con la seguridad. Los Estados intervienen constantemente para fijar normas y producir resultados sociales. Los beneficios posibles de la clonación deben contraponerse a los daños sociales. Considere la siguiente situación: una esposa decide clonarse porque de otro modo su pareja no puede tener hijos. Conforme va creciendo la hija, al esposo le parecerá que su esposa está más vieja y es menos atractiva sexualmente. En el ínterin, su hija, quien será un duplicado de la madre, florecerá sexualmente y se asemejará cada vez más a la mujer de la que él alguna vez se enamoró. Es difícil no darse cuenta de que tal situación produciría un ambiente poco saludable en la familia; en algunos casos, conduciría al incesto.
     No deseo que haya intromisiones tiránicas en la vida íntima. Recomiendo, más bien, que se amplíen las instituciones existentes a fin de se que tomen en cuenta las nuevas posibilidades a las que nos enfrentaremos como resultado de los adelantos tecnológicos. Esto puede suponer reglamentaciones molestas para la industria y para ciertos individuos, pero no será más tiránico que las leyes actuales que prohíben el incesto o, como en el caso de los coreanos, que las que prohíben la selección sexual. Todas las sociedades controlan el comportamiento social mediante una serie de normas, incentivos económicos y leyes. Lo único que sugiero es que la parte que atañe a las leyes se ponga al día y se fortalezca para lo que viene. ~
     

Atentamente,
Francis.
     19 de marzo de 2002

Estimado Francis:
Me da gusto saber que está de acuerdo en que la selección de sexo en Estados Unidos no representa una verdadera amenaza. Para mí esto significa que no debe reglamentarse. Más aún, también debemos aplazar la legislación de otras tecnologías similares mientras no surjan problemas. Quizá le preocupen los “efectos en los niveles de la población y sus consecuencias graves”, pero su ejemplo del éxito coreano en el manejo de la asimetría de las proporciones de sexo seguramente constituye una prueba de que nos podemos dar el lujo de esperar.
     Consideremos su razonamiento acerca de la clonación. Una cosa es preocuparse por los peligros médicos de una tecnología aún no comprobada, y otra justificar una prohibición total con historias sobre la posible atracción sexual de un futuro padre por la floreciente hija clonada de la esposa. Los hijos no necesariamente tienen que parecerse a uno de sus progenitores para que se propicie el incesto. No podemos lanzarnos a reglamentar a las familias sobre la base de perversiones sexuales hipotéticas. Hay leyes contra el abuso infantil; sólo hay que imponerlas.
     En cuanto a los homosexuales, si hay menos en el futuro debido a las decisiones de la gente respecto a la genética o a la crianza de sus hijos, que así sea. Pero no estoy convencido de que ése sería el resultado. En contra de lo que usted insinúa, los homosexuales sí se reproducen, por medio de óvulos o espermas de donantes, madres sustitutas y parejas del sexo opuesto. Además, este tipo de reproducción se irá facilitando.
     Me da gusto saber que no se opone a las intervenciones contra el envejecimiento; en ocasiones previas, lo había oído decir solamente que los gobiernos no podrían detener tales mejorías. Está en lo correcto cuando afirma que los adelantos en el cuidado de la salud vienen acompañados de desafíos, y que la prolongación innecesaria del dolor y la decrepitud de una persona moribunda no es cosa para jactarse de ella. No constituye razón suficiente para negar el valor de los buenos años adicionales que la medicina moderna le ha otorgado a tanta gente, pero sí para reconocer que debemos encontrar mejores caminos para que los individuos lleguen con dignidad a la muerte cuando ésta ya se avecine.
     Usted dice que sólo está recomendando una ampliación inocua de instituciones ya existentes. No estoy de acuerdo. Entregar las decisiones acerca de la reproducción humana a un proceso político generalmente controlado por los fanáticos de cada bando sería provocar un desastre. Crear nuevas entidades que tengan el poder de proyectar una teoría social e incluso un dogma religioso en la vida familiar equivaldría a desatar un proceso alarmante. (A juzgar por la conformación del comité consultivo para la bioética del presidente Bush, muchos de los encargados de reglamentar serían menos moderados que usted.) Y cuando a los legisladores les da por decirles a los investigadores que no se pueden realizar ciertos tipos de investigación de células madre embrionarias porque las células madre de adultos son igual de eficaces, algo anda mal. Lo que están haciendo estos legisladores es subadministrar un ámbito que no entienden, atentar contra la libertad de investigación y desatender los reclamos de aquellos que padecen enfermedades severas. ~
     

Atentamente,
     Gregory.
22 de marzo de 2002

Estimado Gregory:
Una de las virtudes de su libro es que usted está dispuesto a tomar ciertos riesgos al predecir qué cambios se pueden esperar dentro de la tecnología del mejoramiento genético en un futuro a largo plazo. En el último capítulo, sugiere una serie de cosas que podrían ocurrir en un mundo futuro, en el que diversas formas de mejoramiento genético se tornan seguras, efectivas y económicas. Sugiere que la reproducción por medio del sexo podrá desaparecer del todo como resultado de las dificultades en el manejo de cromosomas artificiales in vivo. La reproducción no podría suceder fuera de un laboratorio. Con entera libertad, podríamos alterar nuestras personalidades y nuestros estados de ánimo por medio de medicamentos y de genética.
     Pero, sobre todo, desaparecería la raza humana. Usted sugiere que habría una diferenciación dentro de nuestra especie y, de hecho, una nueva evolución de la especie. Algunas personas decidirán mejorar la habilidad musical, la proeza atlética o el talento matemático de sus hijos. Habrá una división social entre los “mejorados” y los “no mejorados”, y en la situación que surgirá difícilmente se podrá evitar que la gente se una a esta carrera de armas genéticas. Además, la diferenciación genética se convertirá en la piedra angular de la política internacional. Si nosotros y los alemanes decidimos no participar, los chinos se lanzarán en pos de este mejoramiento genético y entonces a nosotros, en tanto nación, se nos impondrá el desafío de seguir su ejemplo.
     Lo que no entiendo es cómo alguien piensa que en ese tipo de mundo —en el que la homogeneidad genética existente de los seres humanos se verá socavada— podremos seguir viviendo dentro de la estructura amable, liberal y democrática que gozamos actualmente. Usted razona como si pudiéramos dar por sentada la continuidad de ese mundo político, como si entonces nuestras discusiones más importantes se llevaran a cabo con referencia a si debe haber más reglamentación y menos progreso, o a la inversa.
     Pero ¿qué ocurrirá con la igualdad de oportunidades cuando un niño no mejorado genéticamente para la música desee ser músico, coto ya no privativo de un gremio de músicos, sino de una subespecie de músicos cuya identidad genética esté íntimamente vinculada con ese tipo de vida? ¿Qué impedirá que los “mejorados” empiecen a exigir derechos superiores y busquen dominar a los “no mejorados”, ya que son superiores no sólo por estatus social y educación, sino también por razones genéticas? ¿Que ocurrirá con los conflictos internacionales cuando otras sociedades, hostiles, no difieran sólo culturalmente, sino que además tampoco sean enteramente humanas?
     El hecho es que, a esas alturas, no habría ninguna razón teórica ni práctica para no abandonar el principio de la igualdad humana universal. Hoy en día se enarbola con firmeza, en parte como un artículo de fe, pero en parte también porque tiene un sustento empírico. Cuando el principio se enunció en 1776, a los negros y a las mujeres no se les otorgaron derechos políticos en Estados Unidos porque se consideraba que eran demasiado estúpidos o sentimentales, o que carecían de algún rasgo humano esencial, para gozar de igualdad de derechos. Este punto de vista resurgió como racismo científico en el siglo xx, y uno de los grandes logros de nuestra época es que tanto la doctrina empírica como las políticas que se construyeron a partir de esa visión han quedado desacreditadas.
     Por ende, si vamos a aceptar esta tecnología y la perspectiva del automejoramiento humano, no debemos hacerlo a ciegas. Debemos decir, con Nietzsche, que ésta es una gran oportunidad porque finalmente podremos ir más allá de la democracia liberal y reestablecer la posibilidad de la aristocracia natural, de la jerarquía social, del pathos de la separación, e introducir una era de “inmensas guerras del espíritu”. ~
     

Atentamente,
     Francis.
23 de marzo de 2002


     — Traducción de Tedi López Mills
     Con agradecimiento a la Dra. Ana María López Colomé

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