Julien Gracq (1910–2007)

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Al rechazar, en 1950, el Premio Goncourt que le había sido concedido por El mar de las Sirtes, Julien Gracq se inscribió en otra venerable costumbre literaria francesa, el anticonvencionalismo, tal cual lo estipuló en La littérature á l’estomac, esa suerte de manifiesto personal. Gracq, nacido cerca de Nantes, bajo el nombre civil de Louis Poirier, el 27 de julio de 1910 y muerto el pasado 22 de diciembre de 2007, había alcanzado el siglo XXI como uno de los pocos autores vivos incluidos en La Pléiade. Sobreviviente heterodoxo del surrealismo, Gracq divagó entre la novela, el teatro, la crítica o el libro de viajes sin rendir cuentas a la bolsa de valores de las ideologías políticas o a las modas intelectuales.

Autor de André Breton (1949), Préférences (1961), En lisant, en écrivant (1981) o Lettrines (1967 y 1974), Gracq fue también un crítico que dio la batalla por la novela, censurada como superchería decimonónica lo mismo por los “conservadores” como José Ortega y Gasset que por los “revolucionarios” como André Breton. Todavía algunos poetas consideran elegante decir que “no leen novelas” como quien certifica, sin que nadie se lo pida, alguna forma de virginidad. A Gracq le tocó lidiar precisamente con Breton, cuya posteridad se ha visto un tanto maltratada por su desprecio de la novela, y peor aún, de la música. Pero en 1938, cuando Gracq publica En el castillo de Argol, se ganó la aprobación de Breton, acorralado contra la pared por la gloria de Kafka y Joyce. Había que bautizar al “novelista del surrealismo” y no pudiendo serlo el comunista Louis Aragon, que desde Aniceto o el panorama (1920) y El campesino de París (1926) lo había intentado, Breton probó con el joven Gracq.

Esa licencia bretoniana habla más del tradicionalismo del poeta que de Gracq. En el castillo de Argol es una nouvelle que reúne dos caminos que se dirigían, inadvertentes, hacia el surrealismo: la novela gótica y la materia de Bretaña, es decir, el ciclo legendario del rey Arturo, establecido en el siglo XIII. De la infusión prerromántica preparada por Ann Radcliffe y Charles Maturin, Gracq tomó algo más que las sombras y los númenes. En el castillo de Argol revisa la leyenda del Santo Grial, remitiéndose a la versión contada por Chrétien de Troyes: Perceval mira a una doncella curar con el vaso al rey pescador. Sea la hostia consagrada o el cuerno de la abundancia de los celtas, el Grial pasará a la leyenda como receptáculo en la Última Cena, después usado por José de Arimatea para recoger la sangre de Cristo crucificado. Con María Casares como protagonista, Gracq llevó la estampa al teatro, en 1948, con Le roi pêcheur.

A través del regreso iniciático de Albert a la fortaleza donde lo espera la pareja andrógina, ángel y demonio, Gracq revela, narrando En el castillo de Argol sin interés alguno en la experimentación, cuanto había en el surrealismo de dichoso regreso al simbolismo medieval. La novela de Gracq es una variación de Parival de Woltram Von Eschenbach, la germanización del Perceval artúrico: buscar en el Grial, más que un objeto milagroso, la cifra de la condición humana.

Gracq se acercó al surrealismo cuando este vivía su fértil decadencia. Y sin renegar de Breton, Gracq se alejó de él para escribir El mar de las Sirtes (1951), novela cuya semejanza temática y cronológica con El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati, expresa la ansiedad profunda del medio siglo. En Gracq, la agonía inmemorial de dos potencias enemigas que no conocen la paz ni la guerra, es un signo que se desplaza más allá de la historia y reaparece en Los ojos del bosque (1958), donde Grange, un oficial olvidado en Las Ardenas durante la drôle de guerre de 1939-1940, se sirve del olvido para encontrar al Eterno Femenino.

Paul Valéry y Breton creyeron cándidamente que la experiencia de la novela nacía y moría en el siglo XIX. Nunca confiaron en que en el futuro podría hallarse otro Lawrence Sterne, un nuevo Cervantes, una segunda o tercera Leyenda dorada. El problema no era a qué hora salía la condesa, sino quién era. La novela sacia pues pretende beber el Grial hasta la última gota. Gracq, quien fuera anfitrión, en la Francia de la posguerra, de Ernst Jünger, otro descreído de la muerte de la novela, refutó la obsolescencia de la novela que Valéry creyó demostrar.

No sé si existió alguna vez la “novela surrealista”. Fue en el cuento donde Leonora Carrington o Alberto Savinio alcanzaron a presentar, no tanto el lenguaje de los poetas surrealistas, como el de sus pintores. Gracq tomó del surrealismo, como algunos de los grandes poetas latinoamericanos, la libertad para saltar en el tiempo. Sus novelas, a menudo irrespirables, finalizan bendecidas por la sequedad de un misticismo geométrico, donde Angelus Silesius ilumina a quien espera al Grial, a la guerra, a la mujer, como en En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes o en Los ojos del bosque.

A la búsqueda de lo sagrado, el surrealismo fue la menos actual de las novedades del siglo. Por eso fue la más profunda. Obra de magos, de videntes o de charlatanes, el surrealismo tuvo en Julien Gracq al escritor que, entre otras cosas, lo reconcilió con la novela.

Publicado previamente en El Ángel de Reforma el 13 de enero de 2008.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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