Juan Carlos Onetti

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Conocí a Juan Carlos Onetti en el acerado invierno madrileño de 1979, cuatro años después de su llegada a España. Por entonces yo hacía algunas colaboraciones en la página cultural de Diario 16 y su directora, la maravillosa Jubita Bustamante, me había encargado entrevistarlo. El encargo tenía una ventaja. Dadas las conocidas renuencias de Onetti a todo tipo de entrevistas, mi jefa me dijo que iba a pagarme el doble de la tarifa habitual si lograba convencerlo de hacer alguna declaración sobre algo. El dinero fue el último pretexto que necesité para buscar a un autor que había admirado siempre y, con el consejo de Félix Grande (“En estos días está de buen ánimo”, me dijo), lo llamé a su casa.

Para mi sorpresa, no tardó en ponerse al teléfono, aunque como era de esperarse no para aceptar la entrevista. “Esta semana no voy a poder”, me dijo, y luego, como si hiciera falta, me dio una razón. “Es que voy a ver el ciclo de Bogart”.

Por esos días, un cine de Madrid (“Échele la tarde a Bogart”, rezaba la promoción) ofrecía en una sola tarde cuatro de sus películas. Lo llamé unos días después. Él mismo contestó el teléfono y aún recuerdo su voz, de una monotonía ansiosa y resignada: “Pues, mire, véngase usted esta tarde…”

Así pues, con algunos temblores en el cuerpo, esa tarde entré al edificio en el que vivía. Su esposa Dorotea Muhr, Dolly, me abrió la puerta. Dolly era una mujer algo mayor que sin embargo lucía una permanente lozanía, una amabilidad fresca y solidaria que se hacía notar desde el primer momento. Me senté con ella en la sala mientras él terminaba de despertarse de su siesta. Dolly hablaba de los varios temas con los que alguien habla con un perfecto desconocido (el clima, la política, ¿de qué país es usted?), con un encanto natural, capaz por igual del entusiasmo y del tino.

Por fin lo vi aparecer, con un movimiento retardado —los ojos de lechuza, el pelo escaso y alambrado, el lento caos de la siesta todavía esparcido por todo el cuerpo—. Al igual que su personaje de “Un sueño realizado”, Onetti parecía haberse despertado recién de “un sueño de varios siglos”. Me animé entonces a preguntarle por Bogart, la principal causa de que nuestra entrevista se hubiera demorado. “Eso es, hágale una entrevista sobre Bogart, sobre cine”, dijo Dolly, aliviada. Cuando comprendió que yo no iba a hacerle preguntas “literarias”, Onetti me habló de la película que había visto el día anterior, Casablanca (“una obra maestra de la cursilería”, dijo). Hablamos de la escena del reencuentro entre Bogart y Bergman, en un café con nombre propio y lleno de música y de humo. En algún momento detuvo la charla y empezó a tararear la canción: “Remember always this, a kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh, the fundamental things apply, as time goes by”. La conversación había tomado felizmente el curso del cine. Dolly, quien participaba activamente en la charla, habló de El halcón maltés (que Onetti adoraba) y por lo tanto de John Huston y de The Misfits, la última película de Clark Gable, en la que Huston había dirigido a Marilyn Monroe. “Era muy bruta la pobre”, dijo Onetti de Marilyn, “pero era una buena chica”. “Juan conoció a Arthur Miller en Estados Unidos”, dijo Dolly, “pero le pareció terrible lo que hizo con Marilyn en su obra de teatro: presentarla así, sin ningún pudor”. Onetti dijo luego que estaba leyendo una biografía de Raymond Chandler: “En una ocasión Chandler se quiso suicidar pero falló el tiro. Sus amigos lo fastidiaban diciéndole que escribía buenas novelas de crímenes pero que no sabía suicidarse bien”.

Onetti reía con la risa lenta y gozosa con la que hubieran podido reírse Larsen o Díaz Grey, una risa que sopesaba la ironía profunda de toda situación, consciente de las definiciones que uno de sus personajes da sobre la vida: “una idiotez complicada”.

En algún momento de la conversación, cuando yo ya había superado mis timideces iniciales, le dije que él y yo habíamos coincidido en alguna reunión antes y que yo había querido acercarme a él para decirle que lo admiraba mucho. Me lo había impedido en parte la convicción de que él estaría seguramente harto de escuchar las declaraciones de admiradores improvisados. Onetti me observó brevemente y me contestó: “Usted debió acercarse a decírmelo. No me hubiera molestado porque la vanidad de un escritor no tiene límites”. Esa tarde cuando me despedí creo que lo noté aliviado de no haber tenido que contestar ninguna pregunta sobre su obra (o digamos sobre la función del escritor en el mundo moderno, sabe usted). “Ya me preguntará usted otro día por qué y para qué escribo”, me dijo, y de inmediato me soltó un comentario: “La única respuesta a esa pregunta es la que dio Borges: ‘Escribo para evitar el arrepentimiento que sentiría si no escribiera'”.

Lo vi dos o tres veces más. Viviendo ya fuera de España me encontré en los diarios españoles con fotos suyas, una de ellas sentado en una mesa haciendo el papel de miembro de un jurado de algo. Tenía una figura espectral. Estaba como removido de su sitio; despedía un aire a la vez hierático y vulnerable, con la convicción en todo el cuerpo de que cualquier lugar era preferible a ése. Un pucho encendido colgaba de sus labios, como parte de su rostro. A diferencia de algunos de los que lo acompañaban en la mesa, daba la impresión de que no había nada de falso en él. Fue el mismo rostro que lo acompañó en las últimas fotos, los varios años en los que estuvo echado en la cama, esperando con paciencia el final de su vida breve.

Una serie de anécdotas fue cubriendo su leyenda incluso mucho antes de su muerte en 1994. Un testimonio recuerda que en las reuniones de la familia en Montevideo sacaba una jeringa del bolsillo y le pedía a un sobrino pequeño inyectar la pierna de una de sus tías y traerle la sangre. Otra historia tiene que ver con sus lectores. En los años sesenta, en la Universidad de Berkeley, una joven delicada y sensible se acercó al profesor y le pidió quitar a Onetti del curso de literatura hispanoamericana. La razón: “Onetti me destroza”.

Una subjetividad errante

Para ser un escritor tan sombrío, su infancia no parece haber sido especialmente dura. Una de las experiencias infantiles que recordaba, además de su afición a los libros de Julio Verne, era que organizaba peleas a pedradas en su barrio. “Recuerdo que mis padres estaban enamorados”, declaró. “Él era un caballero. Y ella una dama esclavista del sur de Brasil”. Su afición a la mitomanía —un rasgo común a muchos escritores— también apareció pronto. “Desde muy niño empecé a mentir”, le dijo en el programa A fondo, por Televisión Española, a Joaquín Soler Serrano.

Nacido en Montevideo en 1909, el segundo de tres hermanos (el mayor Raúl y la menor Raquel), sus padres fueron Carlos Onetti, agente de aduana, y la brasileña Honoria Borges. Onetti abandona los estudios secundarios debido a una huelga y durante la década del veinte es portero, vendedor de entradas en el Estadio Centenario y vigilante de la tolva en el Servicio Oficial de Semillas. Estos cambios de ocupación solo anticipan los que vendrán. En 1930 se casa con su prima María Amalia Onetti, con quien viaja a Buenos Aires, donde vive vendiendo máquinas de sumar. En 1931 nace su primer hijo, Jorge, quien también iba a ser escritor (recibiría el premio Biblioteca Breve en 1968 por su novela Contramutis). Según una versión, en 1932, la primera versión de El pozo se pierde en alguna mudanza. Su primer cuento, “Avenida de mayo-Diagonal-Avenida de mayo”, publicado en La Prensa en 1933, anticipa la naturaleza de su obra: un hombre que busca refugiarse, abrumado por su entorno. En 1934, de vuelta al Uruguay y separado de su esposa, se casa con la hermana de ésta, María Julia. Es secretario de redacción de Marcha, en cuyo local vive. Pasa una larga temporada —1941 a 1955— en Buenos Aires trabajando en la agencia Reuters. De sus años en Buenos Aires data una larga y maravillosa correspondencia con Mario Benedetti. En 1945 se casa con una compañera de trabajo, María Elizabeth Pekelharing, con quien tiene una hija, María Isabel (Litti). Un día María Elizabeth le presenta a una joven intérprete de música clásica, una muchacha argentina de origen alemán, Dorotea Muhr. En 1955, a los 46 años, se casa con Dolly, quien sería su esposa hasta el final. Sus aventuras no eran sólo laborales o matrimoniales. En 1956, durante un viaje a Bolivia, se ve envuelto en una balacera en la que una bala le perfora el sombrero.

Su vida está marcada por una diversidad de trabajos y de relaciones. Es la típica vida de un hombre que ha ido de salto en salto, que no tiene proyectos únicos a largo plazo salvo los literarios. Como se sabe, no era un escritor profesional con sesiones diarias y disciplinadas. Hubo épocas de hasta dos años (alrededor de 1975) en los que no escribió una sola línea. “Vos estás casado con la literatura. Para mí es como una amante”, le dijo a Vargas Llosa en un encuentro en Guadalajara.

Fiel a su condición de marginal, fue un eterno segundo. Perdió concursos literarios frente a todo tipo de escritores, buenos, regulares y de los otros. Sus obras salieron en segundo lugar frente a las de Ciro Alegría (premio de la editorial Farrar and Rinehart), Bernardo Verbitsky (premio editorial Losada), Jorge Masciángioli (Fabril), Marco Denevi (Life en español). Finalmente, su novela Juntacadáveres (1964) es relegada frente a la gran La casa verde de Mario Vargas Llosa en el Premio Rómulo Gallegos de 1967 (“lo que pasaba es que mi burdel era más chico”, iba a justificarse Onetti después). En su discurso de aceptación del premio, Vargas Llosa dice que América Latina no le ha dado al “gran Onetti” el reconocimiento que se merece. Desde muy pronto críticos uruguayos tan importantes como Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal le dedican ensayos. El resto de la crítica y los lectores sin embargo iban a demorarse algo más. (“Los críticos son como la muerte”, dijo Onetti alguna vez. “Tardan pero llegan”.) En 1975 es elegido el mejor narrador uruguayo de los últimos cincuenta años en una encuesta realizada por el semanario Marcha. Obligado a salir del Uruguay por la dictadura en 1974 (le dio un premio a un cuento “antipatriota” de Nelson Marra, mi general), en 1975 se instala en Madrid, donde iba a quedarse casi veinte años, la mitad de ellos echado en la cama por decisión propia. En Madrid, rodeado del cariño de muchos españoles y latinoamericanos, volvió a escribir. Su última novela, Cuando ya no importe (Alfaguara), aparece un año antes de su muerte.

Los nuevos lectores

Las versiones varían pero, en cualquier caso, la de Onetti no es una obra corta. Escribió probablemente once novelas, 47 relatos, 116 ensayos y tres poemas. A los diez años de su muerte, mantiene lectores en todas las lenguas. Son por cierto lectores minoritarios, pero pertenecen a un culto secreto (conozco a dos que piensan que es el mejor escritor latinoamericano). Una rápida ojeada a Internet permite ver que hay una treintena de páginas Web dedicadas principalmente a su vida y obra, entre ellas una página oficial que presenta su foto girando en un carrusel con un fondo de música porteña. La red “Sololiteratura” se anuncia como la más amplia página de Onetti en España. Borris Mayer anuncia el “Onetti Website. El original” con muchos enlaces y noticias (acusa a algunos otros de haberse apropiado de su idea). “Onettinet” se promueve como la primera página flash de Onetti. Por otro lado siguen apareciendo libros sobre su obra. El último de ellos —el interesantísimo Onetti / La fundación imaginada de Roberto Ferro— apareció en enero de este año. Hay estudios canónicos como los de Josefina Ludmer y Omar Prego con María Angélica Petit. Onetti también inspiró a artistas de otros géneros. Silvia Varela dibujó “El Onettion” y Diego Legrand en 1998 compuso su pieza musical El pozo. Uno de sus grandes continuadores es sin duda Antonio Muñoz Molina, cuya estupenda novela El invierno en Lisboa asimiló las lecciones de Onetti. Ese bar oscuro, con música de jazz, de personajes como Floro Bloom y Biralbo, dialoga tanto con Onetti como con Muñoz Molina.

En los años setenta, viviendo en Madrid, descubrí un cuento suyo que no conocía. Entre los saldos de un local de El Corte Inglés había un libro delgado de tapas negras, una antología del cuento hispanoamericano. Uno de los relatos era de Onetti. Se llamaba “La total liberación”, la historia de una mujer que le confiesa una infidelidad a su pareja. “La total liberación” es uno de los cuentos más originales que he leído en mi vida y no he vuelto a verlo publicado. He empezado a dudar que sea suyo.

¿Cuál es su legado? Onetti ha contribuido definitivamente a la narración en español con la creación de una atmósfera. Hoy nadie podría describir un cuarto cerrado de uno o varios hombres fumando, hablando en voz baja con una mujer de rostro y cuerpo desgastados, sin recordarlo. Podemos seguir leyendo con el mismo placer un puñado de novelas —La vida breve, El astillero, Juntacadáveres y Los adioses—, y por lo menos cinco cuentos: “La cara de la desgracia”, “El infierno tan temido”, “Un sueño realizado”, “Bienvenido, Bob” y “Jacob y el otro”. De éstos, creo que La vida breve es una de las grandes novelas modernas en lengua española, mientras que “Bienvenido, Bob” y “Jacob y el otro” son piezas perfectas, lo que vulgarmente conocemos como obras maestras.

La “solitaria delincuencia”

Onetti es un explorador del fracaso esencial de toda vida humana. Para sus personajes, el fracaso y la sensación del fracaso nos aguardan tarde o temprano como “un salteador en un camino” (lo dice Junta en Juntacadáveres). Su sentido del naufragio al que está predestinado todo ser humano en su ciclo natural se cumple, según Junta, “al margen de cualquier circunstancia imaginable”. En sus personajes, el escepticismo es una actitud natural e instintiva. Si la juventud es una grosera embriaguez de poder y optimismo, la realidad de la adultez es una sucesión de “moldes vacíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia” (Juan María Brausen en La vida breve). Un viejo no es alguien que alguna vez fue joven sino un ser distinto, desterrado para siempre del país de la juventud. La vejez es un estado espiritual de corrupción, el verdadero estado. Si hombres y mujeres estamos condenados a vivir el uno con el otro, es porque “todos somos inmundos y la inmundicia que traemos desde el nacimiento, hombres y mujeres, se multiplica por la inmundicia del otro…” (Marcos en Juntacadáveres). Los personajes son esencialmente solitarios observadores y obsesivos, capaces sólo de la búsqueda de una utopía privada (como el prostíbulo perfecto que busca hacer Larsen). Sus personajes no son derrotados ni triunfantes, sino lúcidos autopostergados del “festín de la vida”. Esa condición tiene también su color: “Reconoció ese tono exacto de gris que sólo los miserables pueden distinguir en un cielo de lluvia”, se dice de Larsen en El astillero. Los personajes han aceptado esta situación y, como Larsen, están “gozándose en su solitaria delincuencia”.

En sus obras los seres humanos no están atados por el amor, la solidaridad, la compasión, sino por el desprecio, la vergüenza, el miedo y el odio (“el principio de odio y el fundamental desprecio que me ataban a ella, a su voracidad y a su bajeza”, dice el narrador de Queca en La vida breve). El Príncipe Orsini está (“condenado a cuidar, mentir y aburrirse como una niñera…”) atado a Jacobo. Los personajes de Onetti se encuentran paralizados por esa “soñolienta sonrisa” de Gertrudis en La vida breve, la sonrisa irónica que refleja la sabiduría de los escépticos.

Pero este universo oscuro está en permanente estado de tensión. Onetti sume a sus personajes en los extremos de la conciencia. Su sistema está basado en integrar en una sola experiencia las emociones más radicales y contradictorias: la felicidad y el asco, el amor y la vergüenza, el odio y la ternura. Así, en Juntacadáveres, Junta “oscila entre la piedad y el asco” mientras mira el cadáver “inmundo, gordo, corto, con manchas de sueño y de pintura en la cara colgante y aporreada”. Lo mismo ocurre en El astillero cuando la mujer frente a Larsen se muestra: “la cara humedecida por la lluvia resplandecía, apaciguada en la neblina”. En El astillero, Díaz Grey está “acostumbrado ya al aburrimiento y a la vergüenza de ser feliz”. Larsen se refiere a la “grosería de la esperanza”.

Estas contradicciones forman un sistema de tensiones. El humo es el aire que respiran estos personajes oscuros. Los cigarrillos están “encajados” en los cuerpos como ocurre con Junta. Todos fuman empezando por el Eladio Lancero de El pozo (1939) y terminando por el mismo Onetti, un fumador empedernido que en sus mejores tiempos terminaba varias cajetillas diarias. La oscuridad de los cuartos y los cafés es su espacio natural.

Los personajes de Onetti están convencidos de que la inacción es una actitud mucho más sabia que cualquier forma de acción y por lo tanto de fe. Su obra prologa en |cierto modo la de ese otro gran desencantado de la literatura uruguaya que fue Felisberto Hernández.

El gran sueño

Sin embargo, la lección de La vida breve es que uno puede “vivir muchas veces, muchas vidas más o menos largas”. En estos mismos personajes oscuros aparece como una luz su tendencia al sueño, a la idealización. Los personajes se saben solitarios y postergados pero encuentran un refugio feroz en su conciencia. “El posible Baldi” llena de falsas leyendas a una transeúnte precisamente para ocultar y revelar una vida anónima. Eladio Lancero recuerda a la incorrupta Ana María en El pozo. En “Un sueño realizado” una mujer le paga a un empresario de teatro para que escenifique su sueño. En “Ejsberg en la costa”, la mujer va todos los días al puerto a ver partir a los barcos a la tierra que ella dejó mucho antes. Pero uno no sueña con impunidad. El precio que estos personajes (generalmente mujeres) deben pagar para acceder a la liberación del sueño es la muerte (la mujer de “Un sueño realizado”) o la locura (Moncha en “La novia robada”).

Una soledad en llamas

Los personajes circulan alrededor de sí mismos. Uno de los procedimientos más comunes de Onetti es conferirle autoridad al punto de vista de un narrador que es además protagonista o testigo directo de la historia. Es un narrador ferozmente subjetivo con una enorme amplitud en su conciencia que le permite desarrollar largos monólogos. El énfasis de sus libros no está puesto en los eventos de la trama sino en las reverberaciones de éstos en la conciencia del narrador.

La premisa de sus personajes es la soledad. Los protagonistas nunca tienen amigos. Sufren la enfermedad de los solitarios, la obsesión. El cuento es precisamente el resultado de su escepticismo frente a la comunicación. El solitario es, antes que nada, un escéptico.

Esta soledad fabricada por monólogos nos da la sensación de que sus narraciones nunca buscan imponerse. Son relatos que no le hablan a nadie. No aparece nunca en ellos la artificialidad de la pirotecnia, la debilidad frente al lector. Muñoz Molina ha escrito con razón en el prólogo a los Cuentos completos (Alfaguara) que con sus cuentos “sentimos que estamos asistiendo, con impudor, por milagro, a una narración que existiría igual si no la conociera o la escuchara nadie”.

Onetti enfatiza la soledad de sus personajes con un recurso técnico: los diálogos indirectos. Sus personajes escuchan las frases ajenas a la distancia: “A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés en los ojos”. El narrador de “Ejsberg en la costa” sigue a la distancia la historia de Kirsten y Montes, que estaban “de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar”.

La soledad es un espacio infinito, el único en el que puede crecer y desarrollarse, en el que puede existir la literatura. Hoy, en tiempos de fundamentalismos y fanatismos por todos lados, el escepticismo de Onetti es una virtud rara y preciosa. Su obra —una exploración de los sueños en el subsuelo— forma parte de nuestro tesoro, una gema en la oscuridad.

El rostro

Una foto de Onetti joven (en la edición de Aguilar) lo muestra con los ojos recién escapados a la cámara, un distraído con la atención oblicua en un punto desconocido. Son ojos enormes en los que hay un brillo seco, vuelto hacia dentro, un gesto crispado y angular, el eterno costado de los ojos, resaltado por la dureza de los labios. Los anteojos le atraviesan la nariz y se pierden en el pelo como un aparato de tortura que él está soportando con estoicismo, casi con alegría. Una frente ancha, abierta sobre una cabellera disciplinada, le da una consistencia maciza al rostro, la densidad de una vida vivida hacia dentro. El tranquilo desprecio que refleja por la cámara no viene de un rencor programado para exhibirse, al grosero estilo de Bukowski, sino de una especie fundamental de la tristeza, una tierna indiferencia sorprendida en su silencio. El silencio original de un escritor. ~

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(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).


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