Josef Sudek y Jaroslav Seifert: una ventana en Praga

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Se expone durante estos días (y hasta el 17 de mayo) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid una maravillosa antológica de Josef Sudek que reúne ejemplos de algunos de sus mejores proyectos fotográficos –Praga Panorámica (1959), La ventana de mi estudio (1040-1954), Un paseo por mi jardín (1957) entre ellos– comisariada por Juan Manuel Bonet y Jan Mlcoch, testimonio de su larga amistad juvenil con quien luego llegaría a convertirse en premio Nobel de Literatura, Jaroslav Seifert. Una amistad que el propio Seifert relataría luego en sus memorias Toda la belleza del mundo como si de una fotografía del propio Sudek se tratara; la ciudad, casi siempre al anochecer o al atardecer, los blancos del día de las calles desiertas o de los parques, la ventana llovida del estudio, como si sobre el rostro del fotógrafo hubiera una de esas nieblas blancas que tanto le gustaba retratar. El proyecto de Praga Panorámica, para el que la editorial había dado a Sudek dos meses, y para el que había contestado tranquilamente que tardaría dos años, iría acompañado por textos de su joven amigo Jaroslav.

Sudek ya era en realidad todo un personaje, parte del mobiliario indiscutible de la ciudad de Praga. Retratado por unos como un extraño Diógenes, por otros como un solitario o por un analfabeto, era uno de esos personajes casi literarios cuya sensibilidad les hace deslizar hacia el malentendido permanente de la hosquedad. Seifert le retrata con la sorpresa que debía de producir en una primera impresión: “Sudek clavaba su trípode en la arena del sendero, se quedaba un instante mirando alrededor y luego trasladaba hasta dos y tres veces el aparato de sitio. Todo ello con la mano izquierda. En el costado derecho de su abrigo ondeaba una manga vacía. La Primera Guerra Mundial le llevó un trozo de hombro y el brazo derecho. No hablaba de eso nunca. Cuando se alistó en el ejército era bibliotecario diplomado. Cuando regresó no era nada. Para salir del apuro estudió fotografía y se enamoró de aquel oficio. Para disponer del aparato se ayudaba de los dientes. Sostenía con la boca un trozo de tela oscura y con su melena despeinada parecía un león llevándose un trozo de carne a la boca. Solía decir que el mundo era un gigantesco baile de máscaras y que él, indolente, paseaba por él disfrazado de mendigo. Cuando alguien se lo reprochaba, por mucha delicadeza con que lo hiciera, se enfadaba mortalmente. Quizás con razón”.

La cámara de la que habla Seifert y con la que hizo la mayoría de sus fotografías era una panorámica Kodak de 1894. Era un mamotreto grande e incómodo, pero era su mamotreto y lo amaba, entre otras cosas porque era dos años mayor que él. El hecho de que con un solo brazo se las apañara para transportarla por la ciudad es ya motivo de no poco asombro, pero desde luego que la transportaba, y muchas de las mejores de aquellas fotografías fueron tomadas incluso de noche, después de saltar vayas de cementerios, como las fotografías desde el interior del cementerio de la Mala Strana que pueden verse en esta exposición. Praga resplandece en las fotografías de Sudek con toda su fastuosa belleza, henchida de luz primaveral, o bajo la pesantez de los mantos de nieve. Desde los prados en flor de los huertos de Strahov y del seminario hasta las calles de la Mala Strana, la ciudad se despliega como un escenario mudo, apenas sin gente, en que tal vez revolotea una bandada de palomas grises. “¿Dónde está hoy aquel hielo? –se pregunta Seifert– ¿Dónde estará aquella dulce chica con sus botines de piel de conejo? ¿Dónde está también aquel espléndido puente que se alzaba sobre el río y en su mitad se balanceaba ligeramente, como una muchacha que se dispone a bailar?” En su libro sobre Praga, John Banville utiliza –para explicar la naturaleza de la mirada de Sudek sobre su ciudad– aquella carta que el incisivo Henry James escribió como reprimenda al ignorante H. G. Wells; “El arte hace la vida, hace el interés, hace la importancia”, es la obra de arte la que señala “bellamente” los asuntos esenciales, los momentos decisivos, en el flujo desordenado que es la vida real, son, trasladando las distancias, las fotografías de Sudek las que inventan la ciudad de Praga, según la un poco altisonante, pero no menos cierta, apreciación de Henry James.

La otra parte de la exposición la componen las fotografías recogidas bajo el título La ventana de mi estudio, y Un paseo por mi jardín. La razón histórica de semejantes proyectos es muy clara; tras la ocupación nazi, caminar por la ciudad con una cámara al hombro era algo más que sospechoso y podía suponer un encarcelamiento inmediato. Sudek se recluye entonces en su estudio y comienza a fotografiar su propia casa; convertida ahora en proyecto, dando a luz unas fotografías inquietantes como extraños bodegones. Seifert describía así aquella casa-estudio en la que Sudek vivía recluido con su hermana: “La casa estaba llena a rebosar de una multitud de trastos. Por la noche, cuando abrían las dos camas plegables, el cuarto se transformaba en un dormitorio que era como para ponerse a llorar. La hermana de Sudek miraba todo aquello con una calma envidiable. Era consciente de que cualquier intervención en nombre del orden y la limpieza habría estropeado la armonía. Sudek, por su parte, se orientaba con precisión en medio de aquel desorden singular, de todos aquellos chismes y trastos. El singular desorden de las cosas era tan pintoresco, tan insuperablemente insuperable, que se aproximaba a una obra artística extremadamente refinada. La ventana del estudio daba a un diminuto huerto en el que no había nada; un par de arbustos y un árbol retorcido. Pero en la ventana que daba a aquel lastimero trozo de naturaleza surgieron algunas de las más hermosas fotografías de Sudek. Imágenes de una luminosidad excepcional, llenas de embrujo poético y de una belleza cautivadora”.

Las fotografías de las ventanas empañadas o recién llovidas del estudio de Sudek, y que en cierta medida podrían haber sido tomadas casi literalmente en cualquier parte, resultan sin embargo de una concreción conmovedora. Aquella ventana que podría ser cualquier ventana, y que es gracias a ello, todas las ventanas, es singular e indudablemente la ventana de un fotógrafo checo, tullido, con aspecto de vagabundo, algo hosco, amante maniático de la música. Igual que ese jardín pequeño y miserable es todos los jardines, y a la vez el jardín –y sólo– de Sudek. Esas aglomeraciones de papeles en las estanterías, libros sobre libros, velas, discos, imágenes de santos, tazas de café podrían haber sido diseñadas –si no hubiesen sido un estudio real– por un gran artista, la luz entra en ella como si también por un instante la vida hubiese quedado en suspenso. Se añaden a estas varias fotografías de casas ajenas, las del despacho del señor mago y las de la escalera de la casa del arquitecto Otto Rothmayer, pero las más emocionantes de entre esa nómina son quizá las dos correspondientes al estudio titulado Un paseo por el jardín de la casa del escultor. Dos vistas desde el exterior hacia una casa que en su interior parece fantasmagórica, en la que hacen irrupción figuras escultóricas, la cabeza inmóvil de una mujer, o el cuerpo diminuto de una niña que se lleva las manos al rostro.

Como asegura Bernard Plossu en su prólogo al catálogo de la exposición, “ninguna de esas fotografías es espectacular, no son ninguna proeza, simplemente una especie de –cómo decirlo– evidencia mágica cercana a la exactitud de los sentimientos en Balzac”. Sudek fotografía por saturación de lo real, obliga a que la mirada se acostumbre a esos objetos casi siempre cotidianos, los empuja hacia adentro para hacerlos salir y espera de nosotros esa misma paciencia. Al final el espectador descubre por sí mismo lo que tal vez en James le había parecido altisonante; es de verdad el arte el que hace la vida, el interés y la importancia. ~

 

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