J. G. Ballard. El telescopio invertido

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En 1949, mientras los escritores de ciencia ficción desvían la mirada de un planeta surcado por las cicatrices de la guerra y la alzan al espacio exterior en pos de civilizaciones menos partidarias de la autodestrucción, James Graham Ballard lleva a cabo un curioso experimento en la sala de disección de King’s College, Cambridge. En ese extraño recinto “de techo bajo, a medio camino entre un club nocturno y un matadero”, acompañado por el recuerdo del conejo que desolló e hirvió al final de su estancia de tres años en la Leys School –el internado que entre 1923 y 1927 acogió a Malcolm Lowry, otro gran iconoclasta de la literatura–, el estudiante de medicina de diecinueve años aprovecha sus clases de anatomía para empezar a construir un telescopio mental con el que enfocará no las estrellas sino, primero que nada, el interior de los cadáveres de doctores que se rinden a su bisturí: “En cierto modo –confiesa en Milagros de vida (2008), su conmovedor testamento autobiográfico–, estaba realizando mi propia autopsia de todos los chinos muertos que había visto tirados al borde de la carretera cuando iba al colegio [en Shangai]. Estaba efectuando una especie de investigación emocional e incluso moral de mi pasado, al tiempo que descubría el vasto y misterioso mundo del cuerpo humano.” En 1954, dejándose guiar por la aviación, una de sus más fieles obsesiones que lo conducirá a avecindarse en Shepperton –el poblado cercano al aeropuerto de Heathrow donde radicará de 1960 hasta su deceso en 2009– y a bautizar uno de sus catorce libros de relatos como Aparato de vuelo rasante (1976), Ballard decide alistarse en las Fuerzas Aéreas británicas y viaja a la base de instrucción en Moose Jaw, en la provincia canadiense de Saskatchewan, una tierra de nadie en la que sin embargo tiene una epifanía similar a la que vivió en la sala de disección de King’s College. Gracias a revistas como Astounding Science Fiction, Fantasy & Science Fiction y Galaxy, localizadas en las estanterías de ese “pueblo sin porvenir”, reconoce las riquezas y limitaciones del género que luego describirá como el único “suficientemente dotado para convertirse en la literatura del futuro”, y sobre el que instala el telescopio que terminará de ensamblar a lo largo de su obra: “Interiorizaría la ciencia ficción, buscando la patología que subyacía bajo la sociedad de consumo, el panorama televisivo y la carrera de armamento nuclear, un enorme continente intacto de posibilidades ficcionales.” En 1962, seis años después de publicar su primer cuento (“Prima belladonna”) y de ver la exposición que lo marcó para siempre (This is Tomorrow); un año después de debutar como novelista con El viento de la nada (1961) y uno antes de enfrentar la pérdida de Mary Matthews –su esposa desde 1955– debido a una neumonía contraída en unas vacaciones familiares en Alicante, Ballard escribe un texto para la revista New Worlds donde da las coordenadas que su telescopio examinará durante casi cinco décadas de trabajo ininterrumpido:

Los mayores avances del futuro inmediato ocurrirán no en la luna o en Marte sino en la Tierra, y es el espacio interior y no exterior el que necesita ser inspeccionado. El único planeta verdaderamente extraño es el nuestro […] Quiero ver que la ciencia ficción se vuelva abstracta y atrevida, ideando situaciones nuevas y contextos que ilustren los temas de manera oblicua […] Quiero ver […] más de los mundos sombríos que uno atisba en los cuadros pintados por esquizofrénicos, que por lo general constituyen una poesía especulativa y una fantasía científica […] El primer relato auténtico de ciencia ficción, que yo mismo pretendo escribir si nadie más lo hace, gira en torno de un hombre amnésico que yace en una playa observando una rueda oxidada de bicicleta, tratando de establecer cuál es la relación entre ambos.

 

En los elementos enumerados –hombre, rueda de bicicleta, playa– no es difícil oír un eco del trío estipulado por Lautréamont –paraguas, máquina de coser, mesa de disección– que integra una de las nociones precursoras del surrealismo, la corriente que caló más hondo en Ballard desde aquellos dibujos preparatorios, basados en los prerrafaelitas y Aubrey Beardsley, que aderezaban los libros leídos en el Shangai de la infancia: “Di el nombre de ‘espacio interior’ –señala el autor en el prólogo de Crash (1973), una de sus novelas emblemáticas, llevada al cine por David Cronenberg en 1996– al nuevo territorio que yo deseaba explorar: ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo, en los cuadros de los surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la mente se encuentran y se funden.” El paraguas y la máquina de coser, que algunos interpretan como el binomio masculino-femenino, se transforman así en la metáfora de dos orbes supuestamente antitéticos (exterior e interior) que Ballard puso en una mesa de disección traída de su juventud para revelar los vasos comunicantes que André Breton abordó en su ensayo de 1932. No es gratuito, por tanto, que una de las últimas fotografías de Ballard lo capte junto a Femme dans une grotte, de Paul Delvaux, uno de sus artistas preferidos. Tampoco es gratuito que en las portadas de las ediciones españolas de varios de sus libros esté presente el surrealismo: L’écho (ou le mystère de la route), de Delvaux, en El día eterno (1967), colección de cuentos donde se cita este óleo; una obra de Max Ernst en Zona de catástrofe (1967) y un fragmento de Sans Titre, de Yves Tanguy, en Vermilion Sands (1971). Ballard siempre creyó –y con razón– que entre arte y escritura existe una alianza secreta que para él se comenzó a perfilar en las excursiones a la National Gallery, durante su estancia de un año (1951-1952) en el Queen Mary College de Londres, y se materializó en su visita a This is Tomorrow, la exposición de 1956 que lo obligó a concluir: “La ciencia ficción […] era una máquina visionaria […] propulsada por un exótico combustible literario tan abundante y peligroso como el que impulsaba a los surrealistas.”

Ese combustible empieza a surtir efecto en los años sesenta y setenta, cuando Ballard –instalado en la viudez a partir de 1963– vuelve a invertir su telescopio y en lugar de apuntarlo hacia fuera, a la palpitante vida cultural londinense, lo apunta hacia dentro, a su obra y a la gozosa convivencia con sus tres hijos (Jim, Fay y Beatrice). En esta época, además de conocer a la que será su compañera en las siguientes cuatro décadas (Claire Walsh), el autor echa mano del bagaje científico –“literatura invisible”, lo llamará después– que le legó su labor en la revista Chemistry & Industry y reemprende, en la mesa de disección de la narrativa, la autopsia iniciada en King’s College: un proceso que le permite profundizar no sólo en su obsesión clínica por el cuerpo humano, que derivará en un interés por la pornografía patente sobre todo en La exhibición de atrocidades (1970) y Crash, sino en su niñez y pubertad transcurridas en el Shangai de la guerra y marcadas a fuego por la reclusión en el campo de Lunghua entre marzo de 1943 y agosto de 1945. De sus experiencias en la ciudad china se desprenden “las piscinas vacías, los hoteles y clubes nocturnos abandonados, las pistas de aterrizaje desiertas y los ríos desbordados” que pueblan sus novelas y relatos, pero asimismo las “urbanizaciones residenciales bien protegidas [que] constituían unos campos de internamiento ideales” y que mutan en los nuevos falansterios: comunidades autosuficientes, regidas por códigos propios, donde se gesta la entropía social y entre las que destacan el edificio de Rascacielos (1975), la Aldea Pangbourne de Locura desenfrenada (1988), el resort Estrella de Mar de Noches de cocaína (1996), el parque industrial Edén-Olimpia de Super-Cannes (2000), el barrio Chelsea Marina de Milenio negro (2003) y el centro comercial de Bienvenidos a Metro-Centre (2006). Estos paraísos artificiales se someten al reinado de una estirpe –la del líder mesiánico, fundada por el Vaughan de Crash– en la que se cifra parte de la subversión ballardiana, y cuyo origen histórico se remonta a “las tendencias patológicas de la mente europea que [impulsaron] a Hitler al poder”. Con los pies firmes no en el ensueño futurista sino en el pasado y en un presente cada vez más centrífugo, trocado su apellido en adjetivo al igual que el de su admirado Kafka –el término “ballardiano” figura ya en el Collins English Dictionary–, J.G. Ballard orientó su telescopio al espacio interior para demostrar que las psicopatologías contemporáneas son tan insólitas y fulgurantes como las estrellas que saturan la bóveda celeste.

 

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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