Isabel cantaba

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Hace veinticinco años, cuando murió a los cincuenta y cinco, Jorge Ibargüengoitia, que hoy cumpliría ochenta, estaba escribiendo una narración y una novela. Ignoraba aún si la narración, titulada “Los papeles de Amaral”, llegaría a novela o a guión cinematográfico (Letras Libres publicó el proyecto en su número 59, noviembre de 2003). Más adelantada, la novela cambiaba de nombre mientras Jorge iba encontrando la trama y la temperatura de la historia. Primero se llama “La vida imaginada”, “De lejos”, “Vista de lejos”, “Fin de un affaire”, “Así era” y “Figuras en la distancia”; más tarde, “Isabel cantaba”. En la evocación que hizo de su marido (“Llevaba el sol adentro”, Vuelta, 100, marzo de 1985), la pintora Joy Laville dice que al final había cambiado nuevamente de título y se llamaba “Los amigos”.

Ibargüengoitia decía escribir narrativa con “dos tendencias”: “Hay una parte de mí que quisiera contar mi vida –como La ley de Herodes (1967) o Estas ruinas que ves (1974)–, y hay otra que quisiera contar cosas que no tienen nada que ver con mi vida –como Los relámpagos de agosto (1964) o Las muertas (1977)”.1 Este inédito, “Isabel cantaba”, pertenece a la primera categoría. En otra parte, agrega que las narraciones autobiográficas están hechas con una escritura “más íntima, generalmente humorística, a veces sexual”.2 Imposible decidir cuál de las dos tendencias es mejor: ambas suponen confirmar que su gracia rabiosa es insuperable, así como su habilidad para encontrarle el lado ridículo a todo, su pericia para convertir cualquier situación en un tramado perfecto de acidez e ingenio, el don para mirar a los seres más conmovedores o abominables con la mezcla exacta de canallez y compasión.

En su evocación, Joy cuenta que Jorge “siempre acompañaba su trabajo en las novelas con un cuaderno de reflexiones sobre el desarrollo de la trama y sus personajes” y que “disfrutaba enormemente el largo proceso de escribir y reescribir sus libros”. Los cuadernos de “Los amigos” evidencian ese disfrute. Son deliciosos, una suerte de recetario cuyas fórmulas e ingredientes prometen un guiso formidable. Es muy divertido observar cómo pesca una madeja y la deshila, conjeturando personajes y acciones, temperaturas, lugares, nombres. Merecerían ser publicados, además, porque obviamente arrojan luz pertinente sobre la forma en que, con laboriosa simplicidad, trabajaban su imaginación y su sentido narrativo.

Se desprende de esos cuadernos que “Los amigos” comenzó como un proyecto que iba a contar, entre el relato y la autobiografía, la historia sentimental y profesional de un grupo de amigos, así como de la forma en que más o menos se subliman o se echan a perder (o a ganar). Aunque la novela iba a cubrir treinta años en la historia de ese grupo, el nudo más tirante de la acción se ubicaría entre 1956 y 1961. Habría desde luego evocaciones hacia la infancia de los personajes y anticipos de su futuro, pues la historia estaría evocativamente contada en 1982 por un personaje que regresa a México luego de años de autoexilio. (Los aficionados a Ibargüengoitia recordarán que había huido de México con Joy en 1975, luego de una racha de sinsabores que culminó cuando vio, durante una caminata, a dos coyotes –que son el emblema de Coyoacán– encerrados en una jaula apestosa afuera de la Casa de la Cultura de Coyoacán.)

El grupo de amigos (uno de ellos muy parecido a Jorge, el dramaturgo y antiguo estudiante de ingeniería Pablo Escarpia) gira alrededor de una figura desquiciante, la enigmática actriz Isabel Aparicio. La novela elaboraría un vasto cuadro de costumbres nutrido con las peripecias de esos personajes en varios ámbitos: el “intelectual”, el del cine y el de la política –que en el México de los cincuenta y sesenta es sin duda una de las grandes épocas de oro de la vesania–. Poco a poco se entreveran un secuestro, un asesinato, un suicidio y algunos infartos que le proporcionarían una tensión próxima a la novela negra, al estilo de Dos crímenes (1979), pero en la capital y entre “gente de mundo”.

Más en detalle, “Los amigos” emparentaría con el tono que tienen los cuentos de La ley de Herodes en general y, en particular, con “La mujer que no” –que es la historia de una mujer que, en efecto, nomás no–, y con “El episodio cinematográfico”, la historia de un escritor y dramaturgo que escribe, con pésima fortuna, guiones cinematográficos para directores y productores notablemente desprovistos de gusto y escrúpulos. Otro texto muy presente (tanto en este capítulo de “Los amigos” como en “Los papeles de Amaral”) es una breve pieza de teatro que Jorge escribió por 1956, El loco amor viene: un falso cuento de hadas sobre los impulsos inescrutables que conducen a ciertas damas a cometer adulterio y a urdir con sus amantes cómo matar a su marido.

Se conservaron de “Los amigos” un centenar de páginas de notas manuscritas llenas de diagramas, cálculos e hipótesis narrativas que no dejan de ser, como dice Jorge, el “boceto de un boceto”.

También se conservaron las veintitrés cuartillas tituladas “Isabel cantaba”, ya a máquina, que sería quizás el primer capítulo, pero que no deja de ser un borrador. A diferencia de todo lo que se conjetura en los cuadernos, en este ensayo el narrador en primera persona ya no es el personaje que esconde a Jorge, sino un sinuoso director de cine que se llama Paco Matarrubia. Los cuadernos están fechados de julio de 1981 al 14 de octubre de 1983, pero este fragmento carece de fecha. En marzo de 1985, en las páginas del número de Vuelta en parte dedicado a Jorge, aparecieron las últimas cuatro páginas del texto con el título “Los amigos”. Hoy aparece completo. ~

Guillermo Sheridan

Isabel cantaba. Tenía buena voz pero lo importante es que cuando cogía una guitarra se transformaba: establecía con el instrumento una intimidad que atraía a los que la observaban. Isabel decía que “se entregaba” al cantar. Es posible: que ella se entregara y que los que la veíamos la imagináramos entregándose a cada uno con el mismo abandono que a la guitarra.

La conocí en un día de campo al que Pablo Escarpia me invitó porque quería presentarme a una actriz amiga suya, dijo. Después de la comida Isabel cogió la guitarra, se sentó en unas piedras, cantó “Quiero volver” y yo me enamoré de ella. Sentí que tenía que inventar algo para verla otra vez.

–Voy a hacerte una estrella –le dije. 

La cité en los estudios para hacerle una prueba. Isabel era actriz de teatro y su ambición era entonces hacer el papel de Medea. Quería decir ante la cámara una parte del soliloquio, yo mandé al utilero por una guitarra y la hice cantar “Quiero volver”. Lo hizo con tanta pasión que cuando dije “corte” los manuales aplaudieron. Cuando vi la prueba en la pantalla me emocioné casi tanto como en el día de campo.

En este punto interviene el destino: Rotonda L’Aiglon rechazó el papel que tenía en El ogro dos días antes de que empezáramos a filmar. Provocó una situación que parecía desesperada, porque en ese momento no había en México una actriz conocida, buena o mala, que no estuviera filmando y Carlos Belfonte, el actor principal, tenía que comenzar otra película al cabo de tres semanas. Gregorio Spada, el productor, no hallaba qué hacer, gracias a eso logré que viera la prueba de Isabel. No aplaudió como los manuales –a Gregorio no le gustan las mujeres– pero dijo:

–Ponla mañana a hacer el papel, a ver si puede con él. 

Al día siguiente Isabel estaba nerviosa, pero yo le di órdenes precisas:

–Estás tratando de descubrir el motivo del suicidio de tu padre, atraviesas al cuarto y vienes a pararte frente a la ventana. 

Desde entonces tenía un andar admirable. Filmarla era como seguir con la cámara a una pantera. Carlos Belfonte quedó favorablemente impresionado.

–Tiene madera de actriz –me dijo, mirando las nalgas de Isabel. 

Al día siguiente Gregorio aceptó darle el papel, Isabel estaba feliz, fue a mi despacho a darme las gracias y me besó. Yo traté de hacer el amor con ella allí mismo, pero se resistió.

–No puedo –me dijo. 

–Vamos a otro lado. 

–No insistas –me pidió– porque tendría que rechazar el papel. 

–¿Por qué no? –pregunté. 

–Amo a Ricardo. 

Era el marido. Yo lo había conocido en el día de campo: “soy un hombre de negocios”, había dicho; le decía a su mujer “querida”. Miré a Isabel a los ojos y dije para mis adentros:

–Antes de tres semanas voy a tenerte en la cama. 

Modificamos el papel de El ogro para meter una canción a fuerzas. Durante la filmación los manuales se peleaban por llevar la silla de Isabel. Gregorio observaba.

–¿Te has dado cuenta, Paquito –me dijo un día–, que la mitad del personal quisiera irse a la cama con la primera actriz? 

No supe qué contestar. Gregorio siguió hablando:

–Es señal de que la película va a gustar al público. –Y fue a una mesa que estaba allí cerca a tocar madera. 

No me importaba que otros tuvieran las mismas intenciones que yo, porque era el director y estaba en primer lugar. Cuando filmábamos ponía atención a Isabel, pero la trataba con brusquedad. Un día le dije, por ejemplo:

–No abras tanto la boca cuando dices “te amo” porque se te ve hasta la campanilla. 

Carlos Belfonte me reprochó:

–Eres muy grosero con ella. 

En otra ocasión dije a Isabel:

–Te peinas como María Félix. ¿Por qué no te restiras el pelo y nos dejas ver tu cara tal como es y no en medio de esa aureola ridícula? 

Isabel se quedó sin aliento pero cambió de peinado. Hizo bien: ahora las mujeres se peinan como Isabel Aparicio y esto ocurrió gracias a mí.

Mi despotismo nomás duraba ocho horas, al terminar el trabajo los papeles se trastocaban. Yo le decía:

–¿Quieres que te lleve a tu casa? 

Y ella me contestaba:

–Gracias, pero Ricardo me está esperando. 

Ricardo estaba en el estacionamiento, sentado adentro del coche, un Studebaker azul, de aquellos que parecían mariposas.

Era tiempo de lluvias, Isabel iba a encontrarlo corriendo, cubriéndose con el libreto.

Isabel tenía buen carácter. Nunca habíamos hecho una película en que la primera actriz causara menos problemas; no tuvo pleitos ni con la maquillista, cosa notable. Gregorio estaba contento.

–Si El ogro no es un desastre –me dijo– contrato a Isabel por tres años.

Supimos que no iba a ser un desastre el día del estreno: Isabel acabó cantando “Quiero volver” en la rueda de prensa. Carlos Belfonte se molestó un poco y se fue a su casa temprano. Gregorio invitó a los demás a su departamento. Cuando entré en el salón, él estaba tocando “Blue Moon”, una de las tres piezas que sabe, Isabel estaba de espaldas a mí, apoyada en el piano. Sentí de pronto una ternura muy grande y fui directamente hacia ella, estuve a punto de acariciarla pero no me atreví, me acerqué hasta sentir el calor de su cuerpo. Cuando comprendió que había alguien atrás se dio la vuelta y al verme su rostro se transformó, sonrió y me tomó de ambas manos.

–Todo lo que ha pasado –me dijo– te lo debo a ti. No sé qué hacer para agradecerte. 

Yo sí sabía pero no se lo dije. Su gesto y la frase me habían conmovido. Contesté con una voz extraña:

–Yo soy el agradecido. 

Isabel estuvo conmigo esa noche: bailó conmigo, cantó para mí, rio de lo que yo decía y bebió lo que yo le serví. Esto duró hasta que se oyó una voz que decía:

–Querida, son las dos de la mañana. 

Era Ricardo el que hablaba: estaba parado en el vestíbulo con el abrigo de ella.

–Quédate –dije a Isabel, que estaba a mi lado. 

–No puedo –me dijo– porque Ricardo tiene una cita importante mañana temprano. 

La miré extrañado.

–Déjalo que se vaya –dije. 

Me miró un momento antes de decir:

–No me entiendes. Ricardo me necesita y yo tengo que estar con él. 

Y se fue de la fiesta sin ganas porque le hacía falta a su marido y tenía que estar con él. Un rato antes, en la reunión, Ricardo nos había puesto el problema del lobo y el pastor con las ovejas que tiene que cruzar un río en una lancha en la que nomás caben tres. Como a nadie le interesó ni intentó resolverlo, Ricardo explicó la solución con cerillos sobre una mesa.

Esa noche cambió algo en mi relación con Isabel, pero no voy a tratar de eso ahora porque lo que me interesa es su carrera.

El éxito de Isabel en El ogro fue mucho mayor de lo que nadie esperaba y Gregorio la contrató para hacer tres películas, luego me llamó a su oficina.

–Yo creo –me dijo– que Isabel es una estrella y que merece una película a su medida. ¿Tú qué opinas? 

Dije que estaba de acuerdo y Gregorio concluyó:

–Entonces dejo el asunto en tus manos, encárgate del resto. 

Se me ocurrió preguntarle a Isabel qué obra le gustaría hacer, creyendo que iba a contestarme “Medea”, pero me contestó otra cosa. Dijo que Pablo Escarpia había escrito una vez una pieza de teatro especialmente para ella. Fui a casa de Pablo y lo obligué a leerme la obra, que afortunadamente era corta.

Aparece una mujer dedicada a las labores domésticas, que dice en un monólogo que espera al marido y está contenta. Llega un caminante cansado y hambriento que se enamora de ella; ella lo invita a comer. Llega después el marido, que es cazador y trae un jabalí a cuestas. Mientras la mujer cuelga la carne el marido y el caminante se conocen y se detestan. Después de la comida tienen un duelo que el cazador, por supuesto, gana. Regresa a la casa cargando al caminante, que está mal herido, y lo pone sobre una mesa. La mujer ayuda al cazador a desvestirse y a acostarse en la cama, porque está fatigado, luego, mientras el marido dormita, prepara y da al herido un brebaje que lo hace revivir. Cuando él abre los ojos, la mujer le hace un signo de que no se mueva. Luego ella va a la cama y se acuesta al lado del marido, que despierta sobresaltado. La mujer lo tranquiliza:

–¿De qué tienes miedo si sabes que eres casi inmortal? La única espada que puede herirte en el mundo está en ese armario y tienes la llave del armario en la bolsa de tu chamarra. 

–Tienes razón –dice el marido y se duerme tranquilamente. 

La mujer apaga la luz. En la penumbra del cuarto el caminante se incorpora, busca la llave, abre el armario, saca la espada, mata al marido, arrastra el cadáver hasta llevarlo afuera de la habitación, luego regresa y se acuesta al lado de la mujer. Hay un oscuro total. Luego amanece, los pajaritos cantan, la mujer despierta, mira al hombre que está junto a ella, se levanta, empieza a arreglar la casa, canta, parece que está contenta.

No puedo decir que me dormí durante la lectura, pero tampoco me di cuenta de que lo que estaba oyendo iba a producir bastantes millones de pesos. Cuando Pablo terminó de leer, le dije para no ofenderlo:

–Si quieres vender esa idea tendrías que adaptarla a un medio de charros. 

Me contestó lo que yo menos esperaba:

–Estoy de acuerdo. 

Y escribió el guión de Arrepentida, la película con que Isabel iba a ganar su primer Ariel.

Cuando rodábamos Arrepentida, Gregorio empezó a preparar la siguiente película: habló con Pablo Escarpia y le pidió que escribiera un guión, Pablo hizo tres y ninguno le gustó a Gregorio, a quien le dio por invitar escritores a comer en el Tampico Club.

–Escríbeme un guión, no seas malo –les decía de sobremesa. 

Un día entré en su oficina y vi que sobre el escritorio había un altero de libretos.

–Pura mierda –me dijo. 

Compró un libro que tiene la sinopsis de mil novelas y empezó a leerlo.

No supe si lo terminó pero no encontró lo que buscaba: una trama para Isabel. El día que terminamos el montaje de Arrepentida Gregorio me dio seis libretos.

–Ya los leí y no me gustaron –me dijo–, pero yo estoy perdiendo el sentido de proporción, quizá estoy desechando algo valioso. Léelos tú, por favor. 

Fui a Acapulco a descansar ocho días y me llevé los libretos, que leí en la terraza del Club de Pesca. Tampoco me gustaron. Cuando regresé a México Gregorio tenía otro altero de guiones que me sirvieron. Luego vino el estreno, que salió bien, Arrepentida nos gustó más que nunca, pero Gregorio no hizo fiesta porque se le metió en la cabeza que iba a ser de mal agüero; acabamos él y yo en el Salón Nereidas, un cabaret con luces color de rosa que estaba en la avenida Hidalgo. Estábamos agotados y habíamos bebido mucho. Yo no esperaba más de aquel día. Entonces Gregorio dijo:

–Vamos a hacer Arrepentida otra vez.

No entendí y me tuvo que explicar. Si Pablo Escarpia había transformado su obra de teatro poético en guión de película de charros, podía transformarla en otro guión si la adaptaba a otro medio. Así nació Una mujer en la bruma, película de ambiente porteño en la que el marido es capitán de barco y el que llega es marinero. El duelo comienza en una mesa de billar y termina en el mástil del barco. El éxito de esta película fue tan grande que hubiera sido locura no repetir la operación. Por eso hicimos La canana, que es la misma trama llevada a tiempos de la revolución.

En ese punto ni Isabel ni Pablo Escarpia ni Gregorio ni yo nos dábamos cuenta de que nos habíamos convertido en parásitos de El loco amor, la obra de teatro poético que Pablo Escarpia escribió especialmente para Isabel y que nunca ha sido representada. Durante quince años vivimos –rodeados de comodidades– de su modesta trama, que fuimos adaptando a todos los medios que se nos ocurrieron.

Isabel fue maestra rural, mestiza yucateca, puta, dama de sociedad, esposa de contrabandista, dama de honor de la emperatriz Carlota…; casada o sometida de alguna manera a un hombre poderoso, encomendero, hacendado, industrial sin escrúpulos, político conservador y afrancesado, dueño de casa de putas, inquisidor, etc., cuando llega un hombre joven y honrado –y generalmente guapo– que es periodista, campesino, guerrillero, príncipe azteca o investigador de la brigada antidrogas, y tiene con el poderoso un duelo que perdería si la mujer no interviniera en su favor durante los últimos diez minutos de la película.

–La ventaja de nuestra trama sobre todas las demás que se han usado en el cine mexicano –explicó Gregorio un día en el Tampico Club– es que presenta a una mujer que es capaz de decidirse. No es como las heroínas de antes, que eran bellas pero indefensas: cuando el marido se iba a la milpa llegaba el patrón y las violaba, o devoradoras que acaban con el reparto masculino antes de que alguien les dé de tiros. Los personajes que representa Isabel, en cambio, son mujeres dueñas de su destino. 

Otra manera de presentar el mismo argumento era decir que Isabel les gustaba a los hombres y el mensaje a las mujeres. El público se iba a su casa contento, pasada la incertidumbre de la acción: la protagonista había cambiado de marido sin dar la impresión de adulterio –generalmente era viuda cuando daba el beso final–, el poderoso había sido castigado y el débil ensalzado. Al año siguiente regresaban al cine a ver otra película de Isabel.

Hay quien me ha preguntado si no me cansé de dirigir dieciocho veces la misma película. Admito que sí, fue cansado, pero no porque fuera la misma, sino porque había que buscar la manera de que nadie se diera cuenta. Por ejemplo, en todas nuestras películas hay un momento que Pablo Escarpia y yo llamábamos “el punto de descubrimiento”. Consiste en que la protagonista abre una puerta o un objeto y descubre algo que cambia el significado de la acción: abre el armario y encuentra el cadáver, abre el cajón y encuentra el revólver, abre el archivero y encuentra el contrato ficticio, abre la escotilla y encuentra el cargamento de esclavos. Siempre ocurre lo mismo pero de manera diferente: esta variedad requiere inventiva. Otro problema que teníamos en todas las películas consistía en escoger el momento adecuado para suspender la acción y darle tiempo a Isabel de cantar una canción, que era obligatoria.

Unas veces resolvimos este problema mejor que otras. Con el gobierno sólo una vez tuvimos dificultades. Fue cuando a Pablo se le ocurrió la idea de una película que iba a llamarse La primera.

La primera es la primera dama, el hombre fuerte es el presidente, el que llega es un joven que va a Los Pinos a dar clase de piano a los hijos de la pareja: en realidad es miembro de una guerrilla y tiene la misión de asesinar al presidente. Logra este fin gracias a que lo ayuda la primera dama, que ha descubierto que su marido engaña a los obreros.

El jefe de la Oficina de Cinematografía nos mandó llamar para decirnos:

–Como es bien sabido en México no existe la censura, por consiguiente lo que voy a decir no es prohibición, sino consejo de amigo. El guión que me han dado a leer es muy interesante y creo que la película sería un éxito, nomás que me late que van a tener dificultades para exhibirla. Yo les aconsejo no hacerla, porque ¿qué caso tiene gastar varios millones en algo que va a quedarse enlatado? 

Gregorio había pagado el guión y no quería perder su dinero. Sugirió varios cambios, ¿qué tal si el marido, en vez de ser presidente, es nomás gobernador de un estado?, etc. Fue inútil. La única fórmula que parecía aceptable al jefe de la oficina era que la acción ocurriera en tiempos de Porfirio Díaz, lo cual no convino a Gregorio, porque el dinero que tenía para hacer la película no alcanzaba para vestuario de época.

Cuando Isabel se enteró de que no íbamos a hacer La primera, se encogió de hombros.

–Yo prefiero cualquier otro tema –dijo–. A mí no me interesan ni la política ni los políticos. 

Yo creo que pasaron tres años entre que dijo esta frase, que es importante, y que dijo la otra, que parecía catastrófica:

–Me retiro. 

Estábamos en la oficina de Gregorio, reunidos para discutir la siguiente película. Pablo se quedó con la boca abierta, yo tenía la impresión de no haber entendido.

–¿Qué dijiste? No oí bien. 

–Dije que me retiro. 

Nunca hacía bromas, así que no había esperanzas de que ésta lo fuera. Gregorio le preguntó por qué tomaba esa decisión, ella contestó lo mismo que dicen en las películas americanas las actrices que van a retirarse:

–En quince años no he tenido un minuto de vida privada. Adonde quiera que voy me piden autógrafos, etc. 

–Es el precio de la fama –dijo Gregorio. 

–Precisamente. Por eso me retiro. 

Tratamos de disuadirla:

–Pero si eres más bella que nunca… 

–Apenas empiezas a madurar como actriz… 

Tenía cuarenta años entonces y lo que había perdido en frescura lo había ganado en elegancia. No logramos convencerla.

–Mi decisión está tomada después de pensar mucho rato. No voy a cambiar de opinión. 

Gregorio hizo un último intento:

–¿Cómo vas a retirarte después de filmar Traicionada? Déjanos hacer una última película que se llame Los adioses –hizo con la mano un gesto que abarcaba todo el cuarto o bien la primera plana de Excélsior–: “Isabel se va.”

Isabel fue inflexible:

–No puedo porque me voy a Europa en septiembre. 

Gregorio se levantó de su asiento, fue a la consola donde guarda el licor, se sirvió un fajo de ron y sin siquiera ofrecernos se lo acabó de un trago. Eran las diez de la mañana.

–¿Por qué tienes que ir a Europa en septiembre? –pregunté. 

No le gustó la pregunta. Me echó una mirada relampagueante antes de contestar:

–Voy a llevar a las niñas. 

Las niñas eran sus hijas, que tenían trece y catorce años. Podría haber arreglado llevarlas en cualquier mes que no fuera septiembre, que era cuando filmábamos nuestra película anual.

Pablo Escarpia fue el primero en reconciliarse con la idea de que habíamos perdido a Isabel.

–Es posible que tengas razón –dijo–, de vez en cuando es bueno cambiar de oficio. 

Gregorio se puso furioso.

–¿Pero cómo cambiar de oficio? Yo soy productor de cine. Tengo una empresa y obligaciones con los empleados. Gracias a eso ustedes tres y otros muchos han podido vivir cómodamente de su trabajo. Yo no puedo cambiar de oficio, tengo que seguir adelante. Si esta mujer se me va es como si me echara a la calle, a mí, un viejo de sesenta y cuatro años. 

Isabel se conmovió, se levantó de la silla y fue a abrazar a Gregorio. Los dos lloraron juntos un rato y al enjugarse las lágrimas Gregorio logró una pequeña ventaja:

–Prométeme que si algún día regresas al cine vas a regresar conmigo. 

Ella prometió. Después nos dio las gracias a todos. Cuando bajábamos las escaleras le pregunté:

–¿Quieres que te lleve a tu casa? 

Me contestó lo de siempre:

–Ricardo me está esperando. 

Y allí estaba Ricardo, en el estacionamiento, adentro del Mustang anaranjado. No vio a Isabel porque estaba haciendo cuentas o algo. Ella fue a su encuentro con su andar de pantera. Así fue el final de la primera parte de la carrera cinematográfica de Isabel Aparicio.

Su vida se convirtió en un misterio que era evocado con frecuencia pero nunca aclarado.

Muchos periodistas la buscaban, pocos lograban hablar con ella y siempre le hacían la misma pregunta:

–¿Volverás a filmar? 

La respuesta era siempre igual:

–Jamás. 

Con los rumores que corrieron acerca de Isabel se podría escribir un libro. Aquí está un ejemplo: un actor que había trabajado con ella fue a Europa y regresó con la noticia de que la había visto en Taormina, en un café al aire libre. Dice el actor que se acercó a saludarla, que Isabel lo reconoció, lo abrazó y hasta le dio un beso, pero no lo invitó a acompañarla; dice que estaba sola, pero que a su lado, en la mesa, había un paquete de Wilde Havanas y un pernod a medias. En esos días, termina diciendo el actor, Ricardo Aparicio estaba en México, organizando la Feria del Hogar.

Con lo que yo sé de cierto, en cambio, apenas se llena una página. De todos mis conocidos, la única que conservó contacto con Isabel durante esos años fue Cleo, la esposa de Pablo Escarpia. Es una mujer discreta y sólo daba noticias de Isabel cuando uno se las pedía.

–La vi antier en su casa. Está muy tranquila –decía, por ejemplo. 

O bien:

–Llevó a las niñas a Boston. 

O peor:

–Está pasando una temporada en Saltillo. 

Le hice a Pablo Escarpia la pregunta que no me atrevía a hacerle a su esposa:

–¿Con quién anda Isabel ahora? 

Y él me contestaba: “No sé.” Yo no le creía, pero ahora sé que era verdad.

Una tarde Pablo y yo la vimos. Habíamos comido en casa de Pablo, en Comoera –el barrio donde vivía Isabel–, y salimos a dar una vuelta. No recuerdo de qué estábamos hablando, pero sin darnos cuenta llegamos a los jardines de Cejudo. Íbamos por una de las calzadas cuando, de pronto, la conversación cesó: los dos estábamos mirando un punto a lo lejos.

La reconocí a doscientos metros, en la perspectiva de eucaliptos. A su lado iba un perro negro. Cuando llegué a distinguir sus facciones ya estaba sonriendo. Hacía cerca de tres años que no la veía, algo había cambiado en ella, estaba mejor vestida o parecía más segura, o quizá las dos cosas.

–¡Qué gusto me da verlos! –gritó a veinte metros. 

El perro, que no nos conocía, empezó a ladrar.

–Se llama Cianuro –dijo Isabel. 

Nos abrazó y nos besó.

–¿Cómo estás? 

–Encantada. 

El encuentro fue muy cordial pero era evidente que ni Pablo ni yo le hacíamos falta: su vida estaba completa. Pablo intentó concertar una reunión con ella, pero antes de arreglar nada Isabel empezó a despedirse: alguien la estaba esperando a las cinco. Nos besó en la mejilla.

–¿Cuándo nos vemos? –insistió Pablo. 

–Yo les hablo –dijo Isabel, y empezó a alejarse como si la arrastrara el perro. 

Nunca habló.

Un año después recibí la tarjeta. El matasellos dice “Estambul”. Decía: “Paco querido, al ver el Bósforo me acuerdo de ti, con el cariño de siempre. Isabel”.

Dos o tres días después de recibir la tarjeta vi a Ricardo. Cosa rara, no iba en el Mustang. Estaba tratando de cruzar la avenida Insurgentes a las cuatro de la tarde, del brazo de una mujer rubia con un traje sastre gris.

Pasó otro año. Gregorio llamó por teléfono. Parecía más animado que de costumbre:

–Dime, Paquito, ¿cómo te sientes?, ¿crees que podrás soportar una emoción fuerte? Si no, agárrate de la silla, porque allí te va la noticia: Isabel regresa al cine con nosotros y quiere que tú la dirijas. “Matarrubia es el único director que me entiende”, dijo. Te lo juro. ¿Qué contestas? 

El primer impulso fue decir que no, porque de lo que menos ganas tenía entonces era de dirigir otra película de Isabel, pero después hice otras consideraciones: Gregorio me explicaba por qué él necesitaba la película –Spada Films estaba al borde de la quiebra– y, cosa más importante, yo quería volver a ver a Isabel y estar con ella, aunque fuera dirigiéndola en una de sus películas. Acepté el trabajo antes de preguntar cuánto iban a pagarme.

–¿Quieres saber ahora cuánto es lo que vas a ganar? –preguntó Gregorio, y me dijo. Era casi el doble de lo que yo hubiera pedido. 

Quise saber el motivo de tanto desprendimiento y él me anunció con voz de madrota discreta:

–Hay un patrocinio fuerte. 

Una semana después nos reunimos en casa de Pablo Escarpia para discutir el proyecto.

Pablo, Gregorio y yo estábamos en el estudio, un cuarto en el primer piso con cuatro ventanas. No supimos a qué horas llegó Isabel, ya que no dejó a Cleo que nos avisara porque “quería darnos la sorpresa” y no la oímos subir por la escalera. Hemos de haber estado hablando de ella, preguntándonos con quién estaba y quién era el que la patrocinaba, cuando oímos un golpecito en la puerta. Nos pareció tan raro que Pablo se levantó a ver quién era. Abrió la puerta y allí estaba Isabel, tan atractiva como antes, pero mejor vestida. Hubo exclamaciones de gusto. Abrazó primero a Gregorio, después a Pablo y por último a mí. Usaba un perfume nuevo, su cuerpo seguía siendo agradable al tacto.

Cuando terminó de abrazarnos nos miró uno por uno y dijo:

–No entiendo por qué dejé pasar tanto tiempo sin verlos. 

Fue al sofá y se sentó en el lugar donde yo había estado, Gregorio se sentó a su lado, Pablo y yo nos sentamos en equipales y empezamos a hablar del trabajo que íbamos a hacer.

–Esta vez no quiero cantar –dijo Isabel. 

Gregorio palideció.

–El público va a quedar defraudado –dijo. 

–Lo siento –dijo Isabel– pero no voy a cantar. 

En vez de decir que las canciones siempre nos habían parecido un estorbo a él y a mí, Pablo dijo que “carecían de función dramática”, yo lo apoyé y Gregorio concedió el punto –con tanta facilidad que comprendí que el patrocinio fuerte cubría todos los gastos y él no tenía posibilidad de perder un centavo–. Pasamos a discutir el guión: la trama iba a ser la de siempre, pero Isabel tenía algunas ideas que Pablo Escarpia fue apuntando en una libreta.

–Al principio me gustaría ver gotitas de agua. 

–Es que ha de estar lloviendo –dijo Gregorio. 

Había cambiado de marca de cigarros, ahora fumaba “Senoritas”, con “n”. Encendió uno y fue a pararse frente a la ventana. Los años habían pasado pero sus nalgas parecían iguales.

–Me gustaría aparecer mojada –dijo. 

–¿Desnuda? –pregunté. 

–Con un vestido ligero. 

–Claro –dijo Pablo–. Te estás ahogando y el héroe te saca del agua. 

Isabel parecía abstraída mirando la casa de junto, en cuya barda un jardinero estaba arreglando la buganvilia.

–¿Qué es lo que hay en la ventana del comedor de la casa de Juan Tovar? –preguntó. 

–El emplomado que Laurita mandó poner el día que a Juan le dieron el nombramiento –dijo Pablo. 

Isabel se volvió a nosotros y siguió hablando de la película:

–Hay una imagen que me obsesiona: varios hombres están reunidos hablando de una mujer. Es evidente que la conocen pero hablan como si les costara trabajo acordarse de ella. Es como si creyeran que la que conocían se murió y que la que acaba de llegar es otra persona. 

Pablo y yo entendimos que Isabel se refería a su entrada un rato antes en el cuarto, Gregorio, en cambio, entendió que seguía hablando de la película y dijo:

–Creen que la mujer se murió y le hacen un velorio ficticio. 

–Es buena idea –dijo Pablo y apuntó en la libreta. 

Isabel se volvió a mí y dijo:

–¿Te acuerdas, Paco, de nuestro viaje a Comales? ¿Por qué no filmar los exteriores allí? 

Yo sentí una gran emoción porque en Comales pasamos Isabel y yo la primera parte de nuestro amor.

Cuando terminó la sesión e íbamos bajando por la escalera, le pregunté, como siempre:

–¿Quieres que te lleve a tu casa? 

Y ella me contestó:

–Gracias, pero me está esperando el chofer de Ricardo. 

Ya dije que cuando la conocí me enamoré de ella y que traté de seducirla y no pude. Durante tres películas hice la lucha, pero me cansé de rogarle antes de que ella se cansara de decirme que no, con dulzura, sin ofenderme, pero siempre que no. Perdí la esperanza pero no se me quitaron las ganas, por lo que cada vez que se presentaba la oportunidad recordaba a Isabel que si algún día cambiaba de opinión yo no había cambiado la mía.

–Tonto –me decía sonriendo. 

Así estaba la situación cuando Pepe Valencia, que ya entonces era político y amigo mío, me mostró una llave y me dijo:

–Ésta es la llave de la casa que tengo en Comales. Cuando quieras pasar unos días en ella nomás me avisas y te la presto. 

Inmediatamente llamé a Isabel y le dije:

–Te invito a buscar locaciones en Comales. Me prestan una casa que tiene alberca y está a la orilla del lago. Estaríamos nomás tú y yo. 

–No me hagas sufrir, Paco. No insistas –dijo Isabel, y colgó. 

Hacía tiempo que no decía “amo a Ricardo”. Tan acostumbrado estaba a su rechazo que ni siquiera me sentí humillado: me quedé pensando a qué otra mujer podría llevar a Comales y seguí preparando La invicta, una película que no necesitaba locaciones a la orilla de un lago porque ocurre en los bajos fondos de la ciudad de México.

Habían pasado cuatro días cuando Isabel llamó por teléfono. Eran las diez de la mañana.

–¿Todavía quieres que vaya contigo a buscar locaciones? 

Me costó trabajo hablar.

–¿Cuándo? –pregunté. 

–Hoy mismo, en la tarde. 

Quedamos de vernos en mi casa a las tres. Yo tenía mil cosas pendientes; las que pude, pospuse, las que no, anulé.

Gregorio Spada se puso morado cuando supo que yo iba a estar ausente ocho días.

–¡Pero si tenemos que contratar actores! –gritó. 

Hubiera podido explicarle adónde iba y con quién, pero preferí urdir una barrera de discreción:

–No puedo revelar la identidad de la persona que me acompaña… Lo que voy a hacer esta semana tiene para mí importancia suprema…, etc. 

Ha de haber comprendido que un pleito conmigo en aquel momento hubiera tenido para Spada Films consecuencias más graves que el retraso de ocho días.

–Vete, pues –dijo, y yo casi le besé la mano. 

Tuve que recorrer la mitad de la ciudad de México para llegar a la secretaría donde trabajaba Pepe Valencia.

–El licenciado está en acuerdo con el señor ministro –anunció su secretaria. 

Pasaron cincuenta minutos que me han de haber parecido muy largos, porque cuando entró Pepe Valencia en la antesala me preguntó si me sentía bien.

Me llevó a su despacho, me dio algunas indicaciones y luego, al ver que yo pasaba trabajos para poner su llave en mi llavero, comentó:

–Te veo tan nervioso que me das envidia. 

Al despedirse me guiñó el ojo y me dijo “buena suerte”.

Recorrí otra vez la mitad de la ciudad para llegar a mi casa con veinte minutos de retraso. María, la sirvienta, salió al vestíbulo a darme la noticia:

–La señora Isabel que sale en el cine está esperándolo en la sala. 

En el sofá estaba Isabel, disfrazada de mujer que viaja de incógnito, con pantalones, anteojos negros y turbante en la cabeza.

–Es que no quiero que nadie me reconozca –dijo y se quitó los anteojos. 

La besé en la boca por primera vez. Tenía los labios inertes, el cuerpo rígido, había aplastado tres colillas en el cenicero. Comprendí que estaba tan nerviosa como yo.

–Ven, para que conozcas la casa –le dije, y la tomé de la mano. 

La llevé a ver el comedor, la cocina, el armario, mi estudio, diciendo para mis adentros: “cuando entremos en la recámara la tumbo en la cama y hago con ella lo que tenemos que hacer”.

–Esta es la recámara –dije, abriendo la puerta. 

Isabel se detuvo en el umbral, miró la cama primero y después me miró a mí. Fue una mirada elocuente, llena de intención, pero no entendí lo que quería decir.

No la tumbé en la cama, fui al clóset, saqué una maleta y empecé a echar en ella lo que encontraba a la mano –olvidé cosas importantes, como calcetines y máquina de rasurar–. Isabel fue a la ventana, miró hacia afuera y luego corrió la cortina.

–No quiero que me vean tus vecinos –dijo. 

Hice un cheque para María, por si algo se llegara a ofrecer, fui a la cocina a entregárselo y dije:

–Acuérdese bien, María, de que usted no sabe ni con quién estoy ni adónde fui. Regreso el miércoles próximo. 

María ayudó a bajar las maletas, Isabel esperó en la entrada del edificio mientras las poníamos en la cajuela. Cuando abrí la portezuela del coche para que ella subiera, no salió inmediatamente, sino que esperó a que se alejara una pareja que iba pasando, después atravesó la banqueta caminando rápidamente.

–No quería que esos dos me vieran –explicó después. 

–Adiós, don Paco, adiós, señorita –dijo María. 

Tenía los ojos llenos de lágrimas que secó con un paliacate rojo cuando dábamos vuelta en la esquina.

Eran las cuatro de la tarde, el tránsito estaba cargado, la ciudad estaba llena de gases, el coche avanzaba lentamente. Isabel se puso un pañuelo alrededor de la boca para que no la reconocieran los choferes de los camiones.

Mi mente era un enredo: a mi lado estaba una mujer a la que yo había amado y deseado durante cuatro años, ella había aceptado mi invitación para buscar locaciones que los dos sabíamos que no hacían falta, y sin embargo, nunca la sentí tan alejada.

Cargamos gasolina en la salida a Puebla. Isabel estaba embozada, sudando, con el pañuelo, los anteojos y el turbante puestos, cuando el muchacho de la bomba dijo:

–Déme su autógrafo, no sea malita. 

Isabel rio por primera vez en el día, se quitó el pañuelo y los anteojos y escribió en una nota de remisión en blanco: “Para Pedro Martínez, de Isabel Aparicio.” Puso la fecha.

En Río Frío compré una botella de tequila de una marca que no conocía ni he vuelto a encontrar: “Viuda de Gálvez”, no se me olvida. La abrí y dimos cada quien un trago, después ella se quitó el turbante.

En Acalcingo saqué el coche al terraplén y propuse:

–Vamos a ver el paisaje. 

A nuestros pies estaba la Sierra Madre Oriental. Cogí la botella y caminamos cien metros hasta llegar a un grupo de pinos. Nos sentamos y estuvimos mirando los peñascos y el zigzag de la carretera. Entre coche y coche no se oía más que el viento. Pasó un gavilán. De pronto Isabel se puso de pie, me dio la espalda y dijo:

–¿Quieres bajar el zipper?

Un momento después contemplé, deslumbrado, lo que había tratado de imaginar cuatro años. Creímos que nadie nos veía, pero cuando hacíamos el amor pasaron unas mulas a un metro escaso de distancia. ~

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1 Aurelio Asiain y Juan García Oteyza, “Entrevista con Jorge Ibargüengoitia”, Vuelta 100, marzo de 1985.

2 “Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo”, ibíd.

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(Guanajuato, 1928-Madrid, 1983) fue uno de los escritores clave del siglo XX mexicano.


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