II. Cómo vender tus propios libros y pagar el alquiler

En la segunda entrega de Escritor underdog: preguntas frecuentes: Cómo convertirse en un best seller de la literatura underdog y pagar varios meses de alquiler.
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—Disculpa amigo, ¿te gusta la poesía?

Era un sujeto joven, de apariencia formal, camisa de cuadros, el cabello corto, bien afeitado, de lentes. El tono de su voz era todo un misterio para mí, luego descubrí que era la manera como hablaban los poetas. La primera vez me tomó por sorpresa. Yo era un veinteañero provinciano, recién desembarcado en la ciudad de México.

—Sí, ¿por qué?

De un maletín de cuero sacó dos o tres libros. Me explicó que eran de su autoría, los había editado él mismo y los vendía a veinte pesos cada uno. Estábamos frente a las mesas de saldos de la librería Gandhi, sobre Miguel Ángel de Quevedo. Y qué saldos. Una buena parte de mis lecturas de los primeros veinte se los debo a estas mesas, especialmente a los tomos de la colección Raíces, biblioteca de cultura judía, que costaban veinte pesos cada uno: Judíos sin dinero de Michael Gold, una antología del Talmud de Cansinos-Assens, los tomos de La historia del antisemitismo de Poliákov que mi ex se llevó cuando nos separamos (eran parte de su bibliografía para una larga tesis sobre el racismo); y muchos autores que fueron muy importantes para mi deficiente formación: Arthur Miller, Issac Bashevis Singer, Issak Babel, Elías Canetti, Bernard Malamud, Schalom Aleijem, I.L. Peretz, A. B. Yehoshua, por mencionar solo algunos. Los saldos de Gandhi eran para mí la universidad, y podría pasarme horas hablando de los títulos que compré ahí.

Pero tenía frente a mí a un poeta que quería venderme sus propios libros, y había algo en su modo de vestir y en el tono de su voz que me decía que era malo (desde entonces mi sentido arácnido no falla cuando se trata de descubrir a un mal poeta con solo verlo). ¿Cómo explicarle que no podía darme el lujo de comprarle uno de sus libros cuando por la misma cantidad podía llevarme una novela de John Cheever o los Nabokov de bolsillo de Caralt? Me limité a decirle que no traía dinero, aunque unas monedas tintineaban en mis bolsillos. Entonces yo vivía en Mixcoac, con mi padre, quien estudiaba una maestría en San Carlos. Al poeta me lo encontré varias veces afuera de Gandhi, y también afuera de El Parnaso, en Coyoacán. Si yo era un ave de presa de los saldos, él era un ave de presa de los que van a los saldos. Luego me enteré de que le iba bastante bien con la venta de sus libros, y que tenía mucho éxito con las mujeres: las seducía con sus versos, pero sobre todo con ese tono entre fresa, entre mariguano, con el que hablan los poetas de la ciudad de México.

Fue tal vez por el encuentro temprano con este personaje que durante años pensé que publicarse a sí mismo, y peor aún, venderse a sí mismo, era una de las maneras más elaboradas de la abyección. Y estaba equivocado. Mi actitud al respecto era exagerada porque fui hijo único seis años, mi madre me había dicho que yo era especial, y cuando tenía veinte escribía poemas y pensaba que algún día estos estarían en los libros de texto junto a los de Octavio Paz o Alfonso Reyes. ¿No es lo que sueña todo poeta veinteañero recién llegado a la ciudad? Uno no podía imaginarse a Paz vendiendo sus propios poemas afuera de Gandhi. Había que ser ambicioso. Afortunadamente para mí, para la poesía mexicana y para nuestros bosques tropicales, muy pronto desistí de la ambición de ser poeta. Hice mía la frase que el Maestro le dice a Desamparado en El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov: “Por favor, tiene que prometerme que no volverá a publicar otro poema (cito de memoria, no tengo el ejemplar)”.

Supongo que igual pasa entre los plomeros o los artistas de circo, cuando se llega a los treinta años y se pretende ser escritor ya se ha transitado por toda clase de descalabros. Muchos se quedan en el camino, vapuleados por frustraciones, muchas de ellas extra literarias: los rechazos editoriales, las becas y los premios que se dan a otros, a los que uno considera indignos, etcétera. Es bien sabido que la envidia mata la creatividad. Más perjudicial incluso que las frustraciones son los reconocimientos. Un autor de veinte años que ha ganado notoriedad está en un grave peligro: puede quedarse varado en una en zona de confort, escribiendo lo que le piden los demás y explotando su fama con propósitos sociales y de poder; de ahí salen los mejores funcionarios.

Uno de los principales motivos de frustración ocurre en el momento en el que imprimes y engargolas lo que consideras tu primer libro y lo llevas bajo el brazo a una editorial para ser dictaminado. Con la ingenuidad y optimismo que solo pueden darte los veintitantos, imaginas que el editor te llamará a la semana siguiente y te dirá que no solo está dispuesto a imprimir tu primer libro sino que pasó toda la noche leyéndolo sin poder dormir, excitado. Imaginas que al mes siguiente el libro estará en la mesa de novedades de la librería que frecuentas y días más tarde el crítico literario de una prestigiosa revista escribirá sobre ti y te saludará como la joven promesa que la literatura mexicana ha esperado durante años. La anécdota sobre Belinski, cuando descubrió el primer libro de Dostoyevski, Pobre gente, te ha freído los sesos. Pero la realidad es otra, la editorial no publica cuentos, solo novelas, y no está dispuesta a arriesgarse por cualquier hijo de vecino que pretenda ser escritor. Y cuando, después de algunos años de picar piedra (de “pagar la cuota de piso de la literatura mexicana”, como dijo Antonio Ortuño, no recuerdo dónde) logras publicar en una editorial “de prestigio”, te das cuenta de que esto no es tampoco lo que habías imaginado. Muy lejos estás todavía del mundo de los grandes adelantos, y los agentes internacionales, etcétera, y siempre, no importa cuánto hayas trabajado, te enfrentas con el viejo problema de que no tienes para pagar el alquiler el mes entrante.

En esta situación me encontraba hace unos meses. No solo los adelantos son magros cuando no tienes agente, las revistas se tardan en pagar los artículos (cuando los pagan) y estás “castigado” un año por el Estado benefactor, sino que, inspirado por la retórica radical en la que creciste, decides que tu próximo libro debe salir en una editorial independiente porque así te sientes como John Fante: un escritor underdog que nunca dejó de serunderdog. Y ciertamente, no hay nada más digno que publicar en una editorial independiente, los editores son tus amigos y tienen confianza en ti, el trato y el proceso de edición es personal. Ellos son lo únicos dispuestos a arriesgarse. Mis editores son además tan buena gente que incluso me han dado algo de trabajo de edición, sin embargo, luego de haberme peleado ya algunos años con la prosa de los demás, no me queda mucha sangre para eso. Hace algunos meses me encontraba pues en una situación algo desesperada. Fue una amiga la que me dijo: ¿y por qué no vendes tus ejemplares de… ? Frente a mí estaban los paquetes con el diez por ciento del tiraje que me correspondía. De inmediato vino a mi mente aquel poeta que 15 años antes, afuera de los saldos de Gandhi, me dijo: “Disculpa amigo, ¿te gusta la poesía?”

—De ninguna manera —le dije a mi amiga, y le dije que yo era muy malo para los negocios.

Pero recordé que mis breves incursiones infantiles en el mundo de las ventas al menudeo no habían sido tan malas, sino más bien exitosas. Provengo por el lado materno de una familia de profesores y por el lado paterno de una familia de tenderos y pequeños empresarios. Mi abuelo paterno era empresario teatral y una vez llevó, con todo su elenco, a Chihuahua, un espectáculo basado en un programa de televisión muy popular en los años ochenta: ¡Cachún, cachún, ra ra! El programa, producido por Luis de Llano, trataba de una preparatoria y sus estudiantes. Se suponía que era un programa cómico. La presentación del espectáculo fue un éxito, se llenó un estadio de basquetbol completo, pero también sobraron varias bolsas gigantes —de esas negras que se usan para la basura— repletas de palomitas de maíz que no se vendieron. No sé si fue idea mía, o de mi padre, pero compré bolsas individuales de papel y las vendí a los niños de mi cuadra, tal vez influido por el espíritu empresarial que muestran los personajes gringos que venden limonada en las tiras cómicas. Me gasté por supuesto todo el dinero en juguetes, con grandes remordimientos, pues crecí en una cultura del ahorro que chocaba demasiado con mi espíritu sensualista.

 “Si la vida te da limones, haz limonada”, fue lo que me dije cuando vi los paquetes con mi parte del tiraje. Pero, ¿cómo venderlos? Definitivamente tenía que haber una opción un poco más digna que ir a plantarme afuera de Gandhi. La respuesta obvia era, claro, las redes sociales, ¿dónde más? No sabía que estaba a punto de tener una de las experiencias más interesantes que puede tener un autor al entrar en contacto con sus posibles lectores.

Debido al recuerdo del poeta afuera de Gandhi mi primera actitud al respecto fue la de sentirme un poco acongojado por tener que llegar a eso (una situación desesperada), luego traté tomarlo con sentido del humor, finalmente me encontré con una buena manera de hacerse de lectores y ganar dinero extra.

Se comienza de una manera tímida, con un estatus de Facebook, pensando que es muy improbable que a alguien se interese por el libro de un escritor underdog impreso por una editorial independiente. Por supuesto, los primeros en comprarme libros fueron los hermanos de mi padre, seguramente movidos por la curiosidad, ¿qué se traerá entre manos el sobrino? ¿Hablará mal de Raúl (mi padre) en sus libros? Había un problema logístico, el pago tenía que ser bancario y en este país tan atrasado no cualquiera maneja bien la banca electrónica, en parte por miedo y desconfianza, pereza o falta de conocimientos técnicos. Al principio no hubo muchas ventas porque el banco en donde está mi cuenta tiene la fama de ser uno de los más lentos en atención al cliente y yo mismo lo he comprobado hasta la exasperación. Siento un afecto especial por todos aquellos primeros compradores que fueron a formarse en una de esas horribles sucursales que recuerdan al México de Siempre en domingo. Me siento también honrado de que hayan preferido gastar esa cantidad en un libro mío en lugar de uno de García Márquez o Elenita Poniatowska. Es consolador saber que hay alguien ahí afuera interesado en leer autores que no sean del Pleistoceno.

La venta iba bien, pero de manera muy lenta. Gastos inmediatos y urgentes fueron descabalando el monto del alquiler. Recordé otra de mis incursiones infantiles en el mundo empresarial. Tenía una gran colección de historietas de todo tipo: de la editorial Novaro, que estaba con DC (Superman, Batman) y de Novedades, la que publicaba Marvel (Hombre Araña, Hombres X). Cuando el interés de mis vecinos hacía las palomitas decayó hasta la apatía, saqué mi colección de historietas y les dije que podían leerlas gratis, todas las que quisieran, en la compra de una paleta de caramelo macizo sabor cereza y con centro de goma de mascar. Se necesitaba un producto extra si quería seguir vendiendo Bisontes, y fue así como nació el Paquete Espartaco. Un año antes había publicado un libro en formato pequeño llamado…, tenía también algunos ejemplares de sobra (comencé a tenerle aversión desde entonces a la idea de que haya un solo libro en mi casa con mi nombre en el lomo) y decidí venderlos juntos, el precio del envío incluido. Le pedí a una amiga que me hiciera un flyer con el paquete y el costo, y aunque hubo buena respuesta seguía existiendo el problema de que en México muy pocos manejan el pago interbancario electrónico y que entrar en una de las sucursales de mi banco (al cual detesto sinceramente) era como viajar en el tiempo hasta la época de guayaberas y huipíles de Luis Echeverría.

Pero la verdadera sorpresa fue descubrir que el Servicio Postal Mexicano, la opción más barata de envío, por correo certificado y con guía, era la única institución que parecía funcionar en el país: de 150 paquetes que mandé aproximadamente, tres me fueron devueltos, hasta el momento no sé si alguno se habrá perdido. Sin duda, el Servicio Postal Mexicano, a pesar de su sus nuevos colores chillantes que hacen parecer a los carteros piñatas en motocicleta, es la única buena herencia que nos dejó Felipe Calderón al reformarlo. La atención al cliente es buena, pero tan formal e indiferente, yo diría severa, que siempre me sentía intimidado al presentarme frente a una de las empleadas. Eran tres, y me parecían tan implacables que terminé apodándolas Cloto, Láquesis y Átropos. El día que olvidé mi celular en el mostrador y a la mañana siguiente Láquesis me lo entregó y me llamó por mi nombre (ella lo había leído tantas veces en el sobre), pensé que esa era mi mayor realización en la vida.

“Qué se pudran los críticos, las entrevistas, los libros, ¡una empleada de correos me llamó por mi nombre!”, pensé. Había además cierta rutina que me gustaba: dedicar los libros, rotular los sobres y llevarlos a la oficina. Esta actividad me mantenía a salvo de los pensamientos obsesivos sobre la propia extinción y la soledad con los que vivimos los depresivos.

Lo que finalmente agotó mi parte del tiraje fue el descubrimiento de que si alguna ventaja tenía mi banco era que se podía depositar en mi cuenta en una famosa cadena de minisúpers que crece en la ciudad de manera aún más exponencial que las parrillas argentinas y uruguayas. Aquellos refractarios a la tecnología o a las colas de los bancos podían pagar el libro cuando iban a comprar leche, o cerveza, o condones. Me convertí en un best seller de la literatura underdog, y pagué varios meses de alquiler. Fuera de las mezquinas cuestiones económicas (tan mezquinas que los personajes de la literatura mexicana nunca parecen tener problemas al respecto, como en un sitcom neoyorquino), lo mejor de esta experiencia fue el encuentro directo con los lectores que compraron mis libros: recibí toda clase de comentarios positivos y de críticas. Algunos me conocían desde antes y no me habían leído; otros, los menos, solo habían leído alguno de mis libros; los más fueron lectores que ni siquiera habían oído hablar de mí, pero que se dejaron embaucar por mis tuits o estatus de Facebook. Al final me encontré tan satisfecho que hasta pensé en autoeditar la novela en la que estaba trabajando. Haber encontrado tantos lectores me hizo reflexionar sobre el papel de las editoriales. Más allá del prestigio que puedan darte (pues no se gana mucho dinero si no eres Carlos Ruíz Zafón) está claro que muchas editoriales, por más grandes y vistosas que sean, no pueden, y no quieren, vender los libros de sus autores peso mosca, no les interesa. ¿Y si emigráramos al comercio justo? Es decir: ¿directamente del autor hasta la mesa del lector? Parecía una buena idea, comencé a hacer cálculos de inversión, pero luego recordé al poeta de los saldos de Gandhi y su voz de fresa mariguano: “disculpa amigo, ¿te gusta la poesía?” Fue entonces cuando decidí que no volvería a rotular otro sobre con un libro mío adentro, a menos que no tenga para pagar la renta.

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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