Hegel en Downton Abbey

La popular serie sobre la aristocracia inglesa ha dibujado un paraíso en el que los conflictos de clase pueden atenuarse gracias al paternalismo y la etiqueta.
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Para las utopías igualitarias, la convivencia armónica entre amos y criados es una patraña ideológica que busca difuminar la lucha de clases. Por el contrario, la utopía aristocrática propone que los conflictos entre clases antagónicas pueden suavizarse o desaparecer del todo si el amo trata al criado con amabilidad y respeto, acogiéndolo en la familia como una especie de pariente subalterno. El gran éxito de la serie televisiva Downton Abbey demuestra que esta utopía, arrojada al basurero de la historia por el comunismo militante, sigue teniendo un poder cautivador enorme. Quizá nadie la crea factible, pero mucha gente aceptaría un régimen paternalista erigido sobre esas bases. La serie transcurre en un mundo feliz, libre de tensiones sociales, donde la servidumbre bien pagada y tratada con un simulacro de calidez no solo sirve gustosamente a sus amos: se pone la camiseta de la nobleza y contrae su orgullo de casta, al grado de repudiar a las visitas que por su mala reputación o su plebeyez congénita no están a la altura de la familia Crawley. Investido de una autoridad sin mácula, el mayordomo Charles Carson se ocupa de regular el trato entre los de arriba y los de abajo, delimitando claramente las fronteras entre ambos mundos. De hecho, en cuestiones de etiqueta es más puntilloso que su amo, lord Grantham. No puede transigir con la vulgaridad, pues dirige tras bambalinas un ritual cotidiano en el que un cubierto mal puesto, una imperceptible mancha en el mantel o las confiancitas de algún igualado pondrían en riesgo un orden jerárquico inseparable de su representación teatral.

El saber acumulado por los Crawley en el difícil arte de tratar a la servidumbre se remonta a muchas generaciones atrás, y consiste principalmente en un hábil sistema de concesiones humanitarias que busca amortiguar, en la medida de lo posible, las fricciones entre amos y criados, principalmente las que perjudican a los propios amos. Con astucia dramática y una buena dosis de ambigüedad, los guionistas eluden el melodrama convencional porque no atribuyen esas concesiones al buen corazón de los Crawley, sino a su tacto político, que les ha permitido superar la famosa dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Según Hegel, cuando el amo solo quiere ser reconocido por el siervo, pero se niega a reconocerle valía y calidad humana, obtiene a cambio un reconocimiento unilateral sin valor para él, porque la obediencia de un paria sojuzgado no puede darle ninguna satisfacción. Educados para mandar con tersura, los nobles de Downton Abbey prodigan apapachos a toda la servidumbre para que su autoestima les reditúe mayores beneficios materiales y espirituales. El señor que solo busca el reconocimiento de su poderío, pero no quiere dárselo a ningún inferior jerárquico, suele ser un recién llegado a la opulencia, un rústico advenedizo incapaz de disfrutar los privilegios del mando. No entiende que al rebajar a sus criados se rebaja él mismo, pues jamás obtendrá de ellos una admiración sincera. Reproduce sin saberlo la conducta del guerrero primitivo que, en la tipología de Hegel, somete a los débiles por haberse jugado la vida en el campo de batalla, y después, ebrio de poder, los humilla o los ningunea. Los juniors prepotentes del Partido Verde y las ladies de Polanco que insultan a los policías tachándolos de “asalariados” demuestran que ese bárbaro modelo de dominación sigue causando estragos por doquier. La burguesía emergente, sea cual sea el origen de su fortuna, tiene mucho que aprender de la aristocracia inglesa: tal vez por eso esta serie ha causado furor entre los arribistas del mundo entero.

Hegel creía que el trabajo de los esclavos, la experiencia enriquecedora de transformar la materia, los emanciparía tarde o temprano de sus amos, que se limitan a consumir los productos elaborados por la gleba. En la pieza teatral que dirige Carson también se vislumbra la posibilidad de esa redención, pero aquí la pugna por el reconocimiento se ha transformado en una dialéctica del conflicto entre el actor y el espectador. En apariencia, los nobles desempeñan el papel protagónico en la comedia palaciega, mientras que los criados se limitan a contemplar sus vidas con una mezcla de envidia y fascinación. Pero ¿tendría sentido tanto boato si nadie ajeno al círculo familiar lo contemplara? ¿Para quién se visten de frac los Crawley cuando reciben visitas? No para los invitados, que por tener el mismo rango social comparten el escenario con ellos. Un actor no puede aplaudir a otro: necesita de un público entusiasta para sentirse halagado cuando desempeña bien su papel. Los fastuosos banquetes de Downton Abbey son, por encima de todo, un espectáculo para los criados. Sin ellos, ningún sarao de alta sociedad puede alcanzar un gran lucimiento, no porque sean los encargados de servir, sino porque desempeñan la función de admirar. Si el amo solo puede brillar en presencia de un sirviente que lo contemple y apruebe su refinamiento, ¿no le ha concedido ya una enorme injerencia en su vida? De ahí al equilibrio de poderes entre ambos mundos solo hay un paso. Entre los nobles y los criados de Downton Abbey existe la misma interdependencia niveladora que une a un drogadicto con su dealer. Una aristocracia civilizada a tal extremo abona el terreno para el encumbramiento de los nuevos amos: los lacayos protagónicos y soberanos, resignados a tratar con afectuosa condescendencia a los nobles que imploran su atención de rodillas. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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