Ernesto y Pico

Ernesto de la Peña discriminaba información con el criterio de un humanista  ilustrado: lo guiaba la curiosidad, el asombro permanente, el gozo estético y el humor. Su mente era un museo de anécdotas y parábolas culturales.
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Ernesto de la Peña me contó alguna vez la historia de Pico della Mirandola, el sabio renacentista: “Tras memorizar la Biblia de principio a fin en unos meses, Pico lanzó el reto a quien pudiera igualar su hazaña. Un hombre se presentó y la igualó. ‘Soy igual a ti’, exclamó. ‘No’, respondió Pico. No eres igual a mí. Nadie es igual a mí. Y acto seguido recitó el contenido completo de la Biblia… al revés”.

Nadie es igual ni será igual a Ernesto de la Peña. Leía en una treintena de lenguas y dominaba varias, no solo en el habla y la perfecta pronunciación, sino en sus literaturas y mitologías. Cuando lo conocí –hace casi 40 años- me deslumbró con la precisión de sus citas bíblicas, su frecuentación de la Kabalah, sus lecturas de Scholem. Creo que sabía arameo, o al menos eso entendí cuando le sometí una duda de Borges: “¿Qué significa Soy el que Soy?” El hermeneuta me dio varias interpretaciones. La última vez que hablamos por teléfono, le pregunté sobre el sentido de una metáfora (los rizos que enmarcan el rostro de la mujer) en el Cantar de los Cantares. Me contestó de inmediato (recitando el verso hebreo) y luego me mandó la confirmación pormenorizada. ¿Había consultado sus fuentes? Probablemente, pero su mente era el compendio exacto de sus fuentes: Ernesto era una Wikipedia andante.

Su prodigiosa memoria era el medio, no el fin. Ernesto discriminaba información con el criterio de un humanista ilustrado: lo guiaba la curiosidad, el asombro permanente, el gozo estético y el humor. Su mente era un museo de anécdotas y parábolas culturales. Era un sibarita de las letras y las artes, y un sibarita sin más. Amaba la comida y los vinos, y tuvo musas bellísimas. Por amigos de la época supe de su galanura juvenil, con su tez translúcida, su aire de antiguo caballero y su conversación irresistible como una red poética.  Ernesto, no hay que olvidarlo, descendía de la musa mayor del siglo XIX, la legendaria Rosario de la Peña de la que se enamoraron casi todos los liberales: Manuel Acuña hasta la muerte, Ignacio Ramírez hasta la locura y José Martí hasta el extravío. Ella –que los sobrevivió a todos– solo quiso a quien no debió querer: a Manuel M. Flores.

Era una delicia escuchar las presentaciones de óperas y los breves comentarios culturales de Ernesto en Radio Educación. Escribió libros sustanciales pero su genio particular –su magnetismo– era oral. No era un pensador sino algo distinto y raro, rarísimo: un políglota, un erudito, un Pico que desde la colonia Condesa en la ciudad de México se sabía de principio a fin y de fin al principio, la cultura universal.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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