Envuelto en el lenguaje

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Tras la publicación de su poesía completa por el Fondo de Cultura Económica de México en 1998, esta nueva antología de la dilatada obra poética de Tomás Segovia viene a poner el acento en lo que el responsable de la edición, Aurelio Major, y la mayoría de sus críticos más autorizados consideran lo mejor de la producción segoviana: Anagnórisis (1967) y Cantata a solas (1984), que se publican íntegramente. Los acompañan los famosos y eróticos “Sonetos votivos”, de Figura y melodías (1977); un ramillete de poemas paródicos, reunidos bajo el título de Bisutería (1981), y hasta ahora poco divulgados —de hecho, no figuran en la edición del FCE—; y una breve muestra de otras piezas pertenecientes a Terceto (1972) y a su producción posterior a Cantata a solas.
     El título del volumen, En los ojos del día, nos revela ya algunos de los rasgos esenciales de la obra del poeta hispano-mexicano. Los ojos simbolizan, claro es, la visión, la contemplación, la luz; y, con frecuencia, el pasmo y la celebración por lo que se ve. El poeta observa el mundo —o se observa en el mundo— con mirar deslumbrado, y transfunde a sus palabras lo observado: ser, hablar, recordar, morir. Abundan en su poesía los motivos relacionados con la luz, a menudo transida de oscuridad: “la sombra es deslumbrante”, dice un verso. Esta hibridación, que no sólo no rehuye, sino que exalta la paradoja —indicador infalible de lo poético, según Segovia—, resulta formalmente coherente con una poesía que abraza lo sensorial y, a veces, lo incomprensible, pero que no renuncia al dictado de la sintaxis, esto es, al tuétano comunicativo. Por otra parte, el día es metáfora del tiempo, esa obsesión que recorre la poesía de Segovia, y que a menudo adopta otros revestimientos, como el de las estaciones, cuya inacabable rotación ejemplifica el ciclo finito de la vida, y el infinito de la vida y de la muerte.
     La poesía del autor de Luz de aquí bebe largamente de la mejor poesía mexicana del siglo XX: el grupo de los Contemporáneos —Villaurrutia, Gorostiza y, sobre todo, Gilberto Owen, que aparece citado dos veces en los poemas contenidos en la antología—, lo cual lo vincula con lo más destacado de la lírica moderna, desde Baudelaire hasta las vanguardias; y los autores que prolongan esa tradición en la segunda mitad del siglo, como Marco Antonio Montes de Oca u Octavio Paz. Todo ello le otorga la densidad imaginativa —y, a veces, el barroquismo—, el vigor plástico, la carnalidad abrasada de pensamiento, que entronca con la cosmogonía romántica y la estética del simbolismo. El lenguaje de Segovia, esponjoso, fulgurante, sensual, de tono frecuentemente erótico, aunque el erotismo no sea el objeto del poema, suele disponerse —como en Gorostiza y Paz— en poemas extensos, sinuosos, que fluyen acumulativamente, en oleadas de metáforas o racimos de imágenes aceradas. Segovia resulta, así, repetitivo, expansivo, mántrico: sus páginas hormiguean de tropos, y cada verso es una faceta, entre muchas igualmente espejeantes, de una sola realidad. Quizá por esto, por congruencia con su textura formal, Segovia guste del motivo de la lluvia, que es, como su poesía, multitudinaria, arenosa, atomizada, pero única: lluviosa. En cualquier caso, la técnica acumulativa —que se refleja asimismo en muchas de las figuras retóricas que emplea: el poliptoton, la anáfora, la enumeración— articula casi toda su obra. Así, la lluvia es —con aliteración que refuerza el sentido— “jirones del lenguaje entrecortado/ de unos borrosos labios indecisos/ conmovido susurro sin sentido/ sentencia de suspiros soñolientos”; y el viento, “demente”, “maniático”, “estrábico”, “fiera” y “de pocos amigos”. La construcción aluvial inyecta ritmo y arborescencia al poema, pero también hace caer al poeta, a veces, en sus trampas: el exceso de adjetivos (“En otra migración terrestre y laboriosa/ Otros altos graznidos migratorios/ […] De nuestra larga travesía olvidadiza/ En ese vasto estío abierto y confundido”) y las imágenes forzadas o disonantes (“vota por el frío establecido/ Que pone a dieta al día y a la noche a hacer pesas”).
     Pero la fluencia de Segovia, subrayada por la ausencia de signos de puntuación, no es monocorde ni granítica (porque también lo líquido puede resultar impenetrable). Por el contrario, tanto Anagnórisis como Cantata a solas revelan una concepción quebrada del discurso. El primero, un largo diálogo del poeta consigo mismo, que esconde una agridulce meditación sobre el existir —el ser y lo sido, la realidad y la memoria, la presencia y la ausencia, el tú y el yo—, se construye como un todo musical: un largo recitativo interrumpido por las canciones —incluso infantiles o populares—, que actúan a modo de arias. Por su parte, Cantata a solas, el libro más complejo del conjunto y, probablemente, de toda la producción de Segovia, se estructura como una sinfonía: una sucesión de 53 poemas, identificados con diferentes formas de enunciación —cantado, recitado, hablado, coro—, cada uno de los cuales proviene de una encarnación distinta del yo y alberga una reflexión sobre algún aspecto del ser: la soledad, el lenguaje, la muerte, el olvido, el amor. Su musicalidad nace tanto del profundo conocimiento del metro clásico que posee Segovia, como de las cadencias, ambiguas y levemente irracionales, que se desprenden de las palabras entregadas a una luminosa promiscuidad. Pese a ello, el conjunto observa una unidad, una continuidad dialéctica. En general, todos los poemas de los libros de Segovia se encadenan como eslabones de un organismo superior: el poema unitario que es el libro.
     En Cantata a solas hay un tono de sorpresa —y de celebración— ante la vida, pero también de pugna contra el tiempo, o de esfuerzo por entenderlo. Algo muy parecido se observa en los poemas de Terceto: el poeta se asombra de existir y exorciza el tiempo mediante la palabra: éste se niega, deviene imposible, simultáneo, se entrelaza, desaparece. En la poesía de Segovia, el lenguaje se erige siempre en arma o asidero, en posibilidad de salvación. A veces, el poeta “necesita perderse del todo” en él, aunque ese extravío es refugio: “Bucear por el vientre de lo dicho/ […] Durar allí donde el lenguaje/ No es un sonido es una fiebre”. Como Wittgenstein, para quien los límites del lenguaje son los límites del mundo, Segovia escribe: “envuelto en mi lenguaje voy envuelto en el mundo”. Una envoltura que no le sirve para destruir el dolor, o el estupor, que le causan el otro, la soledad y la nada, ni para abandonar el exilio que supone vivir —y, más aún, morir—, pero sí para transitar por todo ello con la dignidad que ofrece la palabra, la redención de lo fugaz mediante la fugacidad eterna del verbo. –

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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