En La Boca no

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

En La Boca, no. Me lo dijeron muchas veces. Sobre todo mis compañeros del curso de alemán: es un barrio peligroso, no es recomendable vivir allí. “El patio trasero de Buenos Aires”, me lo definiría más tarde Lito Diosccia. La clientela del Goethe Institut de la avenida Corrientes estaba nutrida por jóvenes de los barrios altos: San Isidro, Núñez, Barrio Norte, Devoto. Me ha costado completar esa lista mínima sin recurrir a Google: me estoy olvidando, aunque sólo hayan pasado dos años. Pese a la advertencia, viví cerca de seis meses en un conventillo del pasaje Zolezzi de La Boca, a cien metros del estadio de fútbol. Durante algún tiempo he recomendado la visita por libre de aquellas calles que fueron (un poco) mías; hasta que ayer me llegó un e-mail de un amigo español: le dieron una paliza a escasa distancia de la que fue mi casa, eran ocho o nueve niños, le robaron la cámara de fotos y cinco dólares.

Martín, Nora y Valentino vivían con cuatrocientos dólares al mes. Los he llamado (el e-mail de mi amigo asaltado y la constatación de mi pérdida de memoria me han hecho pensar brutalmente en ellos): están bien. El barrio experimenta una cierta mejora, me ha contado Martín, “están invirtiendo guita, Jordi, hay quien dice que quieren convertirlo en un segundo San Telmo”.

Precisamente en San Telmo –el barrio vecino y pintoresco– me subí por primera vez en el 152. He buscado una fotografía en Google Imágenes para recordar el diseño de rayas rojiazules sobre fondo blanco, las grandes ruedas, la carrocería robusta que temblaba por el pavimento deteriorado. Era septiembre de 2002: la crisis económica eran calles levantadas y farolas sin bombillas. Me habían contactado con Martín para que me enseñara La Boca; era mi último día en Buenos Aires. Quedamos en la parada final del 152, al cabo de la avenida Pedro Hurtado de Mendoza (el primer europeo que pisó la zona). Lo recuerdo con un sombrero de tela negro, de ala ancha, pero las fotografías me desmienten: me recibió con el pelo largo sin recoger, barba de una semana y cazadora vieja de aviador. Con su voz ronca me contó la historia del barrio, sus orígenes a mediados del siglo XIX, cuando se asentaron a orillas del Riachuelo las primeras familias genovesas, su carácter migrante: italianos y españoles sobre todo. Paseamos por Caminito, comimos una pizza en un pequeño local que desaparecería algunos meses después, caminamos por los viejos raíles que bordean un huerto vecinal y conducen al estadio de fútbol. Después Martín me abrió las puertas de su casa, un viejo conventillo que a copia de esfuerzo había convertido en un museo íntimo, en un homenaje al pasado boquense; cebó mate; puso la radio (la cadena de tango Dos por Cuatro, banda sonora del lugar); pasamos las horas siguientes charlando; llegó Nora, despeinada y locuaz. Estaba embarazada.

En algún momento de nuestro paseo nos habíamos encontrado con un perro vagabundo, que Martín había bautizado como Velázquez. Era negro y, de convertirse en hombre, hubiera llevado el pelo largo y cazadora de piloto.

La literatura tiende a resumir una vida en una historia. Construye la ficción de que un momento, una experiencia, un viaje fueron la esencia, el misterio, el epítome de una existencia. El relato se convierte, entonces, en la crónica de un revelado.

Desde esa concepción de lo literario, la historia de Nora y Martín culmina en Valentino. Es una bella historia de amor, perfecta para que fuera apareciendo aquí, progresivamente, como un negativo que se vuelve color en el papel fotográfico. Martín es un bala perdida, un veinteañero que vive a salto de mata, recitando versos en lunfardo o haciendo trabajos de manutención o de jardinería. Después de varios domicilios en Buenos Aires (es oriundo de La Plata), se acaba de ir a vivir a un conventillo de La Boca, que se caía a pedazos y que él, que es un manitas, ha ido restaurando y adecentando. Nora es una joven muy guapa que vive con su madre en el vecino barrio de Barracas, hace unos años que rompió su relación con un futbolista que ahora triunfa en Europa. Se conocen en el grupo de teatro Catalinas Sur. Un grupo de teatro comunitario, que está diseñando una obra colectiva, vecinal, que se propone llevar a escena a un centenar de aficionados de las calles adyacentes al galpón donde se reúnen. El reto es contar la historia del país a través de la historia de un club de barrio. El resultado se llamará El fulgor argentino: todavía sigue en cartelera. Nora y Martín son los protagonistas. En la obra, se enamoran, se casan, tienen un hijo, viven y sobreviven en la turbulenta historia nacional. En una escena epicéntrica, bailan tango y se besan: escenografía del enamoramiento. Durante decenas de ensayos el beso fue falso, a algunos milímetros de los labios. Pero el día del estreno algo cambia: el beso es real, sobrepasa los límites de la actuación. Se han enamorado. Nora se traslada al conventillo del pasaje Zolezzi. Cuando yo los conozca y su historia llegue a mí, ella estará embarazada. Al cabo de un año regresaré a Buenos Aires y Valentino será un recién nacido.

En la Boca no se sabe adónde comienza y adónde termina la calle. Entre lo privado y lo público no existe una frontera definida. No sólo las ventanas y las puertas están abiertas para mostrar habitaciones, camas, colchas, cuerpos tumbados mirando televisión que impúdicamente muestran muslos, sudor, carne. No sólo la gente viste la misma ropa para estar en casa que para comprar el pan o sacar la basura. También los perros callejeros se convierten de repente en perros domésticos. O viceversa. Se trata de una cuestión de límites blandos, que permiten que lo privado se derrame hacia lo público. Las bolsas de basura, por ejemplo, se acumulan en las esquinas igual a como se habían acumulado en el patio o en la cocina horas antes: la inexistencia de contenedores provoca ese trasvase. En muchas de esas esquinas se hace explícita la transición: las aceras están destrozadas, el cemento roto,
la piedra levantada y en sus intersticios crecen plantas, como si entre el asfalto por donde transitan los autos y la fachada de las viviendas hubiera una tierra de nadie, un posible jardín silvestre por donde transitan los peatones.

La crónica de viajes también circula por esos intersticios: entre la quietud textual y el movimiento de la vida, entre la historia colectiva y la intimidad personal; cada párrafo es una acera levantada entre el conventillo del texto y la experiencia en la calle. No hay puertas que separen lo público de lo privado. Muchos conventillos son de obra en la parte inferior y de materiales aún provisionales en la superior, como si el proceso de urbanización no terminara nunca: como si siempre se pudiera erigir un piso más. Un nuevo capítulo.

En verdad, la historia de Martín y Nora no es más que una de las miles de historias que conforman el entramado de las vidas de Nora y Martín. De todas las demás rescataré aquí algunas, las que se entrelazan con la casa y con el barrio y conmigo, que fui allí viajero casual, falso inmigrado, testigo.

En julio de 2003 Velázquez ya era un perro doméstico. Como Martín, había encontrado el gusto por el hogar. Me recordaba a los perros que, durante mi infancia, vivían casi salvajes en los descampados de Rocafonda, barrio de inmigrados. Durante los meses siguientes me instalé periódicamente en el conventillo del pasaje Zolezzi: en la planta baja, de obra, vivía la familia; en el patio, habitaban Velázquez, el perro
de Martín, y Sol, la cócker de Nora; en el primer piso, tenía yo mi apartamento: cuarto de baño, cocina, salón y dormitorio con suelo y paredes de madera y chapa, amueblados con sillones, colchones y cuadros supervivientes de la época de los abuelos de mis anfitriones.

Con el tiempo conocería bien a Maruja, la madre de Nora, que nació en Galicia y llegó a Buenos Aires en 1941. Su padre, republicano, había llegado cuatro años antes.

–Todavía recuerdo la navegación por las rías, con mis tíos, cuando yo apenas tenía unos años de edad. Ese paisaje me acompañará siempre –me dijo varias veces.

–Yo vine en barco, un barco como el de Venimos de muy lejos, por eso siempre que veo la escena inicial de la obra se me pone la carne de gallina.

La familia de Martín proviene del País Vasco. Cuando viajaron por Europa, visitaron el pueblo de su bisabuelo, Pedro María Otaño, que era un poeta en euskera. En el comedor del conventillo, junto a viejos libros, imágenes en blanco y negro, el piano y el tocadiscos de anticuario, hay una fotografía de Martín junto a la estatua de su antepasado.

La cotidianeidad mata el viaje. Pero también lo revitaliza: cuando te canses de ella, volverás a partir. Yo tuve una rutina en La Boca. Me levantaba a las ocho, encendía el viejo calefón, me duchaba y me vestía sin hacer ruido para no despertar al bebé con mis pisadas; iba al locutorio de Juan Croce, consultaba mi e-mail; desayunaba en La Perla con Daniel Aguirre, pintor de Caminito; regresaba al conventillo, me tomaba un mate con Nora y Valentino; leía o escribía sobre la emigración; pasaba la tarde en el Goethe Institut; de regreso a casa, compraba una botella de vino tinto, que compartiría con Martín durante la cena.

A Juan Croce le habían atracado veinte veces en lo que iba del año; acababa de divorciarse; criaba abejas en un islote de Entre Ríos.

Daniel Aguirre vendía estampas boquenses en el mercado de Caminito mientras se entregaba en cuerpo y alma a su obra, y a los problemas de salud de su suegra.

Nora trabajaba en el galpón; y ensayaba; y coordinaba encuentros de teatro comunitario, siempre en compañía de Valentino Astor, en el cochecito.

Martín cambiaba continuamente de ocupación, pero nunca le faltaba trabajo: espectáculo con zancos, cuidado de jardines, recitación con acompañamiento de guitarras, carpintería. Incluso recibió una invitación de la Academia del Lunfardo, el lenguaje de la delincuencia y del tango, para recitar en un congreso.

Yo paseaba, observaba, anotaba detalles: palabras del argot de los bajos fondos porteños que había oído en mi infancia, porque provenían de España; fragmentos de metal de barco que estaban incrustados en los conventillos, salvavidas o baúles ultramarinos que ahora decoraban restaurantes o dormitorios; nombres de calles que remitían a una topografía importada de Italia o de España; anécdotas (la mujer que envenenó a sus amigas con pequeñas dosis en el té de la tarde, compañera mía en el locutorio; las idas y venidas de Granada Insúa, el auto-proclamado Presidente de La Boca, con quien nunca crucé una palabra; el pintor que se pasó toda la vida retratando paisajes de su Nápoles natal, adonde no había regresado en setenta años); oficios que pervivían
allí (impresor manual, amasador de pasta, pícaro, fileteador, afilador, botellero, hincha de fútbol profesional, bandoneonista, bailarín de tango).

Algunas mañanas caminaba por la orilla del Riachuelo en compañía de Velázquez. No tenía raza conocida,
aunque sí un lejano parentesco con el ovejero alemán –perro policía. En algunos barcos había vida: viejos marineros que hervían agua o asaban carne en una parrilla sobre la cubierta; jaurías de perros que se habían instalado entre los mástiles podridos, en los camarotes oxidados o en las bodegas sin carga.

Porque predominaban los barcos muertos, carne fría de desguace. Sus nombres remitían a otra era y a otro continente: Madrid, Ciudad de Vigo, Río de la Plata, Lisboa, Emperador de los Mares. Hasta la vía del tren que separa La Boca de Barracas caminaba yo a veces, pero las primeras chabolas de una villa me inyectaban enseguida miedo. Y regresaba.

En Rocafonda los inmigrados acceden a pisos construidos por nativos. Tras una breve acogida por parte de familiares o conocidos ya instalados, compartirán un alquiler, entrarán automáticamente en el mercado. En un tipo de vivienda que ha sido diseñado por los arquitectos del país de acogida. La villa, en cambio, supone la llegada a una ciudad sudamericana de técnicas de construcción y de distribuciones espaciales propias de la cultura del inmigrante. Un traslado. Los conventillos son la pervivencia de una práctica común en los emigrantes europeos de los siglos pasados: la erección de sus propias viviendas, a orillas del río, antes de que puedan ahorrar para comprarse una parcela o una casa en un barrio ya consolidado. Los conventillos, además, suponen el matrimonio del material local (la madera del árbol) con el material importado (el metal, la chapa de los barcos): la madera es la tierra y el metal es el mar: el sedentarismo y el viaje se amalgaman en los cimientos, las paredes, las vigas de esa primera casa, necesariamente compartida. Cada familia vivía en una habitación, igual a como lo hicieron mis padres cuando llegaron desde sus pueblos andaluces a Rocafonda, en la periferia de Mataró (en la periferia de Barcelona y de Europa). A finales del siglo XIX, a los conventillos también se les llamaban cuarteles, por la coexistencia de espacios íntimos y comunitarios en el mismo recinto (como en el convento). El patio del conventillo, como el del cortijo o el de la villa italiana, se convertía rápidamente en el centro del diálogo. En el ámbito de la pervivencia oral del imaginario de origen. Los viajeros hablan sobre sus viajes. Los emigrantes sobre su emigración.

En el conventillo el baño se llama biorsi. El calentador, calefón. La cama, catrera. Los bosteros (aficionados de Boca Júniors), xeneizes, es decir, genoveses. El lunfardo, el argot del arrabal, es una legua migrada, híbrida, entre el castellano, el italiano, el catalán, el gallego, el genovés.

Al poco de mi regreso de Argentina, mi hermano llegaría a casa con una pregunta: “¿Por qué nadie me entiende cuando hablo del poyo de la cocina? Todo el mundo dice el mármol de la cocina”. Cogió del anaquel el diccionario María Moliner y buscó “poyo”: “Banco de obra de albañilería o de piedra que se construye junto a la pared en las casas de los pueblos, por ejemplo para poner cántaros. También en el exterior de las casas, junto a la pared”. La palabra se la trajeron del pueblo, del cortijo, del campo. La heredamos. Su equivalente urbano en Cataluña es “mármol”: el marbre de la cuina.

En septiembre de 2002 se representaba en El Galpón de Catalinas El fulgor argentino; al año siguiente, Venimos de muy lejos era la obra en cartelera. La vi cuatro veces. Habla de la llegada de los inmigrantes europeos y su espacio central es un conventillo. Durante el siglo XX, el tiempo de la acción, el espectador asiste a la transformación de Argentina; a la argentinización de los españoles, italianos, polacos, judíos hasta entonces sin patria. En la parte final de la obra llegan nuevos futuros argentinos: paraguayos, bolivianos, de los llamados “países limítrofes”.

La escena inicial es un barco que se abre. La proa, hecha con sábanas blancas, penetra en el escenario y no permite ver los rostros de las decenas de inmigrantes que cantan en una mezcla de español e italiano. Voces que son tristeza. Venimos de muy lejos… La proa se parte, para abrirse en abanico. Vemos los rostros de todos esos recién llegados. Su nostalgia incipiente. Hasta que cambia el ritmo de la canción, se acelera, y empiezan a hablar de la esperanza. “Queremos laburar”, repiten al final de esta escena de apertura: “queremos laburar”.

Una vez coincidí con Maruja en el teatro: efectivamente, siempre llora con ese barco.

Hablando con Daniel Aguirre me comentó que él antes iba mucho al Dock Sur, cruzando el río en la barca. En La Boca se recuerda a menudo el tiempo de los burdeles económicos, cuando todos los jóvenes del barrio cruzaban el Riachuelo para saciarse. La última vez que intentó cruzar el río lo hizo por el puente de Avellaneda y tuvo que salir corriendo. Una banda de pibes chorros iba hacia ellos, robando a todos los que se cruzaban en su camino.

–No vuelvo –sentenció.

El Riachuelo es una frontera. Del lado de acá: la policía bonaerense. Del lado de allá: la policía de la provincia de Buenos Aires. Una frontera pútrida: contamina. El agua es insalubre; el aire, también, a causa de la petroquímica del Dock Sur. Tolueno en la orina y plomo en sangre. Recuerdo el día que me habló de ello Lito Diosccia, el presidente de la asociación de comerciantes de La Boca, en una pizzería, las paredes decoradas con fotografías en blanco y negro de la época de Quinquela Martín, el pintor por excelencia del barrio, con sus amigos banqueros, pescadores o cantantes de tango. Ahora esto es el patio trasero de Buenos Aires, pero durante décadas fue su recibidor de lujo, un puerto lleno de actividad, un barrio limpio, prolijo, sin vagos, ¿entendés?, sin ladrones.

Fui sin cámara de fotos; con cuatro pesos en el bolsillo; con ropa deportiva; sin abrir la boca. Por tanto, no poseo para narrarlo más que el recuerdo. Es el embarcadero más nauseabundo en que he estado nunca. En las orillas del Riachuelo el agua es petróleo, cementerio de botellas, ruedas de camión, barcas que ya desaparecieron. Desciendo la rampa metálica: hay una barca esperando; los mechones rubios del barquero no se alteran por mi presencia. Él sigue comiendo gominolas y contando monedas de veinticinco centavos mientras escucha algo a través de los auriculares. Hasta que no inicie el regreso la barca que hay del otro lado, con cuatro mujeres y una niña a bordo, el viejo barquero remando de pie, no me pedirá la moneda el mío, mucho más joven, vestido con chándal, los mechones teñidos. Entonces saldrá del muelle minúsculo y avanzará los cincuenta metros que deben separar las dos orillas inmundas, mientras sobre nuestras cabezas el puente de Avellaneda gruñe cada vez que es atravesado por un camión, cada dos o tres segundos un nuevo gruñido de metal. La cabeza de un perro sobresale goyescamente del río negro: está nadando en sentido contrario al nuestro: del Dock Sur a La Boca. Enseguida llegamos a la casita de hojalata, pintada de colores, que pese a la neblina y a la porquería se refleja en el agua. Enseguida estoy caminando por la calle General Rivas, entre galpones y astilleros, Caminito a lo lejos, oasis entre tanta degradación. Los conventillos son pálidos aquí. Hay muchos más que en La Boca, completamente de madera y chapa, muchos de ellos están aislados y no unidos al vecino, el gris y el óxido son los colores predominantes. Campo de fútbol de la plaza José Hernández, tapizado de hojas otoñales, las mismas que cubren todas las calles que recorro, por donde parejas de jóvenes, tanto chicas como chicos, armados con rastrillos, las amontonan para quemarlas. El edificio mejor cuidado que veo en mi corto paseo es la Iglesia de Dios de la Isla Maciel.

Todo está más degradado que en La Boca. El patio trasero del patio trasero. El viejo barquero me devuelve a mi barrio. Las venas se ramifican en sus mejillas, como les suele ocurrir a los alcohólicos.

La última vez que fui a ver la obra le pedí permiso a Nora para ver cómo se maquillaba. Las actrices iban y venían, medio disfrazadas de mamá judía o de niña italiana o de joven sevillana, pero aún con sus jeans o sus peinados de porteñas, y Nora, frente al espejo, afilaba sus pestañas, se coloreaba los párpados, sonrojaba sus mejillas, se pintaba los labios, se recogía el pelo, mudaba el acento, impostaba la voz, se quitaba la falda y la camiseta de porteña, se ponía el traje de inmigrada, cada vez menos aquí y ahora, cada vez más aquí y entonces, principios del siglo pasado, días de hambre y calor e incomodidades en un barco transatlántico, la llegada, la adaptación, la peluca, el maquillaje, cada vez más argentina y menos de allí, menos gallega, se disfrazaba Nora de gallega, de su personaje de gallega, frente al espejo, bajo las luces, sus compañeras de reparto ya totalmente vestidas de recién llegadas europeas, Nora ultimando su disfraz de gallega, mientras su madre ya la estaba esperando, como cuando era niña y volvía del colegio, pero esta vez no a la puerta de casa, sino en la platea, en su butaca, dispuesta a llorar de nuevo con la llegada (la partida) del barco, con su acento gallego real, ella misma, tantos años atrás, idéntica a esa actriz que es su hija, alguna vez me disfrazaron de andaluz en mi niñez, yo también actué, la identidad es también una máscara, Nora ahora es gallega sobre el escenario, realmente gallega, por arte del teatro.

En junio de 2004 me fui de La Boca. Dos años después, una banda de nueve o diez niños golpearon a un amigo para robarle la cámara y cinco dólares, a pocos metros de mi casa. Durante esos lapsos de tiempo he mirado muchas veces las fotografías del medio año que pasé en aquel barrio, pero como mera sucesión sentimental, sin prestar atención real, detallada. Mientras escribía este texto, en cambio, he querido recordar. He nombrado rostros, perros, calles, cuadros, barcos: los he situado en un plano y en una cronología: la memoria esforzada es la única que pervive.

En La Boca, sí, les replicaba a mis compañeros del Goethe Institut de la avenida Corrientes; pero no recuerdo haberles dado nunca razones de mi sí rotundo, sin vacilaciones. Nunca les hablé de Rocafonda, ni de la noción hogar, a doce mil kilómetros de distancia, ni de bilingüismo, ni de palabras migrantes, ni de barcos, ni de teatros.

Algunas noches, al volver de clase de alemán en el 152, me encontraba a Velázquez frente a la puerta del conventillo, cerrada. Quizá había pasado una semana merodeando por el barrio, o en la villa del puente de Avellaneda, junto con su otra familia, la que un día le descubrió Martín en sus propios merodeos boquenses. En una época de celo, Velázquez dejaría embarazada a Sol, pero yo ya no vería aquellos cachorros híbridos de apartamento y conventillo, de dama y vagabundo. Volvía: siempre volvía a casa. Yo le abría la puerta. Entrábamos. El pasillo seguía siendo un museo. La casa seguía siendo la guarida de un anticuario. Mientras yo subía las escaleras, él acudía a su rincón. Junto a Sol, o a solas: allí se acurrucaba. Era posible que Nora estuviera actuando, que Martín recitara aquella noche, que Maruja y Valentino durmieran ya en la planta baja. ~

+ posts

(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros más recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: