El pozo Humboldt 66 (cuento)

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Brendan Hatch vino a buscar petróleo en el verano del 56.

Un hombre llamado Gamal Abdel Nasser había nacionalizado en julio de ese año el Canal de Suez y creó problemas en el suministro de crudo dulce del Golfo Pérsico a las refinerías americanas.

El dictador de turno, general Pérez Jiménez, ofreció entonces varias concesiones de exploración en el oriente de Venezuela, donde se esperaba hallar grandes yacimientos. Todo esto alcanzó a Brendan mientras administraba una pequeña naviera en Nueva York.

La naviera operaba sobre la base de “un hombre-un bote”. El hombre era Brendan, y el bote, un tanquero mediano, de treinta mil toneladas, que iba y venía desde la refinería de Belle Chasse, Luisiana, llevando combustible a las Bahamas, Santo Domingo y Cuba.

Debió haber una razón para mantener una oficina en el puerto de Nueva York, en lugar de Baton Rouge o Galveston, pero la desconozco. Tampoco sé por qué un geólogo petrolero de la talla de Brendan –su trabajo en Libia, antes de la guerra, ilustra todavía los libros de texto– terminó a los cincuenta y pico pasando ocho horas diarias sentado en una oficina, sin una secretaria que atendiera el teléfono y haciéndole compañía a un télex que permanecía silencioso la mayor parte del tiempo. De habérselo propuesto, un tipo como él podría haber llegado a dirigir la unidad de exploración de cualquier petrolera del mundo.

Pasaron muchas cosas en aquel 1956: una operación aerotransportada anglofrancesa pretendió sin éxito ocupar de nuevo las instalaciones del Canal de Suez, los tanques soviéticos aplastaron la insurrección en Budapest, Grace Kelly se casó con el príncipe Rainiero III de Mónaco, Fidel Castro y ochenta y pico de sus seguidores desembarcaron en Cuba, Don Larsen lanzó un juego perfecto en la Serie Mundial que una vez más ganaron los Yankees a los Dodgers, un pistolero solitario asesinó al dictador nicaragüense “Tacho” Somoza en el curso de un baile en la ciudad de León y Dwight Eisenhower derrotó a Adlai Stevenson en las elecciones estadounidenses. Fue el año de Gigante, El rey y yo y de Carroll Baker en Baby Doll. El año de Elvis Presley y su Love Me Tender.

Brendan anduvo todo aquel tiempo sumamente urgido de dinero pero, cuando ocurrió lo de Suez, decidió recurrir a su mejor amigo, un hombre que trabajaba para la Schlumberger, en procura de un préstamo. Su amigo lo invitó a almorzar, le entregó un cheque por la suma requerida y, una vez Brendan lo hubo doblado y guardado en su billetera, le preguntó, en son de chanza:

–¿Cómo piensas pagarme?

Con desmayo, Brendan confesó no tener idea. Estaba en un atolladero en el que nunca imaginó que iba a verse cuando, a poco de terminar la Segunda Guerra, dejó la petrolera pensando quién sabe qué cosa. Diez años más tarde no se explicaba su situación. A mucha gente le había ido bien por aquel tiempo, gente que había dejado empleos bien pagados en grandes petroleras para echar a andar sus propios negocios. Brendan había soñado con lo mismo, pero jamás logró establecer un negocio que pudiera llamar realmente propio y verse libre de deudas. Había invertido mucho dinero suyo y de sus parientes políticos en la naviera, pero el tanquero había resultado una calamidad que pasaba más tiempo en dique seco que navegando. Entonces su amigo le habló de las nuevas concesiones que la dictadura de Pérez Jiménez estaba ofreciendo al sureste de Venezuela, donde vivía yo con mis padres, y Brendan decidió que ya era hora de saltar del tanquero e intentar regresar a la exploración petrolera por un salario.

Hay piezas sueltas, pero así es el cuento: Nasser nacionaliza el Canal de Suez mientras Brendan vive una mala racha en Nueva York con Beth, su esposa, y Alanna, su hija. Entonces mi viejo tiene que viajar más de ochocientos kilómetros desde el campamento en que vivíamos en el delta del Orinoco para ir a buscarlo al aeropuerto de Maiquetía.

En su adolescencia papá había llevado los libros de la oficina de café de mi abuelo, en San Antonio de Los Altos, hasta que se peleó con su viejo, abandonó la secundaria, se mudó a una casa de pensión en Los Teques y buscó empleo con los canadienses que administraban el acueducto local.

Aprendió a leer y a escribir correspondencia comercial, sirviéndose de un manual –el manual Sparkman, que aún conservo–, pero no a hablar con fluidez el inglés, así que pagó de su bolsillo las sesiones matutinas de conversación que sostuvo con un trinitario, también empleado de los canadienses, sentados ambos en un puente ferroviario que pasaba sobre el embalse del acueducto, comentando números atrasados del Toronto Star antes de entrar a la oficina.

Papá leía en voz alta los titulares y el trinitario corregía su pronunciación mientras distraídamente dejaba caer piedras al embalse, cuarenta metros más abajo, entre los bambúes y los helechos arborescentes y bajo el alboroto de las guacharacas.

Pero una cosa es con guitarra y otra con bandola: cuando, después de huir de Los Teques por un lío de faldas –las faldas de mamá, por entonces camino a ser madre soltera–, consiguió trabajo como contable bilingüe en un campo petrolero de la costa oriental del Lago de Maracaibo –calculo que eso fue en el 38, mucho antes de casarse con mamá–, el viejo descubrió que el inglés de su tutor trinitario era bastante idiosincrásico, por decir lo menos.

Ninguno de los angloparlantes de las cuadrillas de perforación costa afuera, gente venida de Tejas o Luisiana, lograba entender al viejo cuando este les hablaba, porque usaba demasiadas voces y modismos trinitarios, muchos de ellos transmigrados del vecino oriente de Venezuela. Voces como mamagay, por ejemplo, que en el inglés de la isla quiere decir precisamente eso: mamar gallo. Cada vez que la usaba –y papá la usaba con frecuencia– los gringos respondían confundidos y apenados, achinando los ojos: Come again, Mr. Fuentes? Esto de su inglés trinitario llegó a tenerlo muy preocupado. Temió ser despedido.

Una noche entró a un cine descubierto de Lagunillas donde pasaban una de gángsters. Cuando comenzó la película, papá encendió un Lucky Strike y deliberadamente se escurrió en su butaca hasta ocultar por completo a su vista los subtítulos con el respaldo de la butaca delantera. Desde esa noche las películas de gángsters fueron su método audiovisual de conversación inglesa.

Al cabo de varias películas, vistas una y otra vez, los ingenieros de yacimiento y los perforadores americanos comenzaron a entenderlo. Cierto que los recién llegados seguían subiendo una ceja, sorprendidos, cuando el viejo los apostrofaba como lo haría Edward G. Robinson en Hampa dorada, pero, de ahí en adelante, ya nunca le respondieron con un “¿cómo dice, míster Fuentes?”.

Así pasaron casi veinte años para él, criando fama entre los petroleros gringos, sin saberlo, de excéntrico imitador de James Cagney, persuadido de que el sociolecto concebido por Hollywood en los años treinta para hacer hablar a sus gángsters de embuste sin usar palabrotas era coloquial inglés americano, inglés de todos los días. Vivió en esa ignorancia hasta la vez en que fue a recoger a Brendan en el aeropuerto para conducirlo hasta el campamento.

El hotel Potomac, en San Bernardino –por entonces el apacible barrio judío al pie del Ávila, la montaña con que Caracas linda al norte–, estaba a una cuadra del cuartel general de la Royal Dutch-Shell que hoy ocupa la Comandancia General de la Marina. En aquel entonces “las pequeñas”, las concesionarias como la Phillips o la Sinclair, que no eran ni la Standard Oil ni la Shell, repartían sus oficinas en varios edificios cercanos, en La Candelaria. El Potomac siempre estaba repleto de gringos, ingleses y holandeses.

Aunque alentaba a todo mundo a llamarlo por su nombre de pila, Brendan llamó siempre míster Fuentes a mi viejo. Brendan y míster Fuentes se alojaron en el Potomac por un par de días mientras aquel se entrevistaba con sus jefes del departamento de geología de la Phillips Petroleum y recogía los mapas y la literatura geofísica de la ribera izquierda del Orinoco, con la que debía familiarizarse. Emprenderían viaje luego hasta el campamento de Oritupano, al oeste del delta.

Durante el desayuno del último día en Caracas, Brendan desplegó un mapa de bolsillo sobre la mesa y pidió detalles a mi viejo acerca del viaje que tenían por delante. Quería saber en cuántas etapas lo harían y cuánto tardarían en llegar.

–Bajaremos de nuevo al aeropuerto –explicó papá– para tomar un vuelo hasta Maturín, donde pasaremos la noche. Mañana temprano lo llevaré en el jeep hasta Oritupano. Si todo sale bien, llegaremos al campamento al final de la tarde.

Cuando un botones presentó a Brendan la cuenta del hotel, mi viejo le impidió pagar de un modo a un tiempo servicial y gangsteril. Se adelantó a tomar desenvueltamente la factura mientras decía, mordiendo las palabras:

–Mejor quédate donde estás, capullo. Yo haré el trabajo.

Y fue hasta la recepción a pagar la cuenta. Al regresar a la mesa, Brendan le dijo:

–Así que usted es el imitador de James Cagney.

Confundido, papá se quedó de una pieza. El comentario de Brendan le hizo comprender, vertiginosamente, que había pasado veinte años haciendo el ridículo ante sus empleadores.

Camino al aeropuerto decidió contarle todo sobre su método audiovisual de conversación inglesa. Brendan reía y se daba palmadas en los muslos cada vez que el James Cagney de Los Teques soltaba, maquinalmente y a pesar suyo, una frase hecha a la medida de George Raft o Humphrey Bogart, pero claramente no a la de un esmerado y cortés oficinista criollo. Simpatizaron.

A nueve mil pies de altitud, y volando en un Curtiss C-46 de la compañía, rumbo a oriente, James Cagney Fuentes le habló a Brendan por vez primera del barón de Humboldt y de sus viajes por las regiones equinocciales del Nuevo Continente a fines del siglo XVIII.

El barón había estado explorando los Llanos y la Cuenca del Orinoco a fines del siglo XVIII, muchísimo antes de que Ralph Arnold dirigiera el primer catastro geológico del país entre 1911 y 1914. Arnold había contado con la ayuda de otros 43 geólogos americanos y todo el dinero de la Shell; el barón, en cambio, costeó de su bolsillo sus andanzas a pie por las mismas sabanas anegadizas que Brendan debía explorar.

–Fue el primero en hallar trilobitas fosilizadas y esquistos bituminosos en el costo Orinoco –explicaba papá.

El viejo no era geólogo, pero sí gran lector y muy amigo de recolectar saberes del todo inútiles para un contable de refinerías como él, cosas como por qué las raíces del moriche tiñen de rojo los caños o por qué los llaneros llaman “costo Orinoco” al ciclo de crecidas y bajadas del río que prevalece al sur de la mesa de Guanipa y de Morichal Largo, en la margen izquierda del río.

Quizá por eso la compañía lo destacó en el campamento de Oritupano para servir de intérprete a Brendan y asistirlo algo más que en lo meramente administrativo por el tiempo que durara la campaña de exploración. Cuando esta terminara, mi viejo volvería a la refinería de San Roque, a llevar los libros de contabilidad y supervisar las ventas de parafina a las fábricas de velas del país.

San Roque ya era una cafetera vieja cuando la desarmaron en Luisiana para instalarla de nuevo en pleno llano venezolano. Todavía está allí, sus torres siseando día y noche y arrojando vapores a la atmósfera sabanera. Todavía produce exclusivamente parafina.

Como mi viejo era más bien misántropo y amigo de la vida al aire libre, la campaña sismográfica vino a ser para él como una larga vacación.

–Suena interesante, míster Fuentes –respondía invariablemente Brendan a cada mención de todo lo que había hallado el barón de Humboldt antes que él.

El cañón de aire y sus compresores, la unidad de sismografía, los camiones y los cuarenta y tantos macheteros que requería la campaña aguardaban ya a Brendan en el campamento, pero él aplazó una y otra vez la partida. En lugar de salir a explorar prefería pasar el día en las oficinas, leyendo la literatura geofísica y haciendo toda clase de preguntas.

–¿Qué hay aquí? –preguntaba, moviendo circularmente el dedo índice sobre el mapa del territorio cedido en concesión. Mi viejo respondía dando preferencia a los indicios superficiales: domos de sal, manaderos de brea, aguas termales, afloraciones del subsuelo, sin olvidar los toponímicos.

La exploración superficial nació como un arte del Lejano Oeste que prestaba mucha atención a las toponimias. Everett DeGolyer, que a principios del siglo pasado dio con el yacimiento de Potrero del Llano número 4, en México, se benefició de un glosario de nombres de lugares, indígenas y españoles, de tiempos de la Conquista, elaborado por una pareja de exploradores californianos. Si en un antiguo mapa español veían un sitio llamado “La Brea” o “Río Negro” o “Chapapotal” o “Laguna Negra” tenían buenas razones para presentir un yacimiento. Detrás de las toponimias venían los estudios sismológicos y estratigráficos y los tentativos taladros de exploración, hasta dar con el crudo. Así, al menos, lo hacían entonces, cuando no existía la geofísica satelital para el estudio de cuencas sedimentarias y a muchos geólogos todavía los apodaban “Botas”.

–¿Temblador? ¿Qué quiere decir “temblador”? –preguntó un día Brendan.

–Hay un río allí en el que abunda el temblador: la anguila eléctrica –dijo papá–. Tiembla cuando lo tocan y puede matar a un caballo con su descarga eléctrica. Tiene adentro una glándula o un órgano o un espinazo que funciona como una pila voltaica. Humboldt registró el caso de un hombre que lograba que las anguilas eléctricas cargaran una botella de Leyden.

–Humboldt, ¿eh? Suena interesante.

Temblador estaba en el confín occidental de la concesión. Brendan decidió que comenzarían por allí, moviéndose al sureste en línea recta, hasta llegar al límite oriental, a través de una franja oblicua de doscientos kilómetros de largo y doce de profundidad que se adentraba en el delta. Pero pasaron varias semanas antes de ponerse en marcha porque, justo después de fijar la fecha de inicio a la campaña, Brendan declaró abierta la temporada de caza del venado matacán.

Nada más llegar a Oritupano, Brendan había visto la escopeta Belgium de dos cañones y la cornamenta del venado enano, rodeada de fotos de un tigre mariposo cobrado hacía ya tiempo al sur de Las Mercedes del Llano y que papá exhibía en una pared de su oficina. Fue entonces cuando Brendan quiso ir de cacería.

Salieron en un camión semioruga, un transporte de infantería M3, excedente de guerra, que llevaba pintado en las puertas el emblema de la compañía: Phillips 66. Llevaban la Belgium calibre 12 y una Savage .16 de cañones superpuestos, tomada en préstamo del parque de la compañía. Los acompañaba el señor Moreno, un capataz que hacía las veces de baquiano y maestro sancochero. Brendan iba al volante.

Estuvieron fuera más de una semana, moviéndose siempre hacia el suroeste, a veces por carretera y otras a campo traviesa, acampando en los morichales hasta llegar a Boca de Tigre y a los altos de Barrancas, donde Brendan se estuvo toda una tarde sentado en una elevación, sobre un hormiguero reseco, fumando su pipa y contemplando a un lado los morichales y al otro el Orinoco.

Cuando al fin regresaron al campamento, sin venados ni patos, pero con dos cavas llena de bagres rayados, lau-laus, cachamas, guasas, sardinatas y sapoaras que compraron en el mercado de pescado de Barrancas, a Brendan lo esperaba una media docena de mensajes urgentes de la oficina de Caracas.

–Bueno, míster Fuentes, parece que tendremos que salir a buscar petróleo –dijo Brendan luego de hablar por radio con sus jefes.

Pero gran parte de la fuerza machetera concentrada en el campamento se había dispersado y vuelto a sus pueblos, desesperando de ver comenzar la campaña. Los demás reclamaron a papá los salarios caídos y conocer el porqué de tanto aplazamiento. Mi viejo advirtió a Brendan que tardarían otros dos días en reagrupar a la gente y alistar el cañón de aire.

–Olvide los macheteros y el cañón de aire. Sé exactamente adónde quiero ir –dijo Brendan, poniendo un dedo en el mapa–. Perforaremos aquí. Es un wildcat.

Brendan era un rastreador nato de “gatos salvajes”, pozos que se hallan donde nada en la literatura ni en los estudios previos indica que pueda haber petróleo. Sus mayores éxitos los había alcanzado, justamente, perforando en comarcas sin reservas probadas, en Luisiana y el “Mango de la Sartén”, al noroeste de Tejas. Pero eso lo supimos mucho más tarde.

Lo de dar con un wildcat era algo que papá podía entender, pero hacer perforar un pozo de comprobación sin el respaldo de ningún perfil sismográfico iba contra las reglas del negocio. Temió una vez más por su empleo: alguien podía alegar que su deber era reportar cualquier desconocimiento del manual. Resolvió denunciar a Brendan ante el sanedrín de geólogos de la oficina en Caracas, pero antes quiso advertírselo cumplidamente.

–El petróleo está donde lo encuentras, muchacho, no donde diga un jodido sismógrafo –respondió Brendan como lo habría hecho James Cagney de haber sido geofísico–. Además, no es tu dinero, ¿o sí? Ocúpate de hacer llevar una cabria y un taladro donde yo te diga, compadre, ¿quieres? Si no ya puedes volverte a despachar parafina en San Roque.

Brendan era el geólogo de campo y estaban en campaña. Tenía la autoridad y también la potestad, así que papá terminó poniendo un télex a los de ingeniería de producción en Maturín pidiendo que le enviaran un taladro y una cuadrilla de perforación al campamento.

Brendan solía decir que lo único que sabemos de cierto es que el crudo se halla bajo tierra y que por eso los geólogos son ocultistas pues siempre están hablando de algo que no pueden ver. El mejor argumento que tuvo para justificar el emplazamiento del taladro fue una luna en creciente, avistada desde aquel particular sitio durante el costo Orinoco, mientras velaban infructuosamente la aparición de los venados enanos. Aquella luna le recordó otra luna, en Odessa, Tejas, donde el petróleo dio con Brendan en el 39. Eso lo decidió a perforar.

Mientras los ingenieros de producción emplazaban el taladro explorador, Brendan y y papá se fueron a pescar pavones. Volvieron al emplazamiento justo a tiempo para ver la mesa giratoria dar la primera revolución. Cinco semanas más tarde la mecha dio con petróleo a ochocientos veinte pies de profundidad.

Brendan recibió la noticia mientras almorzaba con nosotros, un día domingo.

–El petróleo está donde lo encuentras –dijo papá, jubiloso y zalamero.

–El petróleo está donde él da contigo –revolvió, triunfal, Brendan–. Lo llamaremos Humboldt. Humboldt 66, ¿qué te parece? A tu amigo el buscador de trilobitas le gustará.

Estaba tan ufano que mis viejos no quisieron sacarlo del error.

En aquel tiempo no había oleoducto que llegara hasta el delta, pero eso no tenía importancia porque la compañía sólo quería asegurar reservas. Así que una vez que los ingenieros desmontaron la cabria, sellaron el Humboldt 66, lo inscribieron en un registro y todo el mundo se olvidó de él hasta mucho después de la nacionalización del 76.

En 1997 la British Petroleum lo adquirió en una subasta y el pozo por fin entró en producción. Se secó al año y medio. No respondió a la inyección de gas: no era más que un bolsón de arenas bituminosas sin ninguna conexión con yacimiento alguno de la cuenca sedimentaria del Orinoco. Buscaron los perfiles sin hallarlos: en su momento, Brendan los había prometido para más adelante, pero nunca cumplió. Para entonces ya nadie pudo pedirle cuentas porque había muerto en 1973, junto con su esposa y otras 241 personas, carbonizado a bordo de un 747 de KLM en el desastre aéreo de Tenerife. Regresaban a Houston desde Amsterdam, donde habían ido a visitar a sus nietos.

Después de ver sellar el pozo, Brendan y el viejo regresaron al campamento. Rodaban en silencio cerca de Uracoa cuando Brendan preguntó de improviso:

–Ese hombre, su amigo, Humboldt, ¿para quién trabaja ahora?

Un cuarto de kilómetro más tarde James Cagney respondió:

–Creo que ahora está con la Texaco. ~

 

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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