El plagio y el bisoñé

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

En una novela de Graham Greene, quizá El agente confidencial, un personaje le dice a otro que jamás se fiaría de un hombre capaz de llevar un bisoñé. Siempre me ha parecido un comentario un tanto arriesgado pero agudo. Sin duda hay portadores de bisoñés que son personas perfectamente honorables. Pero también es cierto que el encubrimiento de algo tan irremediable como lo es una calva, que al parecer hasta provoca en algunas mujeres un irrefrenable impulso erótico, suena ligeramente sospechoso. ¿Para qué pretender lo que no se es?, preguntaría un ingenuo. La respuesta queda siempre —o casi siempre— en suspenso. La cuestión que plantea aquel gran moralista británico sigue en pie. Personalmente creo que a Greene no le faltaba del todo razón.
     Voy a hacer otra pregunta: ¿se fiaría usted de una persona sorprendida en flagrante delito de plagio? Si la pregunta, que no es nada retórica, me la dirigiera a mí mismo respondería que no. Plagiar es feo, es antiestético incluso, pero sobre todo es inmoral. He de decir, sin embargo, que siempre que pienso en un plagiario en acción tengo una ligera sensación de vértigo. Imagino la secreta voluptuosidad que debe encender los sentidos del delincuente al encontrarse con tal o cual página, tal vez amada, en la que se va a entrar a degüello, el corazón y la mente sacudidos por el pálpito de lo prohibido. Y eso ocurre en un instante, en un brevísimo abrir y cerrar de ojos. Durante ese lapso mínimo las comillas se vienen abajo y las frases amadas, apetecidas o hasta puede ser que detestadas brillan con otra luz y se vuelven íntimas, amigas, personalísimas. ¿Apropiación indebida? Yo no lo llamaría así. Más bien evocaría el fantasma de Pierre Ménard, el minucioso autor del Quijote.
     Sólo que en ocasiones no se trata del Quijote. Cuando a una señora cuyo nombre no quiero escribir porque lo sabe todo el mundo la sorprendieron en ejercicio de plagio de una mala novela cualquiera, un apasionado columnista político adujo en su defensa el ejemplo de Shakespeare. Por mi parte, además de recomendar a ese defensor de damas en peligro que se diera un breve paseo por una buena edición crítica de las obras del que los románticos llamaban, con cierta impropiedad, "el cisne de Avon", para que comprendiera mejor la verdad o la no verdad de ciertos malignos rumores histórico-literarios, le pediría que no se alejara tanto en el tiempo.
     Antaño un académico entregó buena parte de su labor profesional a desvelar los plagios de Valle-Inclán. También lo hacía, pero con escritores infinitamente más modestos, Leopoldo Alas. Sólo que en este caso uno lamenta que un escritor tan grande perdiera su tiempo en batallas tan pobres. Pero fue capaz de escribir La Regenta, que no es poco sino muchísimo. En cuanto al académico, que en paz descanse, el olvido ha hecho justicia con él como con tantos otros.
     Mientras tanto, el circo continúa. ¿Importa mucho? El plagio está en camino de convertirse en un género literario más. De verdad, ¿importa mucho en un país donde no es ningún secreto que tal o cual escritor o escritora va a recibir determinado premio literario —no me refiero a uno en concreto sino a todos a la vez— meses antes incluso de que sea convocado? Cuando se les felicita porque la noticia es ya oficial, los hay que, pudorosos, agrian el gesto. ¡Pero si tú lo sabías de sobra! ¡Claro! ¡Pero aun así! La cortesía obliga. Siempre he admirado la capacidad de ilusión de los cientos y hasta miles de escritores y escritoras que escriben novelas, las corrigen, las tocan, las retocan, las encuadernan en un taller de copistería y las envían por correo, ungidos por la santa inocencia de los benditos de dios. He sido jurado de un montón de premios literarios no comerciales en mi vida, nacionales e internacionales; únicamente he conocido uno que se da con alguna garantía de justicia, escasa pero alguna: el premio Aristeion, una especie de Nobel a escala de la Unión Europea. Por eso precisamente pienso que no lo conoce casi nadie en ningún país.
     Propondría que en cuanto al plagio fuéramos audaces, creativos. ¿Qué tal crear un premio al mejor plagio del año? Podría llevar el nombre de un viejo escritor cuyo nombre me viene a la memoria que, empujado por la necesidad, recurrió al plagio y que, sorprendido en el delito, se retiró de la vida literaria. Era un ser moral; cometió un pecado y lo expió.
     Claro que el premio que propongo, al contrario que los otros, los que aparecen más en los periódicos, no estaría remunerado. Faltaría más. Tampoco supondría un baldón, por supuesto. Esa es una palabra que ha desaparecido de nuestros medios literarios. ¿Como la decencia? Es posible. –

+ posts


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: