El misterio en una mosca

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EL OJO DE GOETHE

En el lado sur de Bryant Park –a espaldas del edificio de la Biblioteca Pública de Nueva York- se erige un sencillo monumento bajo la sombra de los grandes sicomoros. Se trata de un busto de bronce, negro, de J.W. Goethe, que The American Goethe Society alzó en un pedestal en 1932, centenario de la muerte del poeta. La obra, esculpida por Karl Fischer el año del fallecimiento del escritor, es sobria, vigorosa.

Se trata del Goethe maduro, olímpico, aquel que en el invierno de 1826 ilustraba de manera práctica a Eckermann un aspecto de su teoría de los colores mediante los diferentes matices que tomaba la incandescencia de una llama de alcohol en una cuchara. “Precisamente he aquí la grandeza de la naturaleza”, le confió el maestro al siempre atento Eckermann ese día de diciembre, “que sus más grandiosos fenómenos los repite siempre en pequeño”.

La mirada negra –pero no ciega- de la estatua se dirige hacia el carrusel de Bryant Park, que a escasos metros de Goethe, hace girar sus 14 animales fantásticos una y otra vez, ante la expresión impasible del autor de Nahe des Geliebten.

El Bryant Park es un sitio popular en la primavera y el verano y que la gente que trabaja en midtown Manhattan elige para comer y relajarse al aire libre. Hace unos días me dirigí al parque y me senté un ratito al lado del carrusel y de Goethe. Y entre la ligera música del juego mecánico -arreglos de temas operísticos que se balancean entre la alegría y la melancolía-, los gritos de los niños y el pasear de la gente, presencié cómo una mosca -una de esas moscas gruesas, plenas de volumen, tornasolada, una especie de prisma, una mosca que más que mosca era un verdadero arcángel- voló desde el borde de una hoja y se posó, con precisión y suavidad, sobre la pupila derecha de Goethe. Y en ese centro –porque ¿quién podrá negar que el ojo de Goethe es verdaderamente el centro de un universo?- se quedó inmóvil.

Y la sombra de la magnífica cabeza del poeta fue azul en ese instante.

– Gaspar Orozco

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