Ilustración: Martín Elfman

El mercado laboral español: una breve historia, un oscuro futuro y una alternativa

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Hace ya seis años que el paro es lo que más preocupa a los españoles. No es para menos, claro: llevamos más o menos el mismo tiempo con un desempleo que ronda el 25%. Resulta tentador dejar nuestras explicaciones, miedos y frustraciones laborales calentarse, arder y finalmente perecer al calor de la crisis. Resultaría comprensible si no fuese porque en España el paro siempre, y no solo en esta crisis, ha sido tan excesivo que nos ha permitido mirar al resto de naciones desarrolladas desde unas tristes cumbres.

A principios de los años ochenta Occidente estaba preocupado porque la inflación y el desempleo se habían desbocado en paralelo; España mantenía un porcentaje que casi doblaba al del siguiente país en la lista. En la crisis de inicios de la década siguiente llegamos a un 24,6% de paro mientras que en lugares como Finlandia o Irlanda se consideraba una catástrofe rozar el 15%. Solo durante el boom inmobiliario ha alcanzado España niveles de desempleo cercanos a lo razonable, en torno al 8%. Incluso en ese momento países primos hermanos del nuestro en situaciones no particularmente buenas (Francia, Portugal) estaban mejor situados. Necesitamos una burbuja crediticia de proporciones gigantescas para conseguir crear empleo a un ritmo razonable. Lo sorprendente no es que nos preocupemos ahora por el paro, sino que no lo hayamos hecho de manera constante durante los últimos treinta años.

Cómo llegamos hasta aquí

Nuestros niveles de desempleo comenzaron a dispararse en la década de los setenta, cuando la economía hizo frente simultáneamente a shocks inflacionarios de origen energético y a la incorporación al mercado laboral de mujeres, hijos del baby boom del desarrollismo franquista y emigrantes retornados. Todo ello se produjo en un contexto de reconversión económica por obsolescencia de la industria tutelada por la dictadura: proponer un ajuste salarial para acomodar la caída de la productividad y el incremento de la fuerza de trabajo era impensable, puesto que habría generado unos niveles de conflictividad difícilmente asumibles por el régimen naciente. Por el contrario, en la Transición se produjo una espiral de subidas del paro y los salarios en paralelo a la inflación que solo se comenzó a embridar a finales de la década.

Cualquier país puede optar por dos herramientas (combinadas) para proteger a los empleados del riesgo de desempleo. Se puede proteger a los trabajadores a través de gasto en subsidios de desempleo y formación que garanticen su poder adquisitivo en caso de despido y faciliten la reincorporación a la ocupación en un tiempo relativamente corto. O, por el contrario, se puede limitar la capacidad de las empresas para despedir libremente, maximizando la duración de cada puesto de trabajo. España fía casi todo a esta última vía a través de rigideces legales, a diferencia de aquellos países donde contratar y despedir es sencillo pero cada trabajador cuenta con una potente red de seguridad (como en Dinamarca).

La ineludible “demanda” de flexibilidad del empresario se viene cubriendo desde el primer gobierno socialista a través de una segmentación del mercado de trabajo. La reforma laboral de 1984 consolidó una situación ya adelantada por numerosos decretos presuntamente pasajeros aprobados en los años anteriores: los contratos de tipo temporal, por obra y servicio y demás modalidades no permanentes podrían utilizarse con relativa libertad para cubrir puestos de trabajo normales. Estos modelos ofrecían condiciones de contratación y sobre todo de despido (por simple extinción) más flexibles y convenientes para los empresarios. Se abría así una puerta de atrás para todos los nuevos miembros del mercado laboral y se facilitaba al capital una manera de controlar gastos salariales fuera de la rigidez y de los sindicatos, poblados principalmente por trabajadores indefinidos.

Pero esta medida no tuvo apenas efecto sobre la relación entre ocupación y desempleo. Lo que se modificó fue la naturaleza de la relación laboral. En poco más de media década el país alcanzaría un 33% de trabajos temporales sobre el total de contratados, unos niveles sin parangón en nuestro entorno. La precariedad no solo no eliminó el paro, sino que pasó a ser el segundo pilar del sorprendentemente constante desastre laboral.

Así llegamos a 2007, cuando la fuente de creación de empleo de la burbuja se agotó de manera súbita y el paro alcanzó el 25% sin cambiar el hecho de que nueve de cada diez contratos firmados al mes en España eran temporales. Ambos factores se combinaron para depositar todo el poder de negociación a la hora de determinar condiciones laborales y salariales en manos de los empresarios: así, la presión de un recién contratado para encontrar cualquier otro puesto en caso de hipotético despido o renuncia es mucho mayor que la de su jefe para poner a un repuesto. Los sindicatos, por su lado, siguen dominados por trabajadores indefinidos y desproporcionadamente implantados en ciertos sectores (industria, sector público, grandes empresas).

Pero la situación no es tampoco una panacea para las empresas en el largo plazo, pese a que en el corto parezcan bastante felices con este menú de opciones. La dualidad laboral es un veneno para la productividad: genera equipos formados por trabajadores precarios (la proporción de temporales es mayor en las organizaciones de menor tamaño) con futuro incierto y por estables que saben que sus puestos no peligran porque los primeros serán, casi siempre, despedidos antes. Además, todos ellos cuentan con una escasa oferta formativa especializada. Los incentivos para mejorar y crecer se cuentan con los dedos de una mano.

Qué hacer

Si consideramos su situación en el mapa de opciones de regulación laboral, España está en la casilla de la dualidad, cuyos problemas (y su nefasta relación con un desempleo estructural alto) son evidentes. Movernos hacia un modelo proteccionista, como se propone desde algunas instancias de la izquierda más clásica, implicaría introducir rigideces sumadas a gravámenes impositivos (que subirían los costes salariales) en el principal factor productivo de nuestra economía, la mano de obra. Resulta difícil justificar semejante estrategia si se desea mantener una economía abierta, en relación de competencia e intercambio con el resto del mundo.

Cualquier intento de eliminar la segmentación renunciando a un mayor proteccionismo significará cerrar la brecha de protección entre indefinidos y temporales. Pero hay argumentos sólidos para defender algún tipo de protección. Un cierto nivel de seguridad proporciona incentivos al trabajador para invertir en formación específica a su puesto. También puede defenderse la protección directa contra el despido desde un punto de vista de justicia social para equilibrar el poder entre sindicatos y capital en el resto de negociaciones o para desincentivar el despido masivo de trabajadores mayores que lo tienen más difícil para encontrar un empleo. Una vez decidido un nivel razonable y no segmentado de regulación por despido, si nos preocupan la igualdad (de oportunidades), la eliminación de la pobreza y el mantener una fuerza de trabajo actualizada, debemos asumir grandes inversiones para formar y garantizar la calidad de vida de quien busque activamente un empleo, acompañando al individuo a lo largo de todo su periplo en el mundo laboral.

Una ventaja fundamental de este modelo es que sirve para luchar en el frente del desempleo estructural. La experiencia nos dice que las políticas de oferta (liberalizaciones de mercados de productos y servicios, reducción de la protección por despido) no son suficientes para salir del pozo en que nos metimos hace décadas. Pero no estamos hablando de una especie de Plan e masivo, sino más bien de extremar el gasto en formación (sobre todo técnica y vocacional), incorporando previamente las reformas necesarias para hacer nuestro sistema educativo lo más eficaz posible. También sería interesante profundizar en la estimulación de la igualdad en el ciclo laboral entre generaciones, así como entre hombres y mujeres. Se trata, como habrá notado el lector, de políticas que actuarían al mismo tiempo en el lado de la oferta, reduciendo “cuellos de botella” para el funcionamiento de la economía, y en el de la demanda, creando nuevas oportunidades de gasto y de trabajo.

El objetivo de esta combinación de políticas, en definitiva, es avanzar de manera lenta pero segura hacia un mejor maridaje entre igualdad y eficiencia.

Y cómo hacerlo: una conclusión

Lamentablemente, no sabemos del todo por qué ciertos países terminaron aplicando un modelo laboral y otros, otro. Disponemos, eso sí, de algunas intuiciones útiles. Unas tasas de sindicación progresivamente más altas y homogéneas, sin grandes diferencias entre sectores económicos o de la población, y una patronal igualmente coordinada podrían ayudar a alcanzar acuerdos que nos pongan en el camino de las reformas descritas. Si todo ello funcionase en un marco regulatorio de la negociación colectiva que incentivase grandes pactos nacionales pero posibilitase una cierta flexibilidad interna dentro de las empresas estaríamos, además, dando claros incentivos para cambiar los modelos empresariales hacia otros más escalables, acordes con mayores tasas de sindicación e inversión en formación.

Pero la realidad es que ahora mismo no disponemos de estas instituciones. Así que por algún sitio debemos empezar a tirar del hilo. Por ejemplo, ante la pregunta ineludible de quién paga los programas y de dónde sacamos el impulso reformador, la única respuesta posible es la misma que España lleva dando desde que las cosas le han empezado a ir realmente bien, en 1986: nosotros… junto al resto de Europa.

Lo normal ante una crisis como la que hemos sufrido es lo que los economistas llaman un two-handed approach: un programa de reformas estructurales acompañado de un impulso fiscal y monetario, ni más ni menos que lo explicado hasta ahora. El problema es que España está fiscalmente seca y no dispone de soberanía monetaria, así que el acuerdo con el resto del continente es ineludible: reformas a cambio de algo de ayuda. Al mismo tiempo, resulta imprescindible formar una nueva coalición dentro de nuestras fronteras a favor de un drástico cambio en nuestras políticas de igualdad laboral, que favorezca las oportunidades de quienes hasta ahora han sido dejados de lado y redirija el gasto público hacia ellos, reduciendo la necesidad de, como las llama el politólogo Pablo Beramendi, “regulaciones punitivas a trabajadores y empresarios”. Se trata de configurar un pacto entre trabajadores estables y precarios que sea, además, relativamente aceptable para el capital.

Lo que aquí se propone es un salto tan grande como políticamente peligroso que implicaría romper con toda una tradición de políticas laborales que ha creado grupos de ganadores y perdedores con pocas ganas de que jueguen de más con sus destinos. Es probable que la mayor esperanza resida en el temor: si no queremos acabar en una situación de estancamiento permanente o dejar todo el espacio a la voracidad del mercado, no nos queda alternativa. A veces el miedo es la única fuente posible de valor. Aprovechémoslo. ~

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(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.


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