El llamado y el aprendizaje

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En todas las vocaciones intervienen dos elementos: el llamado y el aprendizaje. ¿Qué es el llamado? Me parece imposible definirlo. Sin conocer exactamente la razón, un día sentimos una atracción inexplicable hacia esta o aquella actividad: la herrería, la actuación escénica, la equitación, la música. Casi siempre esa atracción es irrefrenable; casi siempre también está asociada a la habilidad o al talento que requiere la actividad que nos atrae. Cierto, la excelencia es rara y sentir atracción por esto o aquello no implica necesariamente talento o maestría. Aunque el talento sea raro en todos los oficios, el llamado nace de una disposición innata que nos otorga, en proporciones variables, la capacidad de hacer las cosas. Además, nos da el goce de consagrarnos a aquello que amamos. El llamado es interior y puede ser instantáneo o paulatino; apenas se manifiesta, deja de ser una revelación, es decir, el descubrimiento de una afición oculta, para convertirse en una imperiosa invitación a hacer. La palabra central, el corazón del llamado, no es el conocer sino el hacer. Es un hacer inseparable de nuestro ser más íntimo: el pintor pinta porque cree, y en parte es verdad, que sólo en y por la pintura llegará a ser lo que es; pintar es su destino y sin la pintura él no tendría existencia real, sería una sombra de sí mismo.
     El cuadro o cualquiera otra obra posee una existencia independiente de su hacedor. La mesa para el carpintero, el puente para el ingeniero y el óleo para el pintor, una vez terminados se separan de aquellos que los hicieron. La vocación nos llama a ser lo que somos a través de algo distinto de lo que somos: obras, objetos, ideas, actos. Lo interior se transforma en lo exterior. La vocación nos dice: tú eres lo que haces. De ahí que en todos los oficios y las artes lo ideal sea la objetividad. Extraña y diaria paradoja: el sujeto, para realizarse, debe desaparecer. ¿Qué queda del hombre Shakespeare en las obras de Shakespeare? ¿Quién fue realmente Esquilo? La biografía de Dante es un puñado de datos dispersos sobrenadando en lagunas inmensas. No importa: la Commedia nos dice todo lo que tenemos que saber sobre Dante y su época. No niego que en muchas obras, sobre todo en las modernas, triunfa la subjetividad y con demasiada frecuencia aparece en ellas, apenas disfrazado, el autor con sus manías y sus tics. Pero en otras obras modernas —no son pocas y varias son excelsas— la subjetividad se redime: el yo del poeta y del novelista se desprenden de su autor y alcanzan una suerte de objetividad ejemplar. Lo particular, sin desaparecer, se
vuelve universal.
     El hombre, decía Aristóteles, es imitador por naturaleza y el aprendizaje comienza con la imitación. Sin ella, serían inexplicables todas las vocaciones, pues ¿de dónde viene el llamado sino de un movimiento anímico que nos lleva a emular e imitar al que admiramos? La admiración nace de la capacidad maravillosa de asombrarse. Es un sentimiento frecuente en la infancia y en la adolescencia. Una obra o una persona nos inspira asombro y, si ese sentimiento es profundo, algo más pleno: adhesión. Nos identificamos con aquello que admiramos y entonces brota el deseo de imitación. Por la imitación nos apropiamos de los secretos del hacer. El llamado nos invita a hacer; la imitación nos enseña cómo hacer. Guía a veces pérfida y que puede convertirnos en repetidores sin originalidad. Del mismo modo que el hacedor debe desaparecer, así sea parcialmente, en lo que hace, el imitador debe saltar y penetrar en el territorio desconocido de la invención. Pero para llegar a ese territorio debe pasar por la imitación. Su aliado en esa exploración de lo desconocido es justamente lo que ha aprendido en sus imitaciones; si ha sido capaz de dominarlas, está listo para dar el salto. Todos los escritores y autores comienzan imitando; todos, si tienen talento, convierten sus imitaciones en invenciones. Los poetas, sin excluir a los más grandes, recurren sin cesar a la tradición y en sus obras se encuentran siempre pasajes que son tejidos de alusiones a las obras del pasado. Lo sorprendente es que esas alusiones se transforman en algo nuevo y nunca oído. La poesía y la novela están hechas de lugares comunes inmemoriales que el autor transmuta en expresiones inéditas. La comparación entre el amor físico y el combate es tan antigua como la poesía misma pero Góngora la recrea en una línea que nos sorprende como caída del cielo: “a batallas de amor campo de plumas”. La originalidad es la hija de la imitación.
     Poco puedo decir acerca del misterio del llamado. Digo misterio porque me parece que no ha sido nunca enteramente elucidado: ¿de dónde viene, quién lo dice, es una disposición innata? Cualquiera que sea nuestra respuesta a estas preguntas, lo cierto es que el llamado nos elude si tratamos de definirlo en términos precisos. Sin embargo, es una experiencia conocida por infinidad de personas y en distintas épocas. En mi caso bastará con decir que, niño todavía, conocí la atracción por las palabras; me parecían talismanes capaces de crear realidades insólitas. Al llegar a la adolescencia, la fascinación ante el lenguaje se convirtió en tentación: quise escribir poemas en los que cada palabra y cada sílaba tuviesen un color y una resonancia capaces de recrear estados anímicos —emociones, sentimientos, sensaciones, ensoñaciones— que de otra manera eran inexpresables. Escribir poesía fue un rito secreto, ejercido a espaldas de los adultos o en su contra. Ingenua temeridad: mis versos no eran sino líneas inánimes y era desoladora la distancia entre ellas y la emoción que experimentaba al escribirlas. El rito, colindante con el sacramento y la blasfemia (la poesía me parecía una actividad fuera de la ley) se resolvía invariablemente en lugares comunes. Naturalmente yo apenas si me daba cuenta de esos repetidos fracasos.
     A medida que pasaba el tiempo y mis lecturas se extendían, mis poemas cambiaban. Esos cambios eran el resultado de mi ansia de perfección y de mi paulatino adiestramiento, pero asimismo de la imitación. Ya señalé que la admiración es el origen; comenzamos admirando y de ahí pasamos a la emulación: queremos ser como aquel que admiramos o hacer una obra como aquella que amamos. Mis primeras admiraciones están asociadas al mundo que rodeó a mi infancia y a mi adolescencia: la biblioteca familiar y el culto a las letras. El patriarca de mi familia, mi abuelo, Ireneo Paz, era un escritor y periodista, autor de novelas, leyendas históricas, obras de teatro, poemas e innumerables artículos políticos y de actualidad. Sería injusto no mencionar su sátira política; algunos de sus sonetos son memorables. Yo admiraba a mi abuelo pero también, y aun más, a sus admiraciones: Cervantes, Quevedo, Pérez Galdós, algunos poetas modernistas mexicanos como Gutiérrez Nájera y Díaz Mirón, los historiadores del México antiguo y varios clásicos y modernos. Otra influencia: mi tía Amalia, gran lectora de literatura francesa y devota de Balzac. Las admiraciones de ambos fueron mis admiraciones aunque yo muy pronto tuve otras y muy distintas. Fui un lector desordenado y ávido; devoraba novelas y libros de historia; en cambio, leía lentamente los libros de poesía, releyendo los poemas que me impresionaban: quería aprender. Mis lecturas me revelaron que ignoraba los rudimentos del arte poético. Para remediar esta falla quizá debería haber acudido a mis maestros de literatura, ya que para entonces cursaba los primeros años del bachillerato. Preferí hacer las pesquisas por mí mismo. Por azar, descubrí en un estante un pequeño libro: el tratado de retórica y poética del sevillano Narciso Campillo. Lo leí y releí. No comulgaba con la estética neoclásica del autor pero sus lecciones y, sobre todo, sus ejemplos, tomados de los clásicos, me llevaron por el buen camino. Supe lo que eran un endecasílabo y una sinalefa, cómo se componía un soneto, las diferencias entre la rima consonante y la asonante y, en fin, las formas principales de nuestro verso: el romance, la seguidilla, el villancico, los tercetos, la octava real y todas las otras. Desde entonces el interés por la prosodia española no me abandona: la poesía es ante todo una construcción rítmica y ni siquiera el llamado verso libre escapa a la ley del ritmo. En cuanto a mis modelos: descubrí a los clásicos, me enamoraron los modernistas hispanoamericanos y de ellos salté a los poetas contemporáneos de España y de América. Fui un lector fiel de las revistas literarias de esos días: en España, de la de Occidente y, más tarde, de Cruz y Raya; en América, de la argentina Sur y de Contemporáneos en México. Quería ser un poeta moderno y ellas fueron, para mí, la fuente de la modernidad intelectual, estética
y poética.
     ¿Y la prosa? Casi al mismo tiempo que la poesía, comencé a escribir cuentos. Tendría yo unos 15 años y mis primeras tentativas fueron un eco de mis lecturas infantiles: los libros y cuadernos de aventuras, de Buffalo Bill a Robinson Crusoe y de Las mil y una noches a los cuentecillos que publicaba la editorial Calleja y que podían comprarse por unos pocos centavos. Más tarde escribí otros cuentos, con mayores pretensiones literarias y con temas urbanos que me parecían insólitos, como las confidencias de una esquina a un farol. También pequeños textos: algunos eran monólogos líricos y otros descaradamente sexuales. No fueron muchos y todos se han perdido. Ninguno de ellos valía gran cosa pero revelaban cierta afición por las ficciones literarias. ¿Por qué abandoné tan pronto el género? No lo sé. En todo caso, tuve una recaída y entre 1949 y 1950 escribí Arenas movedizas, un delgado volumen recogido en el primer tomo de mi Obra poética.
     Fui un lector apasionado de novelas y confieso que me hubiera gustado escribir algunas. Pero la ficción novelesca exige tiempo; hay que sentarse todos los días, durante muchas horas, para contar una historia, pintar a unos personajes, idear una intriga y describir un cuarto o una ciudad. Tal vez mi temperamento no se aviene a esos rigores: la poesía es sintética y pide una concentración opuesta a la de la novela. El novelista desarrolla, describe, narra, analiza y, en suma, distiende al tiempo; el poeta lo comprime y debe decirlo todo en unas cuantas líneas. El tiempo de la poesía es maleable; para escribir las tres líneas de un haikú o las 14 de un soneto hay que esperar, en ocasiones meses y aun años. Pero esas largas esperas se resuelven en un relámpago. Esta es una de las grandes alegrías que nos da la poesía, siempre en perpetuo vaivén entre el instante y lo eterno.

Aunque desde el principio me incliné por la poesía, seguí leyendo novelas. No me dejaba la tentación de escribir una. Al fin, en 1942, me decidí. Comencé con entusiasmo, seguí durante algunos meses y llegué a unas 200 páginas pero no logré terminarla. Mi única novela quedó en borrador informe. Esta actitud, mitad fervor y mitad desidia, contrasta con mi apasionado y continuo interés en el ensayo, las reflexiones y la crítica. Desde mi adolescencia me interesó sobremanera la historia, la universal y la de México. Leí a varios clásicos griegos y latinos; también a otros grandes historiadores. La historia me llevó a la filosofía, a la antropología, a la crítica literaria y a la artística. Pero probablemente no habría escrito gran parte de los textos recogidos en este volumen, gracias a la curiosidad inteligente de Enrico Mario Santí, si no hubiese sido porque muy joven comencé a colaborar en revistas literarias. Varias de ellas fueron fundadas por mí y otros pocos amigos. La primera fue Barandal; apareció en 1931 y yo tenía 17 años; ahí publiqué mi primer artículo sobre temas poéticos. Las otras revistas fueron Cuadernos del Valle de México (1933) y Taller (1938). También colaboré con frecuencia, a pesar de que no pertenecía al consejo de redacción, en Letras de México y un poco más tarde en Sur. Casi todos los textos de esa época fueron escritos para defender una idea o una tendencia, exaltar a algún amigo o compañero, censurar o combatir lo que nos parecía, a mis amigos y a mí, literatura académica o contagiada por el nacionalismo ramplón, rampante en esos días. A pesar de que mis ideas me inclinaban hacia la izquierda radical, después de un corto periodo de simpatía por esas posiciones, me opuse al llamado “realismo socialista”. La literatura viva, la que se escribía en esos años, sobre todo por los jóvenes, fue el tema de la mayoría de mis artículos y notas. Subrayo que esos textos pertenecen no tanto a la literatura mexicana como a la historia de los gustos, opiniones e ideas que prevalecían entre los jóvenes, en México y en esos años. Era literatura partidaria, como quería Baudelaire. La modernidad, decía, es polémica, es una negación del clasicismo y esa negación debe aparecer en la crítica.
     Mis opiniones y posiciones se han vuelto humo; sin embargo, no me arrepiento de haberlas expuesto, no por las ideas que sostengo sino por mi denuedo en defender posiciones que entonces eran minoritarias. Otra razón para no desechar enteramente esos escritos: arrojan un poco de luz sobre esos tiempos y muy especialmente acerca de un asunto que todavía interesa a los estudiosos: las relaciones entre los jóvenes escritores españoles desterrados en México y los mexicanos. Una de las revistas que mencioné más arriba, Taller, fue un punto de reunión; en sus páginas colaboraron casi todos los jóvenes que habían hecho, durante la guerra civil, Hora de España. Aparte de esta literatura militante, por naturaleza destinada a perecer, declaro sin falsa modestia que aún me gustan algunos textos, retratos de artistas y prosas breves. También siento cierta ternura ante mi primer ensayo: “Distancia y cercanía de Marcel Proust”. Lo escribí deslumbrado y aterrado por los primeros volúmenes de À la recherche, leídos en la traducción de Salinas y publicados en esos días. Me impresionó sobremanera Un amor de Swann. Creo que esa pequeña novela es una de las grandes novelas de este siglo. El título, “Distancia y cercanía de Marcel Proust”, expresa mis vacilaciones: al leer al novelista francés pensaba continuamente, como su antídoto, en Dostoyevski. Fueron en esos años mis dos pasiones.
     A pesar de la avidez con que leía y discutía con mis amigos temas de filosofía, estética y política, mi verdadera vocación fue, desde mi niñez, la poesía. Un día sentí el llamado. Todo lo que hice e intenté después, mis aprendizajes, no fue ni ha sido sino mi respuesta a ese llamado. Alfonso Reyes recogió toda su obra poética bajo el título de Constancia poética. Hermoso título. Creo que mi obra poética, desde los poemas de la iniciación hasta los últimos, merecería un título a un tiempo más ingenuo y más ambicioso: Fidelidad. Durante más de 60 años he sido fiel a la poesía. Y quien dice poesía dice amor. Cuando era niño, un día en que mi abuelo no estaba en su estudio, me senté al frente de su escritorio, escogí una pluma bien tallada —él no usaba pluma fuente— y en el hermoso papel que empleaba para su correspondencia escribí una carta de amor. La cerré cuidadosamente y la sellé con lacre rojo y un anillo que le servía para esos menesteres. Fui al jardín, corté algunas flores, hice un pequeño ramo y salí de la casa. Anochecía —esa hora que llamaban “entre azul y buenas noches”. No había un alma en las calles de Mixcoac, un pueblo en las afueras de la ciudad en donde vivíamos. La carta no tenía nombre de destinataria; estaba dirigida literal y realmente a la desconocida. Caminé un trecho: ¿a quién entregarla o en dónde depositarla? Al dar la vuelta en una esquina, en la semioscuridad, vislumbré una casa de nobles proporciones, con una fila de balcones de hierro y, tras los barrotes, unas ventanas de madera con visillos blancos. La casa me pareció que guardaba un misterio; tal vez vivía en ella la desconocida. Movido por un impulso que no puedo explicar, después de un instante de vacilación, arrojé la carta y el ramo de flores entre los barrotes de uno de los balcones y me alejé rápidamente.
     Mi poesía ha sido fiel a este acto infantil y a la esperanza que portaba: encontrarla. ¿A quién? A mi fantasma perdido en el tiempo. Un fantasma, estaba seguro, que encarnaría en una mujer de carne y hueso. La vida, por regla general indiferente y con frecuencia cruel, a veces nos premia con inusitadas y generosas sorpresas. ¿Quién habría podido decirle al niño que escribió la carta a la desconocida que, muchos años después, encontraría a Marie José —a la desconocida destinataria? Por esto le he dedicado a ella los dos volúmenes que abarcan mi obra poética y por eso escribo estas líneas en el prólogo a mis escritos de juventud. Ella inspiró secretamente esos poemas, incluso aquellos escritos antes de que yo la conociese o aun antes de que ella hubiese nacido. Ahora ella, la desconocida encarnada, los ilumina.
     Escribo estas líneas al final de mis días. Este volumen reúne las tentativas de un escritor primerizo y sería quimérico pensar que alguna de ellas llegará a los ojos de nuestros descendientes. Entonces, ¿por qué las publico? En primer término, porque así me lo ha pedido mi generoso amigo y editor Hans Meinke. Además, se acostumbra ahora publicar todos los textos de un autor, incluso si en vida prohibió expresamente que se dieran a la publicidad algunas de sus obras. Repruebo la costumbre pero, no tengo más remedio, me pliego a ella: si yo no publico estos poemas, notas y artículos, lo harán otros. Y hay otra razón circunstancial: algunos críticos y periodistas, censores que escriben con bilis, me han reprochado la supresión de varios poemas y las correcciones de muchos otros. Han dicho que esas modificaciones y enmiendas obedecían a razones de orden ideológico: con ellas intentaba borrar las huellas de ideas y sentimientos que me movieron y conmovieron en mi juventud. Estos críticos, si se les puede llamar así, voluntariamente ignoran que el impulso que me llevó a corregir y suprimir algunos de mis poemas ha sido la insatisfacción ante mis obras y sus defectos. Corregí y suprimí no por sórdidos motivos de ideología política sino por sed de perfección. No he sido el único: infinidad de escritores han sentido y hecho lo mismo.
     Termino: cualquiera que sea su mérito, las páginas incluidas en este volumen revelan las tentativas, los descubrimientos, las afinidades, las negaciones y, en fin, todo aquello que amaba y detestaba un joven escritor mexicano nutrido y formado por la vanguardia pero que al filo del medio siglo, sin renegar de ella, intentaba explorar otras vías. –México, a 5 de abril de 1997

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