El laberinto

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La sordera le impidió darse cuenta de cuándo habían comenzado a seguirlo. Pudo haber sido después de sortear las piedras bola del arroyo seco, enmedio de los dos puentes, donde según afirman las vecinas los malvivientes acechan a la espera de caminantes despistados. O al desatarse la ventisca que alzó hasta la mitad del cielo esa nube de polvo, hojas secas y basura, obligándolo a toser igual que un tísico. O quizá cuando las primeras oleadas del chubasco opusieron entre su caminar y las luces urbanas un muro tan denso que estuvo tentado a quedarse inmóvil, a punto de ser devorado por el suelo movedizo.
     Pero ahora que el chapoteo de la tormenta logra abrirse paso a través de sus tímpanos, Adrián Cano adivina tras de sí un fragor de persecución: pisadas y murmullos que se abren en abanico con el fin de rodearlo. Se detiene, intentando escudriñar el entorno. Ha perdido el rumbo. Las lomas y los cerros se desvanecieron entre el agua y la oscuridad. Las luces de los edificios del centro, que al iniciar su carrera se vislumbraban nítidas frente a él, apenas se perciben a la izquierda. Se ha alejado. En su pecho los jadeos se aceleran cuando vuelve a escuchar los rumores que vienen devorándole el rastro.
     —Me quieren cortar la huida —sus palabras se ahogan en un tamborileo acuático.
     Da media vuelta, pero sólo encuentra manchas largas, ondulantes, que bien pueden ser arbustos vencidos por la lluvia. Se le eriza la piel con el canto ronco del viento. A lo lejos, una jauría se enfurece con la noche. Aguza la vista: más manchas y, tras ellas, un apretado velo que apenas pierde densidad con los parpadeantes brillos de una colonia cercana.
     —No es nadie. Nomás los nervios.
     Los goterones restallan en su rostro, la humedad y el frío se le clavan hasta los huesos, sus pies se han hinchado y tiene la sensación de que ya no caben en esos zapatos de cuero entumecido. Con la mano izquierda aparta el agua de sus párpados mientras piensa que si lo quisieran agarrar lo hubieran hecho antes, cuando sus oídos continuaban negados y, envuelto en un silbido permanente, corría por el monte tropezando y levantándose con dificultad. Ahora puede oír y esperaría atento, listo el machete en la diestra para repeler cualquier ataque.
     —Los hice pedazos —murmura al reanudar la marcha.
     Los bufidos de su respiración lo confunden. Detecta a su espalda un gorgoreo distinto al de las gotas, y de un salto gira. Con el corazón engarruñado divide la nada de un machetazo. Nadie. Sólo las mismas manchas negras, el siseo del aire entre los arbustos y el golpeteo del chubasco. Adrián barre el entorno con la vista, y se pregunta cuánto lleva caminando.
     —Fue después de media noche… —lanza otro machetazo al aire, esta vez sin fuerza, y con el impulso el canto de la hoja golpea su pantorrilla—. Traidores. Cómo me hubiera gustado oírlos suplicarme perdón a gritos…
     Nunca había sentido cómo se quiebra la voluntad por dentro, hasta que la certeza de la traición se precipitó sobre él, arrollándolo, arrebatándole a un tiempo orgullo y hombría para dejarlo desnudo, cubierto apenas por los jirones colgantes de la ira. Fue entonces cuando un chirrido semejante al del silbato de un tren bloqueó sus tímpanos: igual que si el vacío se abriera enmedio de la cantina con el fin de cobijarlo, de sustraerlo de las carcajadas que siguieron a los comentarios de Urano:
     —No, pos si hablamos de puterías no tenemos para cuándo, Adrián.
     Los demás bebedores habían dejado sus parloteos minutos antes y escuchaban con atención. Miraban a Adrián con un gesto de curiosidad cuajado de burla; enseguida volteaban hacia Urano como si no pudieran creer que se atreviera a decir lo que todos sabían. Incluso el cantinero había suspendido su ir y venir a través de la penumbra y permanecía cerca de la mesa, concentrado en el sarcasmo con que Urano continuó:
     —Podemos empezar con tu vieja, que se anda cogiendo con el Ociel.
     Adrián clavó la base de la botella de mezcal sobre la mesa. Una nube roja cubrió su campo de visión por unos instantes. A pesar de que mantenía los dientes apretados, sus mandíbulas no cesaban de trepidar. Sabía que los machos de la colonia le envidiaban la juventud de Victoria, su cuerpo flexible, su risa fácil y sus faldas a medio muslo. Sabía también que no le perdonaban que hubiera sido el primero en levantar dos cuartos de ladrillo y un corral para la crianza de animales, ni que tuviera un trabajo estable y bien pagado en una de las fábricas del norte de la ciudad. Se trataba de pura envidia… Y sin embargo ahí estaba Urano, frente a él, sereno, rumiando la más peligrosa de las calumnias sin que ninguno de los otros se atreviera a desmentirlo. Adrián le lanzó una mirada de odio y apretó fuertemente la botella entre los dedos.
     —No. Tampoco me eches esos ojos, ni te me vayas a alebrestar a mí. No estoy inventando nada. Aquí todos lo saben. ¿O no? No se hagan pendejos…
     Una corriente de inquietud se desparramó por entre las mesas, la barra, los rincones oscuros de la cantina. Adrián giró la vista para observar a los hombres en torno suyo como suplicando una palabra, un gesto que quisiera decir no es cierto, compadre, ya, Urano, déjate de mamadas y dile que nomás te lo estás carneando, que es guasa. Mas en esos rostros ebrios, deformados por ángulos siniestros a causa de la luz de los quinqués, encontró únicamente sonrisas de satisfacción, de lástima. El dolor que le hinchaba la piel hasta casi reventársela le impidió responderle a Urano como debía. Cuando pudo ponerse de pie con la botella en la mano, lo único que alcanzó a comprender fueron las palabras finales:
     —Es más, orita mismo han de estar en tu casa, o en el corral, revolcándose encima de la pastura, dándole gusto al cuerpo. ¿A poco creibas que cuando el Ociel se metía por atrás iba a ordeñar la vaca?
     Lleno de ira, aventó la botella a la cara de Urano, pero ya no se dio cuenta de lo demás. Fue como si su propio cráneo reventara igual que un cristal bajo presión: un estruendo agudo se instaló dentro de sus oídos, monótono, interminable, hasta nulificar todos los sonidos. El mezcal levantaba flamas en su sangre y salió cayéndose de la cantina entre los rostros torcidos por el asombro y la risa de quienes hacían un festejo de su desgracia.
     Ni una luz alumbraba las calles de la colonia. No había luna. Sólo dentro de algún tejabán parpadeaba el resplandor débil de una vela a punto de extinguirse a causa del viento. Ciego y sordo, Adrián enfiló sus pasos tambaleantes al corazón de la oscuridad, hacia donde el instinto le indicaba que estaba su casa.
     —Ahora sí son pasos —dice entre dientes.
     Está seguro. La tormenta decae, aunque el agua aún agita el follaje de los árboles y, de vez en cuando, reúne la fuerza suficiente para doblar algún tronco. El viento ha perdido ímpetu. Adrián voltea atrás con disimulo, sin dejar de andar, y una suerte de sombra encorvada atraviesa un claro para luego perderse en las tinieblas.
     Se detiene y permanece unos segundos en guardia. Entrecierra los párpados, forzando la vista a penetrar el amontonamiento de manchas negras a su alrededor. A unos metros, algo parecido a la figura de un hombre se yergue como si lo observara. Adrián siente que su cuello se contrae, impidiendo al oxígeno llegar a los pulmones. Amenazante, aprieta el machete con la mano y lo alza al tiempo que da un paso atrás. La sombra no se mueve. Cree distinguir en ella un brazo que lo señala, y antes de salir corriendo destapa su garganta con gritos:
     —¡Nomás defendí mi hombría! ¡Ella era mi mujer!
     Como si todas las siluetas se desplazaran a su ritmo, por más fuerza que imprime a sus piernas no logra conseguir distancia. Los zapatos se adhieren al lodo, se hunden en los charcos y emiten un chacualeo que pronto encuentra eco tras él. Al frente la cerrazón se torna más negra, a pesar de que a lo lejos se adivinan débiles collares de luces en alguna colonia.
     Cuando la fatiga lo obliga a suspender la carrera, se acallan lo pasos y rumores a su espalda. Adrián se desploma en un charco y suelta el machete. La boca arenosa, la cabeza adolorida, las piernas acosadas por temblores, el pecho a punto de reventar. Por unos instantes se olvida de ruidos y sombras, aturdido por el recuerdo de las muecas de burla que no dejan de danzar ante sus ojos.
     Los comentarios a media voz lo inquietaban desde hacía tiempo, pero su orgullo y el cariño que sentía por Victoria no lo dejaban espinarse demasiado con las dudas. En las calles, las viejas se hablaban al oído, lo miraban, sonreían y él se hacía el loco. Los hombres, por el contrario, bajaban los ojos al cruzarse en su camino. Además, Ociel era su camarada, su compañero de lucha, aunque los años lo hubieran convertido en un cabrón sin escrúpulos. Ambos habían sido de los primeros en invadir los predios donde fundarían la colonia. Espalda con espalda, armados tan sólo con palos y piedras, mantuvieron a raya las hordas de granaderos que enviaba el gobierno con la intención de desalojarlos. Tras la victoria final, junto con el líder, los dos se dieron a la tarea de trazar las calles, delimitar los lotes, establecer a los colonos. ¿Cómo hacer caso de habladurías después de tanto pasado en común?
     Sin embargo, desde que le habían dado el puesto de policía, Ociel gastaba su tiempo en aquellas calles sin pavimentar, arrastrando su fama de mujeriego, sus músculos uniformados, su bigotito a la Pedro Infante, sus miradas llenas de soberbia. Como aún no les instalaban la electricidad, al caer las noches se metía en los tejabanes donde las mujeres aguardaban el regreso del marido, siempre con el pretexto de revisar que las cosas estuvieran en orden. Y durante el día no era raro hallarlo junto a los lavaderos de cemento que habían construido entre todos los vecinos, asomado a los escotes de las señoras más jóvenes, entre ellas Victoria.
     —¿Qué tiene que andar ese güey en los lavaderos?
     —Pos yo no sé —respondía Victoria con las mejillas rojas y los ojos brillantes—. Las otras viejas que le dan entrada…
     Según los decires, muchos de los hombres del rumbo cargaban cuernos gracias a él. Igual que Adrián, algunos no creían en chismes y se limitaban a regañar o amenazar a sus mujeres. Otros apechugaban por puro miedo: además de policía, Ociel era el favorito indiscutible del líder de colonos. Nomás inventando cualquier acusación, podía quitarle el terreno a quien quisiera.
     —No lo mires. ¿Qué le ves?
     —Nada.
     El distanciamiento entre los antiguos camaradas había iniciado cuando Adrián trajo a vivir con él a esa adolescente que interrumpió la secundaria para seguirlo a las orillas de la ciudad. Desde que la vio por vez primera, Ociel no pudo evitar el deseo. Comparada con su mujer, Victoria era casi una niña, con una belleza fresca que dejaría a cualquiera sin sueño. A partir de entonces, alejándose de sus antiguas amistades, el policía se arrimó más al líder y los privilegios no se hicieron esperar: en tanto Adrián levantaba, ladrillo a ladrillo, una casa para Victoria, una cuadrilla de aspirantes a colonos construía para Ociel otra, dos veces más grande; mientras Adrián gastaba hasta el último peso ahorrado en armar un corral para animales, Ociel se enriquecía cobrando cuotas de “protección” a cada uno de los vecinos. Muy pronto, la posición encumbrada de Ociel fue el mayor obstáculo para la amistad entre ambos.
     —Entonces, ¿por qué te pones nerviosa?
     —No me pongo nerviosa. ¿No crees que estás exagerando, Adrián?
     No, no exageraba. Era evidente: su mujer miraba al otro con demasiado interés. Cuando Ociel aparecía frente a ellos, ignoraba por completo a Adrián y saludaba a Victoria tocándose galante la visera de la cachucha. Ella contestaba con una breve inclinación de cabeza, seria, sin mover un músculo del rostro. Pero apenas pasaban unos minutos, su carácter se aligeraba para convertirse en una mujer más dicharachera que de costumbre, sonriente, coqueta, muy cariñosa con su señor, como si después de los años renaciera su gusto por él.
     —¿Me estás viendo la cara de pendejo?
     —No, chiquito, no digas eso. Mira, ven, acércate. Te voy a demostrar cuánto te quiero…
     Cómo no se había dado cuenta al verla arreglarse tanto. Cómo no lo adivinó, si el tipo ese era de los que le gustaban a las viejas: recio, poderoso, fanfarrón, casi un héroe a los ojos femeninos. Tan diferente a él, que nunca tuvo suerte en la vida, ni al nacer, ni al crecer, mucho menos al elegir vieja. Y tenía que haber sido el hocicón de Urano quien viniera a dejárselo bien claro.
     La lluvia se ha adelgazado en llovizna. El zumbido de un par de moscardones gira en espiral cerca de su cabeza y lo saca de sus pensamientos. Se aleja y enseguida vuelve. Uno de los insectos se le estrella en la frente y Adrián da un respingo. Hace el intento de huir, pero se detiene al echar en falta el machete. Con desesperación tentalea el suelo mientras advierte una serie de movimientos en la oscuridad. Al mismo tiempo, un intenso olor a estiércol le llena las fosas nasales. Su mano topa con un pedruzco. Lo arroja con fuerza hacia donde adivina a sus perseguidores y escucha a distancia su caída en el lodo. El ruido desata nuevos desplazamientos, más evidentes, acompañados de sonidos guturales. Adrián se desgaja entre el impulso de correr y la necesidad de encontrar el machete, en cuya hoja imagina restos de la carne y de la sangre de sus víctimas. Al ver acercarse un amasijo de sombras, al grado de identificarlo con el trazo enrebozado de una mujer, ya no alcanza a contener la urgencia de las piernas.
     En la carrera, su respiración agitada se entremezcla con las carcajadas que vienen de muy atrás, semejantes a las que no escuchó en la cantina a causa del estrépito dentro de su cabeza. Idénticas a las que siempre oía al volver del trabajo, antes de entrar a tomarse unos mezcales. Risas que cesaban con su llegada y volvían a desatarse en el momento de su partida.
     —Cabrones, se reían de mí.
     Entra en un terreno pedregoso, donde una corriente rala crepita en pequeños remolinos dificultando sus desplazamientos. El arroyo otra vez. A lo lejos distingue la mole negra de uno de los puentes. Ha vuelto a extraviar la ruta. Sólo en esos instantes, en tanto disminuye el ritmo de las zancadas, se da cuenta de que por meses fue la comidilla de la colonia. El cornudo. El hombre de la mujer que se estaba cogiendo Ociel. Se para en seco y, aun consciente de estar desarmado, encara a las manchas oscuras que lo acosan:
     —¡Sí! ¡Yo me los chingué! —grita—. ¡Se lo merecían!
     Tiene la certeza de que, a pesar de no haberlos escuchado, a pesar de que en su ira ciega no pudo ver ni sus rostros ni sus cuerpos, los alaridos de Ociel y Victoria abrieron grietas en los muros de la casa. Con una sonrisa separándole los labios, Adrián Cano reconoce que el terror de los traidores debió ser atroz al transitar del gusto a la agonía. Imagina la escena que no llegó a ver como si la estuviera viviendo de nuevo, pero esta vez contemplándola a plena luz: sangre hasta en los rincones más lejanos, piltrafas de piel en la cama, y los amantes arrastrándose mutilados, suplicando clemencia con el último aliento.
     —Así debían morir…
     El corral, bajo el techo de lámina, parecía el fondo de un pozo profundo. Aun así, no dudó cuando sus ojos se detuvieron en un contorno definido: junto al muro de la casa, una sombra compuesta se movía pesadamente de pie, sin ritmo, en un abrazo que no necesitaba iluminación para revelarse. Entonces el silbato del tren dentro de su cabeza sopló con mayor furia. No fue necesario buscar el quinqué; el vaivén era evidente, y Adrián supo que del otro lado del chillido que lo ensordecía había un escándalo de jadeos y gemidos de placer. Ellos no lo vieron, no lo escucharon, o simplemente lo ignoraron. Rodeó la casa. Rasguñó el exterior de la pared hasta localizar su machete. Con él había desbrozado el terreno para levantarle casa a Victoria, recordó, y enseguida la ira se le recrudeció hasta borrarle de la mente cualquier pensamiento.
     No sabe si dijo palabra antes de golpearlos, si hubo recriminaciones, insultos; o si se abalanzó hacia la sombra callado, intentando pasar desapercibido como lo había hecho en la vida. Ni siquiera de cerca logró verlos con claridad, mas en la piel percibió el calor húmedo de los cuerpos. Descargó el machetazo y la hoja quedó atrapada en uno de los espinazos, igual que si la hubiera hundido en el tronco de un árbol, mientras la doble silueta se retorcía con desesperación. Hizo un esfuerzo para desencajarla y esperó, tratando de escuchar el grito, los gritos, pero el silbido continuaba pegado a sus orejas. Otro golpe y una bocanada ardiente le bañó el rostro. Adrián la identificó con un grito de agonía: el soplo de la vida escapando por la boca. Después arremetió con locura, machetazo tras machetazo, contra ese bulto oscuro que al fin se dividía en dos, y siguió hiriendo ahora cada una de las partes por separado, partiendo la carne bofa, en tanto los borbotones de sangre salpicaban su cara, sus brazos, hasta que se convenció de que Ociel y Victoria ya no eran sino trozos irreconocibles esparcidos en el suelo.
     Sudoroso, atestado de temblores, borracho de mezcal y miedo, salió de la casa. La noche se mantenía completamente negra y el viento empujaba sobre la ciudad nubes cargadas de violencia. A lo lejos vio las figuras de varios hombres recortadas sobre el resplandor mustio de las velas de la cantina. Tal vez habían salido a enterarse de qué se trataban los gritos que él no escuchó. Pronto encontrarían la matazón. Entonces tuvo conciencia de que se había convertido en asesino y a grandes trancos enfiló hacia los campos que circundan la colonia, buscando una ruta que desembocara en la ciudad.
     —Se lo buscaron —insiste, como si quisiera convencerse, con palabras que se ahogan en el estertor de un trueno.
     La tormenta se niega a replegarse. En un momento disminuye, y al siguiente recupera su furor para dejar caer sobre Adrián las andanadas que ocultan la luz mercurial. El cansancio, el alcohol ya diluido en las venas y el peso repentino de su crimen lo han debilitado. Con mirada temerosa escudriña la lobreguez en torno suyo. Nada parece moverse. Los únicos ruidos son los que caen del cielo. No obstante, Adrián presiente que la tenacidad de sus perseguidores los hace mantenerse ahí, vigilantes, dispuestos a echarle mano en el momento menos pensado. Ignora cuándo fue que perdió la dirección de la ciudad para extraviarse en ese laberinto negro que no lo lleva a ningún lado. Camina lento en línea recta, sin saber a dónde, y un bloque de hielo que se le agranda en el estómago lo vuelve por primera vez consciente del dolor de no volver a ver a su hembra.
     —Victoria… —le dice a la noche, a las ráfagas de la nueva borrasca que redoblan en su cráneo—. ¿Por qué?
     Si hubieran criado hijos habría sido distinto, piensa. Si tuviera un trabajo menos exigente y no llegara cada noche directo a la cantina a enmezcalarse hasta el delirio y la alucinación… Ella no habría buscado calor en el cuerpo de Ociel, porque Adrián le hubiera cumplido como hombre, igual que antes. La quería. Sí, la quería. Victoria había sido lo más importante en su vida, y ahora sólo era un montón de guiñapos en el suelo de su casa.
     Un trueno estalla muy cerca, pero su resplandor resulta insuficiente para penetrar el ceñido tejido del agua. Autómata, Adrián da un paso tras otro rumbo a donde antes del nuevo chaparrón creyó notar una luz. No le importan ya sus perseguidores. Ni el castigo a que será sometido. Lo único que desea es finalizar esa caminata ciega que se ha llevado sus fuerzas. Arribar a algún sitio, aunque sea a la cárcel, y tumbarse a dormir hasta que el corazón detenga sus latidos.
     —Ojalá me mataran —dice, o tan sólo lo piensa mientras mira un brillo mortecino detrás del agua—. Sería lo mejor.
     Conforme el chubasco comienza a desvanecerse, la certeza de la soledad se apodera de él. El sonido de los pasos a su espalda le proyecta entonces en la memoria la imagen de su mujer feliz al contemplar la casa de ladrillo recién construida. El gorgoteo de las gotas de lluvia es para Adrián la risa alegre de Victoria, las canciones que entonaba mientras barría, mientras preparaba el desayuno. De pronto la necesidad de echarse en los brazos de su hembra es lo único que ocupa su pensamiento. Y al repetirse está muerta, Victoria está muerta porque yo la maté, el cosquilleo de la angustia le escuece por dentro, de arriba abajo, hasta obligarlo a caer de rodillas, derrotado.
     —¡Agárrenme ya! —suplica a sus perseguidores—. ¡Aquí estoy! ¡No voy a defenderme!
     Esta vez ningún ruido acompaña el repiqueteo de las últimas gotas de llovizna. Adrián se incorpora pesadamente y camina a donde lo llaman unas luces moribundas pero visibles al fin. Intuye que el amanecer está próximo, lo mismo que las zonas habitadas. En el oriente, las nubes más bajas han empezado a difuminarse en un color violáceo y las sombras que lo rodean preludian formas definidas. Avanza dando traspiés en tanto la imagen de los cuerpos descuartizados de Victoria y el policía se estremece en su cerebro. Amaba a su mujer y no deseaba matarla, ahora lo sabe. Aunque si no lo hubiera hecho las carcajadas burlonas de los borrachos de la colonia lo perseguirían por siempre.
     —Ellos me obligaron. Yo no quería.
     De pronto escucha un tropezón cerca y se vuelve con un sobresalto. Aprieta los puños y aguza los oídos. A primera vista la noche luce inmóvil. Sin embargo, la luz del amanecer ha logrado traspasar las primeras capas de nubes, permitiéndole afinar la visión. Detrás de unos magueyes hay movimiento. Un escalofrío le recorre la espalda y empieza a dominarlo la idea de echarse a correr de nuevo, cuando alcanza a reconocer un perro que husmea libremente entre unas despanzurradas bolsas de basura. Entonces un ataque de risa histérica lo hace engarruñarse sobre la yerba. Una serie de estertores lo sacude varias veces y Adrián se deshace en sollozos.
     Se queda tendido sobre el suelo mojado varios minutos. Cuando sofoca el acceso de llanto se pone de pie. Limpia sus lágrimas con la manga de su camisa, y al hacerlo la descubre llena de sangre. Se la quita rápidamente, la arroja bajo un nopal y patea sobre ella un montón de lodo. El pantalón es de un color oscuro y disimula las manchas. Se revisa el cuerpo, sólo para comprobar que la lluvia ha lavado la sangre de su piel.
     Varios rejones de luz perforan el nuberío, iluminando el terreno con tonos ocres, y Adrián se yergue para mirar hasta donde la vista le alcanza. Nadie lo sigue. Se encuentra completamente solo enmedio de aquel monte que colinda con la urbe. Quiere reír otra vez, pero un dolor agudo en el estómago no lo deja. Árboles, arbustos, magueyes, nopaleras. Nada más. Y al frente, autos abandonados vueltos chatarra, un puerco buscando qué comer, el basurero…
     Ha caminado en círculos. Lo comprende al trepar a un montón de escombro, desde donde puede ver el paisaje de su colonia sumergida en la niebla. Ahí, tras los primeros tejabanes, está la cantina que abandonó enloquecido hace unas horas. Tras doblar la próxima calle se encuentra su casa, una de las pocas construidas con ladrillo. Y en el corral, encima del piso de tierra, yacen los despojos de Ociel y Victoria. Más allá, las luces de la ciudad comienzan a apagarse. A esta hora quizás algunos camiones circulan por las avenidas y los obreros y las empleadas domésticas ya buscan las esquinas.
     Duda unos instantes entre volver al monte, donde la noche perdura, o seguir su camino. No tiene ánimos para huir de nuevo. Decide avanzar, dispuesto a entregarse al líder, a los agentes compañeros de su víctima. La cárcel o la muerte, cualquiera de las dos cosas sería mejor que andar por el mundo sin Victoria. En los linderos de la colonia unos perros sin dueño salen a recibirlo, le olisquean los pies y mueven la cola. Él los aparta con un ademán. Aunque la luz poco a poco gana terreno en el cielo, la penumbra no se ha retirado por entero de las calles. Las casas, aún oscuras, no denotan ruido ni movimiento, pero un rumor de pasos y voces viene de la lejanía.
     Adrián siente de nuevo algo a su espalda, mas no se vuelve. Las moscas advierten su presencia y lo rodean con tenacidad, como si hubieran detectado en él un aroma a carne fresca, a sangre recién derramada. Al doblar en el recodo, de súbito se ve rodeado de siluetas: hombres, mujeres y niños que guardan silencio en cuanto lo identifican, y cuchichean entre ellos sin dejar de mirarlo. Una mujer llorosa se adelanta a los demás y, retorciéndose los dedos de una mano con los de la otra, le dice con tono de congoja:
     —Ay, don Adrián, algo terrible pasó en su casa.
     Pasa de largo sin mirarla. Atraviesa el gentío que se abre a su caminar para toparse con varios hombres de cachucha y vestidos de azul en cuyos rostros se refleja la desconfianza. Él espera que de un momento a otro lo rodeen para aprehenderlo, y se sorprende cuando también le abren paso. “Anda borracho”, escucha que murmura uno de ellos y su desconcierto aumenta con la conmiseración que envuelve el comentario. Nadie lo detiene, nadie le impide llegar hasta su casa, y Adrián siente que está a punto de volverse loco al encontrar las trancas del corral atestado de mirones y un grupo vociferante que se amontona en un extremo. Un par de policías manotea e insulta a un hombre tumbado en el suelo, sumergido a medias entre el lodo y el estiércol de los puercos.
     —¡Ahí está don Adrián! —grita una mujer gorda.
     Todos se vuelven hacia él y lo miran con extrañeza, igual que si estuvieran ante un desconocido. Adrián contiene el temblor en las piernas y da pasos cortos hasta la puerta. Un grupo de mujeres va y viene sin cesar por la habitación y una de ellas se acerca con gesto compungido repitiendo en un murmullo “Ay, don Adrián; ay, don Adrián”. Entonces el grupo de mujeres se abre y, sentada en una silla, pálida y con las mejillas manchadas como si hubiera llorado por horas, Victoria lo contempla con la mirada perdida. En el pecho de Adrián se revuelven el desconcierto y el alivio con una sensación lejana de rabia, celos y hombría herida. No desea otra cosa que apretar a su mujer contra su pecho y agradecerle que siga viva, pero no se dirige hacia donde ella está: la duda y el remordimiento lo arrastran hacia el corral.
     Antes de salir ve cómo dos agentes levantan al hombre que estaba en el lodo. Lleva las manos amarradas a la espalda. Otro uniformado se acerca y le levanta la cara jalándolo de los cabellos. Entonces Adrián reconoce a Urano quien, con miedo en los ojos, no deja de repetir “Yo no fui. Yo no fui”. El que parece llevar el mando y se quita la cachucha para mirar mejor al detenido es Ociel. Envuelve a Adrián en una mirada despectiva, sonríe, y su bigotito a la Pedro Infante se curva con cierta amargura. Victoria grita desde adentro unas palabras que no se entienden. Uno de los mirones le dice en voz baja:
     —Mira lo que hizo el cabrón para desquitarse del botellazo que le acomodaste anoche…
     En el corral lo recibe un fuerte olor a carnicería. Un charco sangriento cubre el suelo, las moscas zumban de un lado a otro, hay pedazos de carne y cuero sobre el muro, entre la pastura, colgando de los troncos de la cerca. La imagen de su vaca y el becerro destrozados gira en su cabeza hasta borrar por completo las visiones que lo atormentaron durante la noche. El miedo, la angustia, los remordimientos se esfuman de su cuerpo de golpe. Siente que ya no es capaz de contener el vómito, cuando escucha a su lado la voz burlona de Ociel:
     —Deveras que no puedo entender la envidia de la gente. Mira lo que te hizo este ojete. Ora vas a tener que trabajar doble turno si quieres volver a presumir de ganadero… –

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