El esplendor del fracaso

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Uno de los últimos libros de Josep Maria Castellet, Seductores, ilustrados y visionarios (sendos retratos de Manuel Sacristán, Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Joan Fuster, Alfonso Carlos Comín y Terenci Moix, bajo un título también aplicable a sí mismo y a varios otros compañeros de generación) se abre inesperadamente con una cita de La carretera, de Cormac McCarthy, a modo de epígrafe. En un diálogo despojado de todo adorno, casi a base de monosílabos, un personaje declara haber tenido muchos amigos, todos los cuales han muerto, y a los que echa de menos. El mismo texto se leyó en el funeral de Castellet, fallecido el pasado 9 de enero a los 87 años recién cumplidos, y da dos claves de su figura. La curiosidad por lo nuevo, el interés por el presente y la resistencia a vivir en el recuerdo de un pasado glorioso. Y al tiempo, la conciencia de ser el último testigo de esos tiempos dorados.

En efecto, Castellet, nacido en Barcelona en 1926, formó parte del núcleo duro de aquella insólita fratría intelectual que surgió en un medio tan hostil como era la universidad española del primer franquismo –en concreto en el patio de la Facultad de Derecho, estudios que principalmente por imperativo familiar seguían la mayoría. Una universidad “pobre en profesores y muy parca en alumnos” según el propio Castellet, pero donde se encontraron Barral, Gil de Biedma, Costafreda, Gabriel Ferrater o Goytisolo, “partidarios de la felicidad” e hijos inquietos de una burguesía que disfrutaba de la pérgola y del tenis. Son la “primera generación de hijos díscolos de la Nueva España, que transitan sin gusto, casi con fastidio por una universidad rabiosamente patriótica”, como escribió José Francisco Yvars. Quizá la hostilidad del entorno, esa distancia con sus orígenes familiares y sociales, contribuyera a crear una conciencia de grupo tan fuerte (“he vivido en grupo“ llegó a contestar en una entrevista Castellet preguntado por qué respondía siempre con la primera persona del plural), algo parecido a lo que ocurrió en el patio de la Universidad de Salamanca y los pasillos del Ateneo de Madrid con los Ferlosio, Aldecoa, Martín Gaite, García Calvo o Fernández Santos.

Esas inquietudes pronto tomaron una deriva literaria, válvula de escape alternativa y, a la vez, estación intermedia hacia la oposición al régimen. En el caso de Castellet, colaboraciones en la revista Estilo y luego en Laye, que se convirtió en auténtica herramienta en el ascenso al poder cultural de la fratría barcelonesa. Así, tras Notas sobre literatura española contemporánea (1955) publicó un ensayo que tuvo una amplia repercusión, La hora del lector (1957), estableciendo su reputación como crítico. Tres años después, la aparición deVeinte años de poesía española es un auténtico golpe de mano con el que el grupo de Castellet, Barral y Gil de Biedma conquistan las últimas posiciones enemigas, y es la primera de hasta cuatro antologías con las que Castellet establece una suerte de canon de la poesía española y catalana (en este caso en colaboración con Joaquim Molas).

Desde 1955 colabora con Seix Barral como lector y encuentra un trabajo como gerente de la editorial jurídica Praxis, pero solo llega a su lugar definitivo en el mundo editorial en 1964, cuando Max Cahner le ofrece la dirección de la recién creada Edicions 62, que dirigió hasta 1996 y donde seguía teniendo un despacho cincuenta años más tarde. Tan larga trayectoria hace que Castellet, pese a haber publicado más de treinta libros, sea considerado principalmente un editor y legitima dos opiniones, la “absoluta incertidumbre” que a su juicio rodea al negocio editorial y la definición sensorial de la profesión que proponía: para ser editor “dependes de cuatro de los cinco sentidos al menos. Has de tener buen ojo, tienes que usar bien la nariz, debes pegar la oreja donde se debe y es imprescindible tener tacto”.

Edicions 62 fue el refugio de la literatura en lengua catalana durante el franquismo y la puerta a la mejor literatura internacional, en la línea del grupo de editoriales internacionales que desde 1956 la fratría lograba reunir anualmente en Formentor: Seix Barral, Einaudi o Gallimard. Una posición de primacía que aun hoy, maltratada por los inevitables vaivenes empresariales del mundo editorial, mantiene. A eso hay que sumar la extraordinaria labor del sello Península, creado en 1963 para poder publicar en castellano y centrado en el ensayo, donde colaboraron desde José Francisco Yvars hasta Josep Ramoneda pasando por Salvador Giner o Jordi Solé Tura.

Formentor, como el homenaje a Machado en Colliure en 1959, como la capuchinada, como las tertulias Cataluña-Castilla, como los congresos internacionales, como los jurados de premios, como tantas iniciativas apenas arrancadas, parecen responder a una idea castelletiana: “La vida es un complot para evitar que hagas nada de provecho.” En su caso agravado además por los cuarenta años de franquismo que consideraba, como otro de sus fratres, Jaime Salinas, una absoluta pérdida de tiempo. De hecho, con su media sonrisa irónica, sostenía que el tema de Seductores…. y sus demás libros memorialísticos, el tema de hecho de la existencia humana, era “el esplendor del fracaso”, un fracaso que intentaba desdramatizar, pues siempre aparecen unos jóvenes dispuestos a recoger las piezas e intentarlo de nuevo sin saber que están condenados a otro espléndido fracaso. Una descorazonadora teoría de las generaciones esbozada por un miembro de una de las más brillantes de la historia reciente de España.

Tan alto como educado, de hablar lento y mirada inteligente, a Castellet le dio tiempo a arrepentirse de decisiones, dogmatismos y prólogos, y a echar mucho de menos a sus numerosos amigos. Pero supo llenar el minuto implacable con sesenta segundos provechosos: muchos triunfos palidecen en comparación con su fracaso. ~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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