El escupitajo del desprecio

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Me divierto de lo lindo leyendo los diarios de debates de la Cámara de diputados de 1932. (Sí, ya sé que “¿cómo se puede divertir cuando los pobrecitos soldados revolucionarios habían sido asesinados por los cristeros?” y todo eso, pero igual me divierto.) Ando metido en el tema porque estoy en pos de información sobre un resbaloso “Comité de Salud Pública” que los diputados deseaban crear con objeto de purgar de “malos elementos” al gobierno revolucionario, faltaba másn.

Para esos diputados echaos palante, bravucones y empistolados, la oratoria era todavía un arte, del que se burlaron ritualmente los narradores mexicanos, de ©Juan Rulfo a Jorge Ibargüengoitia. Y, bueno, no dejaba de haber razones para ello. Veamos como muestra esta peroración del sonoro revolucionario José María Dávila, diputado por la Baja California (donde nunca había puesto un pie), el 30 de septiembre de 1932, poco después de que el papa Pío XI publicara su encíclica Acerba animi sobre el conflicto entre la iglesia y el Estado mexicanos. (Los comentarios entre paréntesis sobre las reacciones de la H. Cámara vienen incluidos en el diario, y no son de mi invención.)

Al pueblo mexicano podemos dividirlo en dos clases, excluyendo de antemano a la aristócrata, por no merecerme más que el escupitajo del desprecio. (Risas y aplausos.) Al pueblo mexicano podemos dividirlo en dos grandes categorías: en la liberal, compuesta por aquellos que hemos militado en la Revolución, por aquellos que forman los grupos agraristas, por aquellos que pertenecen a los Sindicatos Obreros, y por algunos intelectuales, en gran parte; y la otra categoría, la idólatra, compuesta por los analfabetas, por los subnormales, por algunos pueblos indígenas, a donde no ha podido llegar la escuela, y los fanáticos por interés. Pero éstos, compañeros Diputados, por ningún motivo pueden llamarse católicos, ni apostólicos, ni romanos: son tal y como eran los toltecas, los chichimecas y los aztecas: pura, lisa y llanamente idólatras. (Aplausos.)

Y es muy fácil comprobar mi aserto: Los indígenas de un pueblo que se llame San Antonio, son enemigos ancestrales de los del vecino pueblo que se llame San Juan o San Pedro. ¿Y por qué? Porque éstos adoran a San Pedro y a San Juan, y aquéllos a San Antonio. De esta suerte hay entre los indígenas rencores, odios y hasta combates. ¿Es esto la religión católica? ¿O es, como yo digo, la simple idolatría del icono, que para ellos es lo que para muchos viene a ser, por ejemplo, el amuleto del número 13, o como cualquier otro de los símbolos de tantas supersticiones que existen en la humanidad? ¡Claro que esto es!

Recuerdo en estos momentos, como nueva comprobación a lo que estoy diciendo, una anécdota de la revuelta cristera, anécdota que se repitió infinitas veces y que demuestra claramente cuál es la idea que de los santos tiene nuestro pueblo. Es ésta: en algunos de los combates cristeros no faltaba el cura o el sacristán, que, animando a sus grupos, los hacían entrar al zafarrancho al grito de ¡Viva Cristo Rey! Y nuestros soldados, los del Gobierno o los grupos agraristas que servían al Gobierno y que no entendían perfectamente bien cuál era la verdadera razón del levantamiento de los cristeros, contestaban: “Tizne a su madre Cristo Rey y Viva la Virgen de Guadalupe!” (Risas.) ¿No es ésta una demostración absoluta de la incongruencia, de la ignorancia en que vive ese pueblo? (Aplausos.)

El diputado Dávila seguiría siendo diputado y senador y senador y embajador y diputado y embajador y senador y diputado varios lustros hasta lograr (faltaba másn) su ingreso a la categoría de aristócrata. Eso no le impidió escupirse con desprecio mientras iba, llore y llore, hasta el banco más cercano.

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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