El doble aquí

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Estos versos de atención extrema al sonido, a la envoltura musical que precede al signo, no son de Octavio Paz. Pero pertenecen a la cesta verbal de Villaurrutia, donde Paz encontrara unas “pecosas peras” que estimó “memorables”; aunque antes, desde el arranque de Pasado en claro, se dice y se desdice: “Oídos con el alma, / pasos mentales más que sombras, / sombras del pensamiento más que pasos, / por el camino de ecos / que la memoria inventa y borra: / sin caminar caminan / sobre este ahora, puente / tendido entre una letra y otra”.*
     Sirvan, pues, dichos versos de Villaurrutia como epígrafe neblinoso a mi acompañamiento en este acto plural; pero también o sobre todo sírvanle de otro tanto al poema de Paz que he elegido para esta lectura de homenaje.
     Es cierto: he hablado de elección. Aunque es más cierto todavía que el poema me vino a la memoria o se me impuso al pasar, hace sólo unos días, por una calle de Coyoacán —que es ya otra calle sin cambiar de nombre: Francisco Sosa— donde tuvo el poeta su última morada y en la que sobreviven ahora algunos gatos a los que sólo un alma piadosa llega, de vez en cuando, a darles de comer. Me acordé en ese instante de su propia voz, deletreando con firmeza ese poema en una tarde lejana, al par que me acordaba de algunas otras cosas: retazos de conversaciones, ecos, huellas.

*
     Pasar y repasar hasta situarme en un allí que coincidió en su día con los preparativos de una exposición de Frida Kahlo, motivo por el cual fui a visitar a la coleccionista Dolores Olmedo, la amiga y la modelo —desnuda o ataviada de tehuana— del pintor Diego Rivera.
     Pocos días después, Octavio Paz, sabedor de ese encuentro, me preguntó por ella, al tiempo que se transformaba en un muchacho quinceañero, nervioso, que aguardaba a pie firme junto a una parada de trolebuses que él dejaba pasar uno tras otro, a riesgo siempre de perder el último, hasta que al fin oía a lo lejos, de anochecida, el taconeo de esa mujer, aquel sonido que lo trastornaba. Y concluía así su confidencia: “La aproximación de sus pasos, el anuncio de su llegada, el miedo a voltearme y que no fuera ella, todo eso me resultaba doloroso y gozoso a la vez; me producía una zozobra intensa. En realidad, creo que ese prólogo perturbador era para mí mucho más importante que la aparición final de Lola, una mujer de rompe y rasga; aunque, bueno —añadía—, yo luego no dejaba de mirarla a lo largo de todo el trayecto…”.
     Hablaba de la espera de un sonido, de un pasar que resuena al acercarse de allí a aquí; o al revés, como corresponde a un diálogo: de aquí a allí.
     De ahí que, de entonces a esta parte, me resulte imposible desligar aquel vivo recuerdo de Octavio Paz de este pasaje de su Nocturno de San Ildefonso: “Apariciones, / el tiempo se abre: / un taconeo lúgubre, lascivo: / bajo un cielo de hollín / la llamarada de una falda”.
     Los privilegios de la vista, sí. Pero también los privilegios del oído. Porque, en la obra poética de Paz, se ha valorado a menudo su poder de despliegue visual; no tanto, en cambio, el papel esencial que desempeña en ella el sonido, al punto de configurarse el poema como “sonaja de simientes” y, en consecuencia, no demasiado al margen de aquellos versos machadianos que a él le gustaba citar: “Se canta una viva historia / contando su melodía”.
     Escrito entre 1958 y 1961, el libro titulado Días hábiles —donde se encuentra el poema dedicado a Luis Cernuda y en éste un preguntarse si lo solo real será el deseo— condensa a la perfección el cuidado que Octavio Paz pusiera en la escucha —en aguzar el oído—, dado que allí se funden, molidos de antemano en el mortero de Chuang-tse, el silencio, que a veces se gangrena, más gritos contra el muro, bramidos de motores y de un río en crecida, silbidos, latigazos, chirriar de frenos, roer de huesos, andar y desandar de las pisadas, ladridos, un reloj da la hora, galimatías, el soliloquio de un anciano, tañidos de campanas, sílabas de mil frases inacabadas repicando en los tímpanos, el redoble iracundo del corazón, orgasmos por teléfono, rumor de árboles, estruendo de tranvías y de trenes, risas y gemidos, las notas del Ángelus, la música china de los gatos, la sirena de alarma, la guitarra y un pájaro que pía… Y, además, la voz de una muchacha que, en mitad de la vida, lo despierta para decirle: “Acuérdate”.
     Y allí, en plena algarabía, se precisa el lugar de la acogida: “El oído: nido / o laberinto del sonido”. Como en Piedra de sol ya se decía: “Voy entre galerías de sonidos, / fluyo entre las presencias resonantes”. Como después, en Ladera Este —nuevo amor y nuevos paisajes—, se dirá: “Oigo la vibración del cielo bajo / sobre los llanos del letargo”. Y todo eso, sin cesar de asomarse a las palabras para ordenarles en voz alta: “¡Chillen, putas!”.
     Pues bien, a Días hábiles pertenece el poema seleccionado en una calle y que, por fin, paso a leerles. Tiene por título un adverbio inestable y que Quevedo incluso utilizó para pedir socorro:

Aquí

Mis pasos en esta calle
     resuenan
      en otra calle
     donde
      oigo mis pasos
     pasar en esta calle
     donde

Sólo es real la niebla

Esto tendría que haber sido el final de mi intervención: “Sólo es real la niebla”. Lo que ocurre es que, pasados más de treinta años, ese mismo poema reaparece de pronto en otro libro, Figuras y figuraciones, en compañía de una caja-collage de Marie José Paz; una caja —otro “Aquí”— que es encaje de ausencias, restos y oquedades: varias cajas vacías, el aroma de lo mucho que falta…; y hasta dos canicas pecosas, ambas fuera del agua. Entonces, no sé si por destino o si por decisión, resulta que esa proximidad afectuosa desencadena otra, ya que el último verso del poema ahora aparece reproducido con una variante. Pierde la S inicial su caja alta y, de paso, pierde el verso su soledad, pues queda suprimido el doble interlineado, la pausa de aquel blanco que lo distanciaba del bloque del poema al cual ahora se ensarta.
     Así, de rebote o por imantación, el poema ya no es del todo el mismo. Y por ello redoblo mi homenaje con esta nueva versión:

Aquí

Mis pasos en esta calle
     resuenan
      en otra calle
     donde
      oigo mis pasos
     pasar en esta calle
     donde
     sólo es real la niebla –

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