El Comandante sí quiere guerra

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La minoría que en mi país barrunta que Chávez, en efecto, quiere en verdad una guerra con Colombia, va dejando de serlo cada día que pasa.

Para quien no la conozca, Caracas es una de las ciudades más cínicas que quepa imaginar, y con ello me refiero únicamente a la proverbial, despreocupada sorna de sus élites. Se me dirá que todas las élites son desaprensivas, arrogantes y carentes de imaginación, y que mi Caracas no tiene porqué ser distinta.

Pero Caracas, señores, no tanto como asiento de los poderes públicos venezolanos, sino como capital de los poderes fácticos de un rico y corrupto petroestado populista y clientelar –en la que hierven negocios “transpolíticos” entre socios chavistas “patria o muerte ” y opositores “ de uña en el rabo” –, está tan lejos de la frontera viva de dos mil quinientos kilómetros entre Colombia y Venezuela como puede estarlo Bogotá.

Si algo escarnece las capacidades de buena parte de la oposición política venezolana para juzgar los designios de Chávez es esa su racista aptitud para desestimarlo, sin discernir que una cosa es la mostrenca estampa cuartelaria de Chávez, su grotesca y fachendosa parla, procaz y pendenciera, y una muy distinta su unicidad de propósitos y, en pos de ellos, las estrategias que, durante más de tres décadas, ha adoptado ladinamente, con admirable apego al plan, con perseverancia y… éxito.

Quince años conspiró Chávez en los cuarteles, sin ser advertido, ni mucho menos castigado por ello. Su fallido golpe de 1992 contra una democracia suicida se vio recompensado con el fervor popular, bastante inconmovible hasta hoy.

Me cuento entre quienes piensan que, a sabiendas del general descrédito de la democracia corrupta y palabrera que llegamos a tener en Venezuela, el Chávez del 92 se dijo: “bastará con mostrarme contundentemente como el ‘hombre antisistema’. Así, aun perdiendo, gano”. Economía de medios le llaman a eso.

En la escalada de muertes, apresamientos y voladuras de puentes que, cruzando y recruzando el río, nos alarma a los demócratas de ambos lados de la frontera, Chávez despliega cazurramente eso que un neologismo de politólogos gringos llama “brinkmanship”: la habilidad para juzgar con acierto las aprensiones que paralizan al adversario y moverse al borde del abismo –en este caso, la guerra entre hermanos– sin caer en él y, para colmo, obtener ganancias.

Ciertamente, una guerra entre Colombia y Venezuela no puede contemplarse sino como un abismo ardiente e inextinguiblemente trágico. Pero ello solamente si uno es un sujeto sin la avidez de poder tiránico y absoluto sobre sus compatriotas que anima a Chávez.

En su guerrerismo, Chávez juega fuerte y arriesga mucho en el terreno meramente militar, pero la ganancia que a corto plazo espera obtener del clima de crispación binacional que ha alimentado contumazmente durante meses, no es otra que hacer de la guerra con Colombia el pretexto para decretar un estado de excepción en los estados de la frontera, uno de ellos el segundo en tamaño e importancia, y que notoriamente le son adversos.

No creo estar especulando: desde que el año pasado, por estas fechas, Chávez perdió en elecciones para gobernaciones regionales la media docena de estados que concentra más de la mitad de la población venezolana, su política ha sido, perseverantemente, la de desconocer esa voluntad electoral recurriendo a una provisión que coló de contrabando en su célebre “enmienda” constitucional.

Con razones fulleras, con descarado despliegue de arbitrariedad y militarista abuso de poder, Chávez dio en despojar a gobernadores y alcaldes adversarios de todas las potestades y recursos que les permitirían gobernar en sus entidades de un modo diferente, y acaso, más exitoso que el suyo. Hablo de sedes, oficinas, centros de asistencia ambulatoria, policías. Se ha ensañado muy especialmente en el estado Táchira, sobre cuyo gobernador penden imputaciones de derecho penal que, como las del ex-candidato presidencial Manuel Rosales, hoy asilado en el Perú, buscan sacarlo de la carretera.

El estado Zulia, el gran estado de nuestra frontera viva con Colombia, ha sido siempre una obsesión para Chávez, tanto que ha desistido de ganar una elección allí. Las ha perdido todas y se trata, nada menos, que del segundo estado en población electoral del país. Chávez ha optado por desplegar en la frontera la misma política que ha hecho del Alcalde Mayor de Caracas un paria sin despacho ni recurso alguno. Todo hay que decirlo: un paria insumiso que cada día cobra más simpatía entre los venezolanos.

Gracias a su pícara enmienda constitucional, Chávez creó un “suprapoder” y un funcionario designado a dedo por él mismo, para regir la capital y neutralizar a Ledezma. Algo semejante, pero de mayor envergadura, parece tener ahora en mente. Nada menos que hacer de los estados fronterizos una jurisdicción especial, por completo militarizada “por razones de seguridad nacional”. La enmienda vigente se lo permite y, por todo lo que sabemos, Chávez no dejará de desplegar esa política.

Para ello, necesita acallar a quienes, ya sean oficialistas u opositores, desestiman la guerra con Colombia como una inconducente bravuconada. Necesita que la guerra deje de parecerles una remota y absurda pesadilla. Que se concrete en la escalada que, quieras que no, ya le ha impuesto a Colombia. Necesita suspender las elecciones parlamentarias, digámoslo de una vez. ¿Porqué? Porque no es inverosímil que en 2010, vista la picada en las encuestas, Chávez llegue a perderlas.

¿Una guerra de mentirijillas para calentar el fervor patriotero? No: los venezolanos no tenemos querella con Colombia. Se trata, más bien, de una guerra que dure lo suficiente para justificar un paso más en el camino de la tiranía doméstica y “constitucional”.

¿Política ficción? Es posible, pero el desprecio por todo lo civil que caracteriza al mandón venezolano permite suponer que cuenta de antemano con la demostrada contención que, al menos respecto de Venezuela, han dado muestra la presidencia y la cancillería colombianas.

Para jugar provechosamente al borde del abismo, Chávez cuenta con la sujeción del ejército colombiano al poder civil.

¿Cabía imaginar peor trance para dos naciones vecinas y hermanas?

– Ibsen Martínez

(Publicado previamente en El Espectador).

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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