El código Saint-Sulpice

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Últimamente se me ha vuelto imprescindible, siempre que voy a París, pasar por la plaza de Saint-Sulpice. Parece como si en ella estuviera contenida la historia de la evolución (pésima) del género humano. Quizás exagero, pero de algo estoy seguro: la plaza funciona como metáfora espeluznante de la decadencia de la gran literatura en las dos últimas décadas. Naturalmente, no voy a la plaza para regocijarme de esto. Voy, en primer lugar, porque he ido siempre. Y ahora, además, porque la plaza se ha convertido en el más terrorífico espectáculo del mundo, y es importante para mí que observe la evolución que sigue.
     Hasta donde alcanza mi memoria, la primera vez que estuve en Saint-Sulpice fue en una lluviosa noche de 1974. Al pasar casualmente por allí, un amigo español me señaló con gran orgullo los esplendorosos escaparates de Yves Saint-Laurent, la casa para la que él trabajaba como modisto. Durante mucho tiempo, Saint-Sulpice fue para mí Saint-Laurent. Pero años después, leer a Georges Perec lo cambió todo. Descubrí que un día de 1974, el escritor Georges Perec, sentado en el Tabac-Saint Sulpice (en esos días, uno de los tres cafés del lugar, ahora queda uno y gracias), se dedicó a tomar nota de lo que allí veía, se dedicó a catalogarlo todo, muy especialmente “lo que generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes”. Reunió esas impresiones en Tentativa de agotar un lugar parisino, un libro que es una lar—ga lista de lo que se ve en la plaza a lo largo de varios días diferentes: un libro donde se describe “lo que no tiene importancia”, porque lo otro, lo importante (la iglesia de Saint Sulpice, por ejemplo, una iglesia en la que trabajaron Le Vau, Gittard, Oppenord, Servandoni y Chalgrin), Perec deliberadamente no lo hace entrar en sus descripciones, pues se trata de algo para él ya demasiado trascendente y sobre todo “suficientemente catalogado, inventariado, fotografiado, contado o enumerado”.
     Durante un largo tiempo, en mis viajes a París de los años ochenta y noventa, iba muchas veces a la plaza de Saint-Sulpice a rendir homenaje a Perec y, por tanto, a sentarme en su Café-Tabac y a ser posible en su misma silla y a anotar mentalmente todo lo que veía allí que me parecía que no era importante. Pero ese periodo de mi vida terminó cuando de pronto, un día, se me ocurrió ocuparme de la iglesia a la que había sido tan indiferente. No sé por qué, di dos pasos de más y entré en ella. Quedé bastante impresionado. Entrando a mano derecha, por ejemplo, había unas magníficas pinturas de Delacroix. Por otra parte, era en esa iglesia donde habían tenido lugar el 19 de diciembre de 1996 los funerales por mi nunca suficientemente admirado, el actor Marcelo Mastroianni. Es más, me enteré de que la iglesia era frecuentada por una parroquiana llamada Catherine Deneuve. Y en fin, con el propósito de comprobar si era verdad que el órgano del templo era extraordinario (su titular actual es un genio musical llamado Roth), asistí un domingo a misa de diez y media de la mañana y trabé una inesperada y reconfortante amistad con el párroco del lugar, un hombre muy leído y, además, enormemente cordial y que me dijo que de un tiempo a esta parte estaba aprendiendo a saber en qué consistía la famosa paciencia de Job.
     Y es que ha sido precisamente este hombre quien se ha visto obligado a colocar no hace mucho una curiosa placa junto al célebre obelisco que alberga la iglesia desde el Siglo de las Luces, un bellísimo obelisco que fue construido para determinar científicamente la fecha del equinoccio de primavera. Para algunos —por no decir muchos— visitantes de esta iglesia, lectores del mediocre best-seller El código Da Vinci, el obelisco no sólo es una pista del Santo Grial, sino también la prueba de la existencia del priorato de Sión, secta secreta de los descendientes de Jesucristo y María Magdalena. En la placa que el sensato párroco ha colocado junto al obelisco puede leerse: “Contrariamente a las alegaciones caprichosas contenidas en una reciente novela de éxito, la línea meridiana de Saint-Sulpice no es ningún vestigio de ningún templo pagano. Tened en cuenta que las letras P y S sobre las ventanas circulares, en las dos extremidades del crucero, se refieren a San Pedro y San Sulpicio, los dos santos patronos de la iglesia, y no a un priorato de Sión imaginario”.
     Un párroco luchando contra la ignorancia y “la nueva religiosidad” que ha estallado con la muerte de Juan Pablo II y de la que es un adalid el presidente Bush. (Pero bueno, ¿no habíamos quedado en que ese hombre era protestante?) Ahora, cada día con mayor afluencia de gente, la plaza se llena de turistas (preferentemente norteamericanos) que han leído el libro de Brown y que creen a pies juntillas lo que ahí se dice. Lo que ahora hay allí (y cuya evolución no me pierdo nunca cuando voy a París) es un espectáculo que crece día a día, el espectáculo de un vulgo que no distingue entre la realidad y la ficción. Sobre todo por la noche, ese espectáculo es terrorífico, pues la iglesia se ve obligada a permanecer abierta para las turbas, que, pasando de largo de los Delacroix y del Siglo de las Luces, van directas, entre empujones, a fotografiar el obelisco y, por supuesto, no leen la placa del párroco.
     Lo que va de Perec y la alta cultura a Brown y sus oscuros signos medievales para peregrinos romanos. Una nueva sensibilidad literaria florece. –

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