El Chivo cubano

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Es curioso que entre los muchos artículos que han aparecido sobre La fiesta del Chivo, esa estupenda novela de Mario Vargas Llosa, ninguno haya hecho referencia a los enlaces que entre Trujillo y Fidel Castro se anudan en ella. Yo, que conozco a Vargas Llosa (hasta el extremo de ser Mario para mí) desde 1963, cuando los dos estábamos en París, que he paseado con él por las calles de La Habana, que he participado en sus charlas en la Casa de las Américas de la capital cubana, y sobre todo —sobre todo— que he seguido su trayectoria política desde que rompiera con el castrismo cuando se produjo el encarcelamiento de Heberto Padilla, deviniendo de ser defensor de la Revolución Cubana en uno de sus críticos más certeros y tenaces al descubrir la mentira de su socialismo sui generis, en libertad, con rostro humano, e ir viendo que era no sólo una dictadura más de las muchas que han asolado (y lo siguen haciendo, verbigracia: Hugo Chávez) el continente americano, sino que a ésta hay que añadirle que se ampara (o amparaba: las vueltas de la dialéctica) ideológicamente en el marxismo-leninismo, que tanta utopía funesta ha generado.
     De modo que cuando empecé a leer La fiesta… lo hice con la lupa escrutadora de los indicios que el tirano insular pudiera contener. Y no tuve que aplicar mucho el cristal. Pues la novela, en efecto, está cargada de guiños al émulo de Chapitas. Verdad es que cuando Rafael Leónidas Trujillo y Morales (bastardo y por lo tanto tan autoapellidado) es ajusticiado en mayo de 1961, el mito de la Revolución Cubana está aún en su cenit. El mes anterior ha salido airosa de la invasión de Bahía de Cochinos, que Castro capitaliza como “la primera gran derrota del imperialismo yanqui en América”, y por consiguiente el paralelismo entre los dos sátrapas es prácticamente imposible.
     Además, hay una tradición de antitrujillismo en Fidel, que se remonta a 1947, cuando, con 21 años y siendo estudiante de la Universidad de La Habana, se enrola en una expedición armada que pretende derrotar al déspota dominicano. En Cuba aquel hecho fue muy sonado y se le conoce como “Cayo Confites”, al ser en este islote de la antigua provincia de Oriente donde se entrenaron los revolucionarios, y de donde debían partir para Santo Domingo, y también donde explosionó la aventura. Los 1500 hombres que la componían fueron apresados por la Marina de Guerra cubana (a pesar de que en secreto el gobierno de Cuba los había alentado y ayudado materialmente) y no hubo invasión alguna. Sin embargo, la mitología de Castro se anotó aquí uno de sus primeros tantos. Corrió el rumor de que el imberbe aspirante a abogado se había lanzado al mar y a nado había atravesado la bahía de Nipe para no ser hecho prisionero. Carlos Franqui, que como Castro era igualmente expedicionario, deshace esta leyenda en su libro Vida, aventuras y desastres de un hombre llamado Fidel Castro. Dice: “Mejía (el capitán del buque que debía llevar a los invasores a Santo Domingo) […] dio un bote a Castro para que escapara con otro prisionero. Castro, maestro del mito, hizo desaparecer el bote. Más dramático [era] nadar hacia la costa en la más grande bahía de Cuba, infestada de feroces tiburones aquella noche oscura”.
     La primera semejanza en La fiesta del Chivo entre Trujillo y Castro aparece en las páginas iniciales de la narración, al enumerar intencionadamente Vargas Llosa la retahíla de títulos ostentosos y ridículos con que Trujillo se recubre: Jefe, Generalísimo, Padre de la Patria Nueva, Benefactor, Su Excelencia el Doctor Rafael Leónidas Trujillo y Molina. Los que inundan a Castro no le van a la zaga y son tan conocidos que huelga reproducirlos aquí. Otra sorprendente característica que fisiológicamente los emparienta es ésta: “Trujillo nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño”. Quien haya visto al Comandante en Jefe prodigando uno de sus kilométricos discursos en la Plaza de la Revolución, por ejemplo, habrá observado que ni una gota de sudor humedece su tenaz atuendo militar (que como el de Trujillo es verde oliva), ni siquiera bajo las axilas. Es como si su piel fuera impermeable.
     Leemos en la página 35: “Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país”. ¿Cuántos lleva Castro? Cuarenta y cinco. Le gana por trece y, como enfatiza irónicamente el novelista, también llevando sobre sus espaldas el peso de otro país (Cuba). Añadiendo poco después otra característica gubernamental aplicable a ambos: “presidía […] las vidas y muertes de los dominicanos”. En la página 75 hallamos este sentido, dolorido párrafo que talmente parece destinado a Fidel: “tantos millones de personas machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidos por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojados de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo”. En otro momento vuelve Vargas Llosa sobre este trágico fenómeno: “la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira”.
     Directamente se menciona a Fidel Castro en una conversación entre Trujillo y Johnny Abbes, el jefe de su policía secreta, quien le manifiesta su simpatía por Castro (al que conoció en México cuando preparaba la expedición del Granma). Admira en él “su falta total de emociones”, su “inteligencia de hielo” y “la manera como ha sabido burlar a los gringos”. El siniestro Beria de Trujillo no habría osado perfilar esta imagen favorable de Castro si no hubiera estado seguro de que en el fondo había una empatía entre los dos tiranos, a pesar de que el “Líder” cubano, ya en el poder, apadrinó en junio de 1959 una desastrosa invasión contra Trujillo. Entre dictadores sin escrúpulos andaba el juego.
     Igualmente involucra a Castro este análisis de la personalidad del Benefactor de la Patria, “ese maestro manipulador de ingenuos, bobos y pendejos, ese astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres”. Incluso las incuestionables cualidades (o quizás habilidades) de Trujillo son como un espejo en el que Castro se retrata también: “[el] magnetismo que irradiaba ese hombre incansable, que podía trabajar hasta veinte horas diarias”. Diabólica capacidad laboral (aparte otros truculentos manejos) con la que fue “acumulando en todos los dominios —político, militar, institucional, social, económico— un poder tan desmedido que todos los dictadores que la República Dominicana había padecido en su historia republicana […] parecían unos pigmeos”. En Cuba, y en su etapa republicana (1902-1959), esos dictadores portan los nombres de Machado y Batista. Mas como en el caso de Trujillo respecto a los tiranuelos de la antigua Santo Domingo, su poder fue casi una migaja en comparación con el que Castro acumula. Le cuadra también a Castro la sagacidad bélica del Chivo, “creador de unas fuerzas armadas modernas y profesionales, las mejor equipadas de todo el Caribe”. En cuanto a Castro, se extiende a toda América Latina, ya que no hay una nación en el continente que tenga un ejército de las dimensiones del suyo. Por instinto, o por pura concepción militarista de la política, los dos hacen suya —conociéndola o no— la sentencia de Mao Zedong de que el poder estaba en la punta de los fusiles.
     La doble moralidad que impera en Cuba también es aludida por el autor de la novela histórica sobre Trujillo: “estarían condenados [los dominicanos] a esa horrible desazón y desagrado de sí mismos, a mentirse a cada instante y a engañar a todos, a ser dos en uno, una mentira pública y una verdad privada prohibida de expresarse” [subrayado mío]. Pero quizá la referencia más clara a Cuba se imprime en la página 190: “lo endiablado que el sistema de Trujillo había sido capaz de crear, en el que todos los dominicanos tarde o temprano participaban como cómplices, un sistema del que sólo podían ponerse a salvo los exiliados (no siempre) y los muertos”.
     En fin, muchas son las indicaciones, advertencias (pues obsérvese que en casi todo lo citado por mí no son descripciones ni acciones lo prevaleciente, sino juicios del escritor), implicaciones hacia Fidel Castro y el fatídico sistema que ha entronizado en Cuba, pero yo he querido escoger sólo éstas, pues me parecen reveladoras de la esencia de un hombre y de un país aplastado por él. La conclusión también podría extraerse de la magnífica obra de Vargas Llosa: “El trujillismo es un castillo de naipes. Se desmoronará, verás”, como está convencido Antonio de la Maza, uno de los conspiradores de la liquidación de Trujillo. Y por lo tanto suscribe la certidumbre de su compañero en el complot, Salvador Estrella, de que “nada cambiaría mientras Trujillo siguiera vivo”. Mas desdichadamente lo mismo puede concluirse de lo que se expresa en la página 137: que “luego de tantos años de servir al Jefe [reproche de Uranita a su padre Agustín Cabral, Cerebrito, senador y lacayo hasta la ignominia de Trujillo, al extremo de entregarle a su propia hija, una adolescente de catorce años, para una de sus ‘fiestas’] habías perdido los escrúpulos, la sensibilidad, el menor asomo de rectitud. Igual que el país entero, tal vez“. [Subrayado mío.]
     Dado el actual pesimismo de mi admirado Mario en cuanto a un cambio en Cuba, mucho me temo, me duele, que sea esta segunda creencia la que pueda prevalecer en el lector cubano de su libro ejemplar. Ojalá me equivoque. –

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