Ilustración: Decur

El caballo y el gaucho: seis relatos

“En diciembre del año 2001 –ha señalado Patricio Pron– una serie de acontecimientos hizo pensar que el país que habitualmente llamamos Argentina llegaba a su fin.” Una aguda crisis económica devino crisis política y el descontento social parecía incontenible. En un ambiente de represión, inestabilidad y caos, la actividad literaria estaba condenada a estancarse. En los años posteriores, sucedió lo impensable: la literatura se revitalizó, las pequeñas editoriales ganaron presencia una vez que los grandes sellos dejaron de interesarse en autores locales y una nueva camada de escritores hizo su irrupción en el panorama. Estos autores demostraron no ser solo producto de una circunstancia específica sino parte de una de las tradiciones más ricas de la literatura de aquel país. Una tradición que, según observa Damián Tabarovsky en su introducción a este dosier, concilia lo excéntrico y lo político, lo central y lo periférico. Una que escribe contra la norma. En nueve narraciones, una de ellas de no ficción, Letras Libres ha querido reunir a algunas de las voces más sobresalientes de las letras recientes de Argentina, no para insinuar los rasgos compartidos de una generación, sino, precisamente, para dar fe de su diversidad. ~
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Heracles conoció la locura y las ulceraciones; Lisandro, las úlceras; Áyax, la locura; Belerofonte recorrió los desiertos. Empédocles no es citado como poeta sino como “fisiólogo”. El murciélago en vuelo es interpretado como significante de la tentativa del hombre de… Marco Siracusano no era nunca tan buen poeta como cuando estaba fuera de sí. Debajo de nuestras atenciones hay toda una serie de gérmenes desagradables. Si no es por miedo, en todo caso será por pereza. ¿Me parece bien? No me parece nada. Si la belleza no está en ningún lado, entonces no la vamos a encontrar. Y si está, podríamos encontrarla o no; si está y no la encontramos luego de buscarla por mucho tiempo podríamos llegar a pensar que no está en ningún lado. Por lo tanto, lo mejor sería no buscarla y suponer que no está para ver si eso la hace venir. Es una propuesta. Lo mismo vale para el dinero, y lo mismo para el amor. Con la salud sería conveniente aplicar otro método, aunque no uno demasiado diferente. Para todos los que sufren hay una canción; para los que no sufren, otra. También se puede alternar, y también escuchar las dos a la vez. ¿Y vos? Nos dijiste que fuéramos a la casa de Aldo y le preguntáramos por su mujer, pero no te hicimos caso. Tampoco te hicimos caso en lo relativo a los pagos y deudas con los almacenes locales. Si me preguntás por qué, no tengo mucha explicación para dar: no se trató de que nos parecieran mal tus disposiciones ni tampoco de que no tuviéramos ganas de ejecutarlas; al contrario, todo nos parecía perfecto, como siempre, y nuestro ánimo para el trabajo estaba en un buen momento. Fue solo que no quisimos hacerte caso, digamos que una especie de capricho. Pero no solo no te hicimos caso al omitir las tareas, sino que hicimos casi lo contrario: fuimos a lo de Aldo y le preguntamos por su madre, y fuimos al lugar de trabajo de la mujer de Aldo y le preguntamos por Aldo, lo que provocó un desastre matrimonial. Después, dejamos deudas con los almacenes con los que debíamos saldar las deudas y saldamos las deudas con los que debíamos dejar deudas. Todos los almaceneros se mostraron sorprendidos, porque tus disposiciones en general son previsibles, y no podían creernos, los que quedaron con su deuda saldada, que se tratara de una orden tuya: tuvimos que convencerlos para pagarles, porque no querían tomar un dinero que vos no habías dispuesto para ellos. “¿Están seguros de que no hay un error, de que no están leyendo mal?”, nos decían. “Sí, estamos seguros”, les respondíamos, y les mostrábamos los papeles falsos que habíamos llevado preparados. Al mismo tiempo, nuestros teléfonos no paraban de sonar con los llamados de los almaceneros que esperaban ver su deuda cancelada. “¿Están seguros de que no deberían pagarnos?” “Sí, estamos seguros.” Imagino que vos, al leer esto, debés estar más sorprendido que los almaceneros. Y más sorprendido que Aldo, que se sintió entregado por vos, su Maestro. E incluso más sorprendido que la mujer de Aldo, que no debe entender cómo te cayó en gracia de repente, por qué te preocupaste por ella, vos, que despreciás en general a las mujeres. Nos gustaría poder explicarnos para que nos entiendas, si es que lo que hicimos puede entenderse. Nosotros no podemos entenderlo, pero vos seguro que vas a poder, porque tu comprensión es infinita.

¡Abrazar el cielo nebuloso! ¡Comer frutas todavía verdes! Ese es el espíritu que me anima en este momento. Correr en dirección a la casa de mis ancestros no parece, en cambio, algo posible por ahora. Porque ¿dónde quedó esa casa del tamaño de un avispero? Según me dijeron, hay en su lugar un instituto del gobierno, incluso una municipalidad. Todo en manos del enemigo. Si el enemigo se rinde, la casa volverá a ser nuestra, pero eso tampoco parece posible por el momento. Así que en esta pequeña torre, rodeado de plantas y ladrillos medievales, puedo soñar con lo que no tengo: un televisor moderno, una computadora con conexión a internet, una enciclopedia. Está bien: no tengo acá nada de eso, pero mis ancestros tampoco lo tenían. Así que, en cierto sentido, ¿puedo quejarme? Y, aunque pudiera, ¿me sacará alguien de este lugar sagrado? Me duermo y me despierto, me despierto un poco más y salgo. En la calle los olores se extinguieron hace rato. También se extinguieron los edificios antiguos. El único que queda está tan lejos que no se lo podría ver ni siquiera desde una torre especialmente diseñada. Vivo en medio de las sombras de mis temores. Me duermo rodeado de anguilas y pasto verdusco. Eso me provoca alergia, es cierto, pero ¿qué cosa no provoca alergia? Reacciono ante mis colegas como ante la lluvia próxima. Me alegran y me asustan. No es verdad, es solo una metáfora. La lluvia me alegra. Los edificios me despiertan. Puedo abrazarme con los olores, si quiero, pero sé muy bien que no me conviene. Me conviene, en cambio, abrazarme a la comida. No así a la bebida, que se deshace entre mis dedos. Mis ancestros creían en los árboles y en las piedras. Ellos, los árboles y las piedras, les dictaban sus deseos. Yo creo en las sombras que mis ancestros producen, y esas sombras me dictan mis deseos. Lo que yo produzco, a la vez, espero que sea parte del credo de alguno que ande medio perdido, y también que sirva de guía para los deseos. Si no me llevan de la mano me pierdo; si me sueltan vuelvo a mi torre. ¡Ladrillos del medioevo! ¡Plantas liberadoras de olores perfectos! Entre ustedes, amigos, me divierto conmigo mismo.

Primero el profeta curó a alguien que no sabía que estaba enfermo, y esto en dos casos diferentes: en uno, curó a un enfermo que desconocía su enfermedad; en otro, curó a un enfermo sin saber que el enfermo estaba enfermo. Es decir, en un caso el enfermo no sabía y en el otro no sabía el profeta, pero en ambos casos hubo curación. Luego, en una tercera variante, curó a alguien que estaba enfermo sin avisarle que lo había curado; es decir, el profeta vio a alguien con una enfermedad incurable caminando por la calle y lo curó sin decir nada, casi de costado, y esto también en dos casos: en uno el enfermo sabía que tenía una enfermedad incurable y en otro el enfermo desconocía su enfermedad. Son milagros importantes, más importantes que los convencionales en los que el profeta curó a personas enfermas avisándoles y envuelto en todo un circo de curación. Es cierto que el circo no lo hizo el profeta sino sus seguidores, y que finalmente los casos mencionados al comienzo fueron intentos del profeta por evitar el circo de sus seguidores. Se preguntaba: ¿cómo curar sin circo? Por eso el último caso mencionado, el del enfermo que no sabía que estaba enfermo y que tampoco supo que fue curado, fue visto por el profeta como su máximo logro, y por
eso tampoco le comentó a nadie lo que había hecho. Pero el problema que notó enseguida fue que el circo era de alguna manera necesario, porque, si bien él lo despreciaba, se daba cuenta de que uno de los efectos del circo era propagar la verdad, y no solo eso: uno de los efectos del circo era curar. No porque los casos mencionados al comienzo no hayan sido verdaderas curaciones sino por algo más complejo: el profeta, mientras curaba en medio del circo, tenía la sensibilidad suficiente como para darse cuenta de que una parte de la curación no la hacía él sino el circo y que eso le ahorraba energías para seguir curando. Y, en ese caso, ¿podía ser tan malo el circo? ¿Había que descartarlo así nomás por pruritos éticos no del todo justificables? La decisión del profeta fue no pensar más: que el circo hiciera lo que quisiera cuando quisiera, él no se iba a oponer. Otra vez, en otra escena, el profeta habló en contra de la comodidad. Dijo: “Todos quieren estar cómodos, y eso como aspiración está muy bien, pero lo que no entienden es que para estar cómodos no hay que buscar la comodidad sino seguir un camino que nos va a llevar indefectiblemente hasta ahí, pero solo como efecto secundario. ¿Se entiende?” Nadie respondió, entonces el profeta siguió: “Lo que quiero decir es que la comodidad alcanzada cuando se busca la comodidad va a ser una comodidad falsa, porque se va a armar en base a negaciones, a la ocultación de las incomodidades. A la verdadera comodidad se llega pensando en la incomodidad, ¿se entiende?” “¡En casa tengo una silla muy cómoda!”, gritó alguien desde la muchedumbre, y el profeta intervino justo cuando sus seguidores estaban a punto de lincharlo: “¡Déjenlo! Y vos, amigo, traé la silla de tu casa: que alguien lo acompañe y lo ayude.” Esperaron todos dos minutos en silencio hasta que llegó el bromista con la silla. El profeta lo hizo pasar al frente, colocó la silla en el suelo de cara a la muchedumbre y le dijo al dueño de la silla: “¿Cuál es tu nombre?” “Inván”, le respondió él. “Bueno, Inván, te voy a pedir que te sientes en esta silla ahora mismo, delante de todos.” Inván, un poco asustado, se sentó. “¿Estás cómodo?”, le preguntó el profeta. “La verdad que no”, respondió Inván. “¿Y por qué? ¿Algo cambió en la silla?” “No”, respondió Inván, “pero ahora veo que esta silla solo es cómoda cuando estoy en mi casa.” “No es eso”, lo corrigió el profeta, “sino otra cosa: vos solo podés estar cómodo cuando estás en tu casa; ahora parate, por favor”. Inván se paró, miró la silla, la levantó en el aire y miró al profeta con odio. Los seguidores del profeta se acercaron alarmados pero el profeta los detuvo con la mano abierta. “¿Qué vas a hacer, Inván? ¿Me querés lastimar?”, le preguntó el profeta a Inván. “No, pero voy a reventar esta silla”, respondió él, y golpeó varias veces la silla contra el suelo hasta destruirla. Desde ese momento Inván se convirtió en uno de los más fieles seguidores del profeta. Unos días después, en una tercera escena, durante un almuerzo íntimo con sus seguidores, se acercó al profeta el dueño de la posada y le preguntó con insolencia: “¿Por qué no sabemos tu nombre?” “Porque no tengo nombre”, le respondió el profeta. “¿Y tus padres no te pusieron uno?”, insistió él. “Sí, pero yo era muy chico y ahora por suerte lo olvidé.” “¿Y no te gustaría tener un nombre?” “No, el nombre es lo primero que hay que perder. ¿Vos cómo te llamás?” “Yo me llamo Isusabeti.” “Bueno, Isusabeti, desde este momento no tenés más nombre, y tampoco tu posada: serás posadero y tu posada posada.” Y así fue.

–Es un viajero que, perdido, encuentra una cabaña cerrada. La cabaña es sucia y huele mal. Toca la puerta pero nadie contesta. Vuelve a tocar y lo mismo. Da una vuelta, espía por las ventanas enrejadas y llega a la conclusión de que en la cabaña no hay nadie. Toma carrera, corre hasta chocar contra la puerta y ante el golpe la puerta se abre tan fácilmente que la inercia lo hace entrar corriendo a la cabaña y tropezarse con algo. Cuando se para, ve que se tropezó con un cuerpo.

–¿Un cuerpo?

–Sí, un cuerpo humano. Lo levanta y lo lleva afuera; busca una pala y hace un pozo. Cuando está por meter el cuerpo en el pozo, el cuerpo empieza a bostezar. Bosteza un minuto seguido, como dando a entender que durmió mucho. Después el cuerpo se para, agarra la pala, tapa el pozo y, sin mirar al viajero, entra a la cabaña y cierra la puerta. El viajero vuelve a golpear. “¿Quién es?”, preguntan desde adentro. “Soy un viajero, necesito comer algo y, si es posible, descansar un poco.” “¿Un viajero?”, dice la voz: “¿Y qué quiere?” “Quiero comer algo y, si es posible, descansar un poco.” “Ajá”, dice la voz. Pasa un minuto; pasan dos minutos. El viajero vuelve a tocar la puerta. No contestan. Espera un rato y vuelve a tocar. No contestan. Da una vuelta a la cabaña y llega a la conclusión de que no hay nadie. “Parece que no hay nadie”, dice, y toma carrera y corre hasta chocarse con la puerta, pero la puerta no se abre. Vuelve a hacer lo mismo y la puerta sigue firme. “Ay, mi hombro”, dice. Pero insiste, choca de nuevo y finalmente la puerta cede. En la cabaña no hay nadie. El viajero abre una heladera y encuentra mucha comida. De la canilla sale agua perfectamente. Come, bebe y se acuesta en la cama. A la mañana siguiente, dormido, cree escuchar que alguien golpea la puerta, así que escapa por una ventana.

–¿De qué escapa?

–No de sí mismo.

–¿Pero para qué escapa, si ya sabe que no va a poder escapar?

–Escapa porque tiene necesidad de escapar.

–¿Y qué pasaría si dejara de escapar?

–Debería aceptar, ya que en la medida que escapa no acepta.

–¿Aceptar qué?

–El lugar del que escapa.

–¿Y si pudiera no escapar y no aceptar al mismo tiempo?

–Eso sería la gloria.

La vida perdida de Aldo Maguncia se parece a la vida perdida de mucha gente. Yo vi a los mejores de entre nosotros arrastrarse por el barro pidiendo “bolsas”. ¿Qué “bolsas”? Ni ellos lo sabían. Aldo era primo de un amigo, pero también amigo mío, aunque en mi vida lo vi solo cuatro veces. Cada una de esas cuatro veces advertí un punto nuevo de su decadencia. ¿Vale la pena contarlos? No, porque cualquiera puede imaginárselos. Lo que sí vale la pena, me parece, es pensar cuál es el mínimo que hay que contar para lograr que se produzca algo en la cabeza de otro. Porque no es lo mismo decir “un hombre” que decir “un hombre flaco”. El problema es que así planteado el asunto no tiene fin. Siempre una nueva palabra va a agregar un dato nuevo y ese dato se va a integrar en la imaginación. Entonces debe haber un límite, un punto de saturación o algo. “Algo” es un buen ejemplo. Si digo “hay algo” estoy diciendo poco. Aunque, a la vez, es mucho y como frase resulta bastante agradable. “Todo” también. “Hay algo, todo”, es hermoso y perfecto. ¿Por qué arruinarlo? “Hay un hombre, lo vemos” ya formaba parte de la frase anterior. Pero “suaves pétalos se yerguen traviesos y yo los veo” es realmente diferente, aunque peor. Y, sin embargo, “los pétalos mansos se yerguen traviesos y yo me caigo” es mejor que todas las frases anteriores. Así que este es el método que voy a usar ahora. Aldo Maguncia presintió en determinado momento el rubor de los caireles dorados. Sumió su veleidad afrodisíaca en humores vacuos. Aldo… Aldo… ¿Quién pudo verte arrastrándote por el piso del burdel de la tía Carmen? Los sabores del aire entran por nuestros ojos y salen por nuestros oídos. Lo que entra, en cambio, por los oídos es ruido, el ruido fugaz de los vapores satánicos. Las camas de la casa de la tía Carmen parecían devolver como rumor las noches pasadas allí por sus pupilas. En secreto, las pupilas soñaban también con una vida superadora. Solo una de ellas la alcanzó, y eso fue gracias a vos, Aldo. ¿Pero qué misterio del equilibrio fue el que definió el gráfico de las curvas de tu vida y de la de ella? Mientras ella subía, vos bajabas; cuando ella estaba muy abajo, vos estabas muy arriba: lo primero fue la etapa final; lo segundo, el comienzo. Recuerdo cuando la conociste. Ella era una pupila más, llena de fantasías y rencores, mientras que vos brillabas en cada lugar al que entrabas. “Ahí viene el gran Aldo”, decían todos con admiración, e intentaban tocarte, o al menos hablarte. ¿Sería que presentían que vos solamente buscabas con quién intercambiar destinos? ¿Sería que sabían que solo buscabas a otro ser humano para darle el futuro más alto, el tuyo, y a la vez encaminarte en un descenso que cualquiera definiría como infernal? Quizá sí, pero quizá no. Lo único que sabemos es el resultado. En tu funeral, Aldo, todos lloraban. ¿Y ella? Ella estaba presente, pero tan lejos, tan alto, que no podía ni siquiera conectarse con lo que la rodeaba. La rodeaban la muerte y la tristeza, y ella en cambio seguía su camino ascendente, que todavía hoy parece no tener fin. ¿Por qué la elegiste, Aldo, por qué a ella, que era una más? Un amigo común ensayó una respuesta posible: vos intuiste en ella el destino más bajo de todos, que finalmente era lo único que te interesaba para ejecutar tu sacrificio: dar y recibir, pero dar mucho y recibir mucho. Dar el destino más alto y recibir el destino más bajo. Nunca vamos a olvidar lo que dijiste al verla por primera vez: “Los pétalos mansos se yerguen traviesos y yo me caigo.” No lo entendimos en ese momento, quisimos ver una frase llena de misterio como todas las frases a las que nos tenías acostumbrados. Y ahora vemos esa frase inscripta en el mármol de tu lujosa lápida. ¿Quién la mandó a inscribir? Ella. ¿Quién pagó la lápida? Nosotros, tus amigos.

Lentamente los minutos se alejan flotando, y no espero volver a verlos. Quizá nos sentimos tristes porque nuestro pasado se va, pero todo lo mejor está por venir. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Tal vez en algún momento herimos a alguien sin querer: el calendario va a pasar esa página por nosotros. Y apurémonos a buscar nuevas aventuras, digámosle al maquinista que acelere el tren. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Nuestro tren azul avanza y se balancea: es un tren expreso y realmente está acelerando. ¿Por qué debería terminarse este día? Me gustaría que durara un año entero. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Si los lugares por los que avanza a veces nos inquietan, no deberíamos preocuparnos. El futuro no está tan lejos, pero por suerte no demasiado cerca. No queremos que esto se termine, y si tenemos empeño no va a terminarse nunca. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Cuando miro a mis acompañantes a veces desconfío. ¿Qué los trae junto a mí? ¿Qué esperan de este viaje? Pero estas preocupaciones son rápidamente disueltas por el sol o por la luna, que desde la ventana nos iluminan alternativamente las caras. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Si no avanzara estaría descansando; si no fuera un descanso estaríamos en problemas. Pero, finalmente, ¿qué diferencia hay entre el descanso y el problema? Todo es parte de la vida, y todo lo que ella nos da es para que entendamos mejor nuestro destino. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Algunos de los colores que vemos al pasar son estimulantes, pero otros parecen hechos para sacarnos las energías. ¿Qué es la energía, y dónde está? ¿Quién se va a animar a negarnos aquello por lo que luchamos? Nada llega sin esfuerzo, y el esfuerzo es el barniz que protege los tesoros entregados. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Algunas veces creemos estar enamorados, pero esto solo ocurre cuando no sabemos qué es el amor. Si de repente nos hiciéramos la pregunta, deberíamos tratar de olvidarla. No hay que pensar demasiado en lo que nos alegra: las ideas solo sirven para poner el tren en marcha cuando se detiene. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. No es tan cuidadoso el que nos habla con melindres; tampoco es hostil el que nos grita y nos exige. Todos están dispuestos a ayudarnos si somos capaces de entregar cariño: beberán cuando les llenemos la copa, fumarán cuando prendamos la pipa. Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Si alguno de ustedes piensa que me equivoco, probablemente tenga razón. Prefiero equivocarme a andar temblando, y además las equivocaciones no existen en el cielo. Miramos cómo el sol se oculta tras la nube. ¿O es la nube la que oculta al sol de nosotros? ¿O nos esconde a nosotros de él? Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza. Hay una flor en un florero de vidrio; si quiero ver el tallo no tengo más que mirar. Si el agua está muy turbia tendría que cambiarla, pero eso ¿es un problema? No, es una acción. No dejemos que un demonio travieso nos mueva los brazos, y si el demonio ya nos tiene, cortemos los hilos con firmeza y cantémosle al demonio: “Suavemente, suavemente, el largo camino se abre frente a nosotros y cruza el horizonte. Todos deberían creer y desear lo mejor, y nuestro tren azul avanza.” ~

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(Buenos Aires, 1977) es autor de textos experimentales. Ha publicado, entre otros libros, tres novelas. Qué haces (Bajo la Luna, 2010), Gracias (Blatt & Ríos, 2011) y Libertad total (Bajo la Luna-13)


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