© Cortesía FIL Guadalajara/Pedro Andres

El Buen FIL

Una pequeña crónica de los días pasados en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. 
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(Este corresponsal llegó tarde y se irá temprano del evento: los días de cobertura no son los protagónicos y tal vez haya en ese leve desfase algo de interés. Lo consignado sucede entre el lunes 26 y el miércoles 28.)

 

La numeralia de la Feria, impresa en una hoja es poco menos que un alarde; experimentada en vivo tiende francamente a lo abrumador. Es decir, que en un hipotético papel diga “alrededor de dos mil editoriales” o “setecientos mil asistentes” son apenas abstracciones con pocas consecuencias. Pero una vez traspuesta la garita de entrada que separa a los que traen boleto comprado o el gafete al cuello de quienes se quedan fuera, el peso de esas cifras se hace sentir. Y el sentimiento se acerca a lo abrumador. No al pasmo ante lo magnífico, ni al arrobo ante lo terrible: un simple e inescapable abrumo por lo lleno, lo abigarrado. Eso: no es que la FIL 2012 sea una feria abrumadora en sí, simplemente está toda abigarrada, toda muy junta. Los eventos en el programa impreso en papel periódico, los stands espalda con espalda, todos sin aire entre ellos para dar un respiro, para que, por un momento, no pase nada y uno pueda dilucidar alguna idea. Y estos días, por las mañanas el lugar está cerrado al público en general. Esperemos a los próximos días, cuando ya podrán circular por los pasillos desde temprano grandes tropas de escolares: entonces sí: abrumador. Aunque no quiero dar una falsa impresión. No es nada grave: algo de cansancio y punto. Nada peor que una ida al supermercado en domingo.

Pero vamos por partes. El invitado de este año, Chile, ha estado muy bien representado: en salones de diversos tamaños han dictado conferencias y conversado entre ellos; han firmado libros y el público les aplaudió con efusividad sincera. He de confesar, sin embargo, que no obstante las conferencias y las presentaciones de libro a propósito del país invitado, yo celebro que Chile sea el protagonista por una sencilla, delgada razón: me permitió conseguir un libro pequeño y contundente de Juan Emar, Un año, que no encontraba.

Y aquí llegamos a la pregunta recurrente de estos días, por lo menos en mi mente. ¿A qué viene uno a eventos como este? La respuesta inmediata es la que emparenta a esta concentración con el supermercado: a comprar libros. Pero no es quizá la zona más propicia para hacerlo. Si bien uno halla pequeñas joyas entre la maleza, los “demasiados libros” de los que habla Zaid son un ente vivo y devorador, un ente necesitado de protagonismo que imposibilita hallar lo que uno busca. Si no es novedad o long-sellers, es difícil hallar lo que las editoriales guardan entre los resquicios de su catálogo. Esta muestra no es significativa, pero la lista de pendientes por conseguir de dos personas, incluido yo, regresa sin ninguna tachadora: de seis libros, ninguno.

Otra razón podría ser que uno viene a ver a los autores, a escucharlos, a participar de su humanidad, pues. Aunque, a juzgar por el furor de los asistentes, muy probablemente ese sea uno de los atractivos más poderosos, me parece un rebuscamiento y una salida fácil para la letra escrita: pocas cosas más anticlimáticas que tratar de estrella de rock a las personas que laboran en silencio y en privado para transmitir un mensaje que uno consumirá, en gran medida, en silencio y en privado. Es hacer performance lo que no lo es. Pero sobre eso ya se ha escrito tanto y nada quiero menos que parecer un vejete que regaña a la muchachada.

Una razón más y quizá para mí la más atractiva es la de ampliar el menú de opciones: si ya estamos siendo sofocados por este tsunami editorial, si a pesar de nuestros hábitos de lectura se siguen publicando libros y libros, entonces por lo menos ampliar el gusto. Entre los hallazgos editoriales que más disfruté y a los que no tuve empacho en entregarles una buena parte de mi quincena, fue a la editorial española Libros del Zorro Rojo. La transformación que han operado sobre textos clásicos como tres cuentos de boxeo de Jack London, Drácula o las Cartas a Ophélia de Pessoa y novelas más recientes como La ciudad ausente de Ricardo Piglia es fantástica: las han vuelto novelas gráficas, libros ilustrados. Son ejemplares impactantes y en extremo disfrutables. Otro hallazgo similar, Libros del K.O., también española y también de una hechura y un gusto estético finísimo. Estos últimos tienen una colección: Hooligans Ilustrados, con pequeños libros sobre clubes de futbol español que es fascinante por lo simple y por lo bien realizada que está.

Uno viene, pues, a pesar del formato y de los precios, a pesar de las multitudes. A pesar de lo incómodo que es buscar libros con setenta personas orbitando la misma estantería, o a pesar de que en esta ciudad los taxistas no conocen el taxímetro –en estos tres días solo me subí a uno que tenía taxímetro y marcó veinte pesos menos que lo que los otros usan como tarifa estándar–. Me atrevo a suponer que nadie tiene del todo claro por qué asiste y que no importa no tenerlo claro. Asistir para ser partícipe parece ser suficiente.

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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