El ancho mundo

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Después de tanto tiempo, llego a la conclusión de que he leído textos míos y ajenos, he dado charlas, he conversado en los lugares y en las circunstancias más diversas. Mis primeros recuerdos son del antiguo Colegio de San Ignacio, del salón de actos con sus molduras doradas y sus cortinajes de terciopelo granate. Tuve que
pronunciar un discurso frente a un micrófono recién adquirido, novedad tecnológica de aquellos años. El micrófono dejó de funcionar a los pocos minutos y desde las últimas filas me vieron empeñado en una perorata que no alcanzaba a escucharse, una gesticulación de cine mudo. La experiencia mía fue la de dirigirme al anciano cardenal José María Caro, sentado en la primera fila, y comprobar con desánimo que se había quedado profundamente dormido. Eran cosas de la oratoria de entonces. Algunos años después, convertido en escritor joven, categoría que podía mantenerse durante décadas, leí un cuento de interiores polvorientos del barrio bajo de Santiago en una sala de Chillán. Al final de la lectura se me acercó un mapuche con su indumentaria típica. Me dijo, con una sonrisa abierta, amistosa, que el cuento le había gustado mucho, y yo pensé en el misterio de la comunicación, en la posibilidad, en los prejuicios, derivados siempre de una visión mezquina, pesimista, de la naturaleza humana.
     Quizás la situación más curiosa se me presentó en el norte de Italia, allá por octubre de 1974. La editorial Bompiani de Milán había publicado en esos días la traducción de Persona non grata. El encargado de la edición, Enrico Fillippini, acababa de recibir el pedido de una organización comunista de Pavía de un conferenciante que pudiera hablar sobre Neruda en el teatro principal de la ciudad. El editor sugirió el nombre mío, explicando que era un escritor chileno, un amigo del poeta, una persona que había colaborado con él en la embajada de Chile en Francia, y en un comienzo la sugerencia fue aceptada con entusiasmo. Después les mandó el libro recién traducido y el ánimo de los de Pavía decayó de inmediato. Llegué a las oficinas de la editorial y Fillippini, complicado pero sonriente, me anunció que había un cambio en el programa. El cambio propuesto me reveló que todo en Italia era diferente, desde el Vaticano hasta el Partido Comunista, y había que estar allá para entenderlo. Según los organizadores de la charla, no se podría hablar en el teatro del municipio de Pavía "porque era el día de San Francisco" y la costumbre, la sacrosanta costumbre, impedía utilizar en esa fecha los recintos oficiales. Por este motivo, ellos se habían tomado la libertad de programar la charla en una escuela comunal.
     Fillippini era partidario de asistir, a pesar de todo, y yo, como autor disciplinado y dispuesto a colaborar con mis editores, acepté. Esa tarde me encontré en una sala de escuela para unas treinta personas, frente a una primera fila de matronas robustas, de aspecto serio, y de militantes de todas las edades. Tuve la fugaz impresión de que si me desmandaba, si me salía en alguna forma del contexto, las matronas iban a avanzar y me iban a colocar una camisa de fuerza. Entregué mi imagen personal del poeta, producto de largos años de amistad, de cercanía, y conseguí que algunas de las caras se relajaran un poco, esbozaran, incluso, el comienzo de una sonrisa. Con qué timidez, ellos, con qué perplejidad, y yo con qué esfuerzo. Nunca una charla me ha resultado más difícil, a pesar de que dominaba bien el tema. La sutileza italiana, de todos modos, no paró ahí. Tres o cuatro miembros de la organización nos llevaron después, al editor y a mí, a un lugar amable, una especie de cabaret, y nos invitaron a unos whiskis de buena marca. La conversación fue suelta y divertida. Era un gesto de cortesía y de cultura, una respuesta digna frente a una tarea intelectual, y nos despedimos como buenos amigos. Al día siguiente Fillippini me presentó a Umberto Eco, quien no era conocido todavía como novelista, y mi memoria me indica que se rió con gusto. Su interpretación del incidente franciscano comunista fue de las más incisivas que uno pueda imaginarse.
     Otra de mis experiencias curiosas de conferenciante tuvo lugar en Moscú, en la llamada Casa de Maiakovski, en los primeros años de la caída del comunismo. Alguna gente había dicho que ya conocía demasiado la imagen oficial de Pablo Neruda y que tenía curiosidad por escuchar la versión mía. Reconozco que he hablado más de alguna vez ante un público escaso, incluso ínfimo. Pues bien, en aquella tarde moscovita me encontré con una sala llena de bote en bote, con viejos amigos de Neruda de todas las tendencias, con caras jóvenes ávidas de curiosidad, con gente sentada en el suelo y que parecía llegada de cualquier parte. Fue una auténtica experiencia literaria, un encuentro emocionante, sobre todo para un viejo lector de poetas y novelistas rusos, y parecía que las preguntas no iban a terminar nunca. Mi Neruda provocaba algunas sorpresas, algunas exclamaciones, pero, en el fondo, escandalizaba menos a los rusos que a los italianos. Había una complicidad, un humor, un descubrimiento alegre del lado humano del poeta, descubrimiento que se hacía en una casa extraña y a la vez apropiada, puesto que estaba dedicada precisamente a la poesía. Después me llevaron a una mesa donde había vodka, salchichones, pan, nueces y manzanas. Era una mesa bonita, bajo una luz y bajo tonos y estilos diferentes de los nuestros. Una señora gorda, muy simpática, criticaba con fuerza, sin pelos en la lengua, al Neruda del estalinismo, con gran contrariedad de otra señora de su misma generación sentada al frente suyo, pero reconocía, de todos modos, que cuando José Stalin había muerto, cuando se había difundido la noticia, ella, todavía bella y joven, había salido a las calles de Moscú llorando a mares.
     Después de este casi vergonzoso pasado de charlista, pienso que podría haber intervenido, después de todo, en la Feria del Libro de Puerto Montt, a pesar de que hablar a las seis de la tarde, con el sol alto, en un sitio donde todo el mundo se encuentra en la playa, no es la más favorable de las situaciones. Pero adquirí hace tiempo la costumbre de la telefonía, para mal y para bien, sufro además de claustrofobia, y me tocaba esperar en un cuarto llamado simple, con vista a una pared y no comunicado con el mundo exterior, vale decir, dotado de un teléfono que no funcionaba. Pedí ayuda, me dijeron que se iba a presentar una persona responsable, y después de cuatro horas no llegó nadie. Entonces contraté un taxi, di un paseo por Angelmó y me dirigí al aeropuerto. El viejo taxista era un hombre amable, de buen humor, de calidad humana. Me esperó con suma paciencia y me contó historias interesantes. A mí, a todo esto, me parecía que tomar el avión de vuelta a Santiago era hacer uso de un derecho elemental, y todavía no he cambiado de parecer. Rafael Gumucio, narrador joven de talento, escribió que ya empieza a conocer los rigores y los sinsabores de algunos viajes literarios y que me comprendía perfectamente. Su afirmación me permitió sentirme optimista con respecto a las famosas diferencias generacionales. Un colega más viejo, en cambio, sugirió que yo debería haber aprovechado la circunstancia para dar una lección de humildad. La verdad es que no ando por el mundo dando lecciones de humildad ni de nada. Alguien me contó que Gabriela Mistral, en una circunstancia parecida, declaró más o menos lo siguiente: si no entro a los lugares por la puerta ancha, prefiero quedarme afuera, aunque el frío me cale los huesos. No me creo Gabriela Mistral, desde luego, pero coincido con Rafael Gumucio en que a un escritor debería dársele el trato mínimo que se le da a otro profesional: a un médico, un abogado, un ingeniero. Por ejemplo, si nos hicieran entrar por la puerta de servicio y nos colocaran en la casucha del perro, ¿también deberíamos aceptar y ser humildes? Francamente prefiero quedarme a la intemperie, con Gumucio y con Gabriela, en buena compañía.
     Durante mi paseo por Puerto Montt, ciudad que conocí hace largos años y que ahora es mucho más próspera y más fea, llena de pesados armatostes de cemento pintados de verde y de amarillo, me contaron que existe el proyecto de colocar una enorme estatua flotante en el mar. ¡Qué horror!, pensé. No contentos con afear la ciudad a conciencia y sin remisión, ahora se proponen degradar el horizonte marino. Resolví que mi partida era un acto de solidaridad con el mar, con su pureza y su belleza, con su horizonte de islas y de volcanes, y propongo desde ahora la formación de un movimiento cívico en contra del pavoroso atentado flotante. Empezaré desde hoy a recoger firmas. Tenemos que contar con la naturaleza, con sus dones y sus peligros, pero no tenemos ninguna obligación de aceptar la sociedad donde nos ha tocado vivir como si fuera intocable, es decir, parte de la naturaleza. Defiendo a toda costa el derecho sagrado a la crítica, a la protesta, al pataleo. Lo demás es censura, sumisión, autoritarismo que revive y se nos mete de contrabando por los entresijos de la conciencia. –

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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