Edgar Allan Poe terminal, 1849

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Esta foto que ven ustedes, este rostro pálido, ya casi fantasmal, de cabello incivil, de frente poderosa pero de bigotillo ralo y boca y barbilla menguadas, y de… (pero dejemos para luego los ojos); esta imagen tan cruel y perversa en su inocencia y su impasibilidad, tan capaz de hacernos lamentar la invención de la fotografía, es el patético, insoportable, sacrílego retrato de Edgar Allan Poe, the poor Poe the Poet, en sus dos o tres últimos días, poco antes de ir al hospital terminal y a la muerte en el delirium tremens; es la foto (¿todavía se les llamaba daguerrotipos?) tomada acaso en el mil veces maldito día en que, en Baltimore, EEUU, 1849, truhanes al servicio de hombres políticos, advirtieron que Edgar, de paso allí, recién salido de una heroica abstinencia de alcohol, se marearía y confundiría y doblegaría tras la primera copa que siempre le resultaba fatal, y se lo llevaron, como a un vagabundo y borrachín cualquiera, por todas las casillas de votación locales para que, varias veces, con distinto nombre cada vez, votara por algún hideputa candidato a una alcaldía o una senaduría, a cambio, por supuesto, de más y más copas, con lo cual ya estaban matándolo, fusilándolo con fogonazos de barato aguardiente; y es una de las fotos que (discúlpenme por pasar a la primera persona del singular) me han impresionado más, una imagen que me intranquiliza, me escalofría, me indigna, porque allí está el inmenso Poe hecho un pobre diablo y tal como en fantasma de sí mismo lo perpetúa la fotografía; allí está como un hipnotizado por la lente fotográfica, como un ectoplasma, un semiser, y lo triste es que sabemos que estaba vivo en el momento en que se le fotografiaba, estaba vivo pero sin pensamiento, y Poe sin pensamiento es hombre muerto; de modo que allí está Poe muerto, no viviente sino meramente existente, como un zombi; ¿o acaso no ven ustedes esa mirada estrábica, extraviada, vacía, en principio dirigida a nosotros como en cualquier retrato convencional, pero en realidad lanzada hacia nadie, hacia nada?; ¿o acaso tú, Poe, hermanito desventurado, amigo del alma, vislumbras allí el paisaje del Polo, tan blanco, sobrevolado por los espectrales grandes pájaros, igualmente tan blancos, que gritan tekelili, tekelili, tekelili en el vertiginoso, poético, aterrador final de tu narración de las aventuras de Arthur Gordon Pym de Nantucket?; pero no, eso es imposible, se trata en efecto de una mirada vacía, sin alma, y sin embargo esa mirada, sin mirarnos, nos traspasa como si fuéramos niebla, como si fuéramos los verdaderos fantasmas, porque Poe ni siquiera sabe que ya está en el reverso del espejo, en la muerte; y eso es lo inaguantable cuando se queda uno viendo esa foto por más tiempo que el de dos o tres parpadeos y, entonces (lo digo en voz baja para no ser oído por mis amigos fotógrafos), entonces maldita sea la invención de la fotografía, maldita, y mil veces maldito el que la inventó.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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