El futuro está en chino (1)

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Se dice que el ser humano es el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra. Uno pensaría que después de la traumática experiencia que ha provenido de la formación y explosión de una burbuja tras otra en la economía mundial, todos estaríamos alerta y cautelosos ante la menor señal de comportamiento irracional y exhuberancia insensata. Lejos de ello, parece que queremos creer en cuentos de hadas y en mitos fantásticos.

La fascinación con China tiene muchos de estos elementos. Para algunos de nosotros, que llevamos años en esto, la trayectoria es reminiscente del Japón de los ochenta. Recuerdo, en aquel entonces, las historias sobre la asombrosa prosperidad japonesa y el ineludible dominio que este país tendría del mundo. Las empresas occidentales copiaban los modelos de gerencia nipones, los papás querían que sus hijos hablaran el idioma, y recuerdo a un ex presidente mexicano que envió a sus hijos al Liceo Mexicano Japonés por ese tiempo. En aquel momento nadie cuestionaba los puntos débiles del modelo de desarrollo de ese país.

Hoy ocurre lo mismo. China dominará el mundo, su ascenso es incuestionable y marcará el fin del imperio estadounidense. Me confieso víctima de la moda, pues mi hija de doce años lleva cuatro estudiando mandarín (no por mi decisión, sino porque la escuela en donde estudia decidió hacerla materia obligatoria).

En cierta forma, me parecía más creíble el espejismo japonés que el chino. Sin duda, Japón utilizó bien el estímulo de la posguerra y aprovechó para educar a su población, desarrolló una base industrial sólida y se posicionó exitosamente en industrias como la electrónica y la automotriz. La organización política parece y parecía sostenible, siendo abierta y democrática. El caso de China me parece inconcebible; hemos decidido que el ascenso de un país con una población heterogénea, con una distribución del ingreso similar a la de América Latina y un gobierno dictatorial y autoritario será quien siente la pauta para el resto del mundo. Se interpreta como cualidad su falta de democracia y la centralización en la toma de decisiones, al igual que el hecho de ser del país más poblado del mundo –con más de 1,300 millones de habitantes–, como si ello garantizara desarrollo, a pesar de que tienen menos de un tercio del ingreso per cápita que tiene Japón.

Los oníricos admiradores de China parecen haber olvidado que la estructura demográfica de la población se volverá una bomba de tiempo en el instante en que, ese país, deje de mostrar un crecimiento vigoroso. Y el alto mando del Partido Comunista de China lo sabe. En un país donde ocurren entre 70,000 y 80,000 manifestaciones de protesta al año –aun después de que han crecido a tasas promedio superiores a 9% en la última década–, la polarización del ingreso, los altos niveles de corrupción y la exagerada represión pueden engendrar situaciones políticamente complejas si el crecimiento se desacelera.

La política de un hijo por pareja creará presiones demográficas que están comenzando a manifestarse ahora, cuando el número de personas retiradas empieza a exceder a la población económicamente activa. Más aún, la carencia de una red de seguridad social se convertirá cada vez más en un pesado lastre que detenga el crecimiento del mercado interno, mito que repiten una y otra vez los chinófilos delirantes. Para poner las cosas en perspectiva: el consumidor chino genera 2.4% del ingreso del mundo, y –aun después de la recesión– el consumidor estadounidense origina siete y media veces ese monto.

Como dice Jim Chanos, el respetado agente de hedge funds, tenemos que darnos cuenta de que las altísimas cifras de crecimiento de la economía china no son el resultado de sumar el valor de los bienes y servicios que espontáneamente generan las empresas chinas; la cifra se origina en un cuarto cerrado donde los autócratas del Partido Comunista deciden cuánto tienen que crecer ese año, y después proceden a hacer todo lo necesario para lograrlo. ¿Y qué tiene eso de malo? Todo. Ver a la economía como si se tratara de un rompecabezas donde la suma de las piezas mostrará la imagen deseada es extremadamente peligroso.

Ese ejercicio ha llevado a que, por medio de crédito, se encausen estratosféricos recursos para el desarrollo de infraestructura espectacular, pero no siempre necesaria, y difícil de rentabilizar. En China se dinamitan –literalmente– puentes perfectamente adecuados para sustituirlos por otros que, al construirse, generan gasto y empleos en aquellas regiones donde se busca premiar lealtades o aligerar tensiones políticas.

En el desarrollo de la burbuja inmobiliaria estadounidense vimos la miopía de los bancos comerciales privados y su ineptitud para asignar créditos. ¿Se imagina cuánto peor lo puede hacer la cúpula del Partido Comunista de China?

Dentro del rompecabezas del crecimiento, la pieza que ocupa más del 60% de la imagen es la que corresponde a la inversión. Como el propio Chanos dice, nunca en la historia hemos visto que un país logre sostener una proporción superior al 30% por una década. El problema de pensar que se puede crecer construyendo edificios, puertos, fábricas, puentes y aeropuertos, es que si las construcciones exceden a la demanda que hay de ellos, entonces se vuelve imposible rentabilizarlos. Eso lleva a que ese crédito no pueda pagarse de vuelta y el problema se vuelve bancario. Los activos fijos requieren de mantenimiento y se deprecian. Como dice Chanos, no hay que olvidar que el PIB refleja la suma de bienes y servicios de una economía, pero a esta cifra quizá se le debería restar la depreciación de los activos. ¿Cuántas ruinas ha visto usted de edificios que por un motivo u otro permanecen vacíos por algunos años? Tarde o temprano se vuelven elefantes blancos lúgubres y oxidados. El capital tiene una rentabilidad decreciente y, por ello, el modelo chino requerirá cada vez de más dinero para mantener las tasas de crecimiento que el gobierno desea.

Chanos también nos recuerda que esta es una película que ya vimos. De las tres economías que despegaron en la posguerra –Alemania, Japón y la Unión Soviética–, a partir de la urbanización de la población rural, del desarrollo educativo y de la posterior inyección de enormes cantidades de capital para desarrollar una base industrial a través de la planeación centralizada (es decir, que el mercado no era quien asignaba la asignación de capital), la URSS era la mayor promesa a fines de los años cincuenta. En la era de Laika, el Sputnik, y del inicio de la carrera espacial, la Unión Soviética amenazaba con arrollar a Occidente no en términos militares, sino en económicos. El modelo se agotó, la rentabilidad del capital bajó asintóticamente, y conocemos el final de ese cuento.

Como dijo Ken Rogoff, profesor de Harvard y ex economista en jefe del FMI, el estallido de la burbuja inmobiliaria china se acabará volviendo un problema de solvencia bancaria. Si bien, esta no muestra los excesos manifestados en el caso estadounidense –alimentado por el voraz apetito de crédito hipotecario y por la agresiva titularización de esta deuda por parte de las agencias, hoy estatales, Fannie Mae y Freddie Mac– los desarrollos chinos se financiado con crédito que será difícil de recuperar.

(Imagen tomada de aquí)

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Es columnista en el periódico Reforma.


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