Desierto acercándose

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La tierra que se toma más tiempo y espacio para anunciarse es el desierto. Y no por casualidad. Es de imaginar que lo hace para preparar al viajero, por prevenido que vaya, a recibir una revelación de las que añaden una estrella en el cielo y cambian el propio lugar en el mundo: el desierto no tiene fin.
     Quizá lo primero que se descubre es que el desierto está lejos. Da igual que uno comience su relato cuando se encuentra en un borde y sólo hace falta un paso para sentir esa primera emoción única de pisar una duna: algo en un punto intermedio entre la tierra y el agua, o quizá el aire, y que ciertamente está viva. De qué otra forma, si no, podría la duna cambiar todo el tiempo e incluso esconderse. Da igual: el camino al desierto es largo, sutil y emocionante, y si en general el avión no es más que un recurso de viajeros pobres, no imagino qué otro progreso puede ser más engañoso que el de acudir a él en avión desde alguna de nuestras ciudades llenas. Vendría a ser, y perdón por la obviedad, como hacer el amor ahorrándose el anhelo y la seducción. O sea, reducirlo a frase hecha, anuncio publicitario, obscenidad del tipo rally París-Dakar o similares.
     Siempre me fascinó la escritura esencial de Saint-Exupéry (que en castellano encontraría su réplica en Borges) y siempre me intrigó esa fascinación, que no logro alargar tanto tiempo con escritores en teoría más grandes. Hasta que en el desierto, en la ruta hacia el desierto, comprendí una de las razones, que Saint-Exupéry, por otra parte, ya formula en Tierra de los hombres: “Parece que la perfección se alcanza, no cuando ya no hay nada más que sumar, sino cuando no hay nada más que restar.”
     Y eso es lo que sucede: la ruta hacia el desierto no es otra que la de un lento despojamiento para dejarnos en lo esencial: el viaje. De ahí el sinsentido de hacerlo en aviones donde las compañías proponen y los viajeros aceptan, qué remedio, ser tratados como ganado.
     El único ganado que se encuentra en la ruta al desierto es el de cabras y luego dromedarios que nos miran, es probable que con razón, como si fuésemos nosotros, contrabando de otro mundo, los que sobramos. Una de las ventajas que tiene la ruta es que no hace falta profundizar mucho para perder de vista a esa nueva pero correosa variedad del hortera que es el aventurero, por lo general en rebaño de varios 4 x 4, el coche cuya demanda crece más que ninguna otra en el mundo rico, imagino que porque abarata los riesgos de la prepotencia, o también en boogeys, esos coches que sirven para correr por las primeras dunas e intrigar a la ciencia sobre si no serán sus conductores el eslabón perdido tanto tiempo buscado.
     Porque lo que agranda el desierto no son sus kilómetros sin término, ni su arena, demostración empírica de que, en contra de lo que dice la matemática, el infinito no es una abstracción. Lo que engrandece el desierto es el silencio.
     Que no lo es, claro está. Ahí no existe tal cosa como el silencio, o por lo menos no el silencio de sepulcro que, hecho de encargo, se consigue ciertas madrugadas en barrios residenciales de ciudad. Ausencia de vida o vida domesticada, si se prefiere. En el desierto no puede existir ese silencio porque —y esa es la gran sorpresa—, al revés de lo que creemos saber, está lleno de vida. O porque la vida que hay se traslada con gran facilidad por un aire tan transparente y libre que parece que se puede pintar.
     Vida misteriosa, además. No sólo la del viento, que en el gran auditorio de la galaxia permite oír hasta el más leve, el más secreto de sus mensajes, sino también el de misteriosos perros o primos de perro que en la noche se interpelan y debaten con voces nítidas y hasta con eco en asambleas enormes pues involucran, imagino, a todos los ladradores que en el desierto se van dando la réplica. Enfundado en su prieta cama bereber, con la impresión, no desagradable por otra parte, de estar desintegrándose en arena por la acción de un frío de otro mundo, el viajero se pregunta si esos ladridos y mensajes no serán las pruebas del universo encaravanado que se sospecha tras las dunas.
     Algo que parece posible porque cualquier cosa parece posible cuando, incapaz de soportar más frío, el viajero sale de su tienda, se incorpora y se encuentra sin aviso con la noche, la noche estrellada, la noche primordial del hombre que hemos ido olvidando o, quién sabe por qué, nos hemos ido tapando.
     Entonces durante un tiempo se tiene la revelación del infinito. Y de su soledad.
     Pero algo debe de ocurrir con esa alquimia de abstracciones porque le devuelve al viajero algo muy concreto que por alguna razón había perdido. Parece recobrar su estatura, su lugar en el mundo, tras haber estado mucho tiempo agachado. Para cuando el alba borra frase a frase el cuento ancestral de la noche estrellada, el más bello por más sugerente, y deja sólo la uña de un dios escoltada por el lucero del alba, si algo sabe el viajero es que ya nada volverá a ser igual. ~

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Pedro Sorela es periodista.


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