El costo del silencio

A nadie debe sorprenderle: una de las primeras lecciones de la política es que todo vacío de poder tiende a llenarse: donde debió haber estado la voz del presidente están ahora las de sus antiguos adversarios, demandando su dimisión.
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El miércoles pasado, después de leer cientos de mensajes en Twitter, decidí compartir una reflexión que era en realidad una inquietud. “Mi solidaridad activa con los dolientes y con quien busca justicia. Mi repudio a quien anhela un estallido social políticamente conveniente”, escribí. Hoy lo sigo pensando. Nadie con un mínimo de decencia y corazón (y hasta conciencia patriótica) puede no conmoverse con las demandas de justicia de los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Todos y cada uno merece saber qué fue de sus seres queridos, sin importar cuán siniestro haya sido el desenlace. Además de conocer el destino de los suyos, los familiares también merecen justicia: rápida, precisa e implacable. El Estado mexicano debe hacer de la detención del resto de los responsables de la tragedia —empezando por los señores Abarca— una prioridad absoluta y explícita. Lo digo de nuevo: para los dolientes, consuelo y justicia.

Por otro lado, es justo reconocer que hay un grupo considerable en las manifestaciones masivas que no busca ni justicia ni desahogo para los deudos. Lo que quieren, en cambio, es abrirse una brecha rumbo al poder desde la protesta social. Hablan de la vía de la violencia con una curiosa mezcla de irresponsabilidad, ignorancia, ingenuidad y hasta un dejo de morbo revolucionario. Algunos quieren que arda Troya únicamente por el gusto de ver las llamas, pero también porque saben que no hay otra manera más eficaz de darle la vuelta a los tediosos métodos formales de la democracia que un “estallido social” que empiece (curiosamente) con la dimisión inmediata del presidente en funciones. Lo que no ha dado la urna, pues, que lo dé la calle… o la sangre. Es de un cinismo casi macabro. Pero también de una enorme miopía.

Lo que se necesita ahora es exactamente lo contrario a una vacancia en los Pinos. La situación requiere de un presidente fuerte. A veces resulta paradójico que Enrique Pena Nieto, el candidato omnipresente, se haya convertido en una suerte de fantasma. Así ha sido, pero la ausencia presidencial tiene una explicación. Enrique Peña Nieto y sus asesores más cercanos han explicado que la discreción presidencial durante la primera mitad de su sexenio fue un riesgo calculado: El presidente Peña Nieto no quería complicar la consolidación de los acuerdos que darían como resultado el paquete de reformas. El producto final de esa cautela, que tan cerca estuvo de convertirse en descuido, fue contundente. Imposible reprochar la sensatez política de la estrategia, pues. Ahora, sin embargo, la situación exige otro tipo de respuesta. Frente a la tragedia evidente, no hay justificación que valga para explicar la indolencia presidencial. Lo que ha ocurrido es tan grave —y ha motivado tal indignación— que Peña Nieto debería hacer hasta lo imposible con tal de transmitir no solo presencia sino fortaleza.

En las últimas semanas me ha venido a la mente lo que sucedió con George W. Bush en los días posteriores al 11 de septiembre. El día de los ataques en Nueva York y Washington, Bush desapareció, volando de un sitio a otro, pensando antes en su seguridad que en su papel como presidente de Estados Unidos. Así le fue, merecidamente, en la crítica. Las voces que censuraron su actitud temerosa solo callaron cuando Bush tuvo el buen tino de ir a la zona del desastre. Ahí agarró un megáfono y, en un discurso extraño, ligeramente inconexo pero emotivo, prometió atrapar a los responsables del acto terrorista. El presidente Enrique Peña Nieto tendría que aprender de aquello. En el mes que ha pasado desde la desgracia de Iguala, el presidente ha estado en el lugar equivocado: no debió estar no en giras inconsecuentes, inaugurando obras o eventos ni delante de podios leyendo discursos escritos por otros. Su sitio era y sigue siendo frente a los dolientes, en Guerrero mismo y en la capital. El relativo silencio y la ausencia de Peña Nieto ha sido leída, previsiblemente, como debilidad. A nadie debe sorprenderle: una de las primeras lecciones de la política es que todo vacío de poder tiende a llenarse: donde debió haber estado la voz del presidente están ahora las de sus antiguos adversarios, demandando su dimisión. Aquellos exageran y ceden al descaro con tal de buscar una rendija rumbo al poder, sí. Pero Enrique Peña Nieto ha pagado, quizá por primera vez, el precio de su frialdad, su enorme sigilo y su obsesión con el control absoluto del mensaje. En el silencio ha llevado la penitencia.

(El Universal, 27 de octubre, 2014)

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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