Cuando éramos inmortales

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Ciudad de México, 1963

En una cafetería del centro de la Ciudad de México se encontró con el fantasma del que fue hacía cincuenta años y, saboreando cafés exprés como los de entonces, los dos se dedicaron a intercambiar recuerdos. De pronto, cuando parecía que ya nada quedaba que mencionar, uno de ellos (¿quién?) preguntó:

—¿Te acuerdas de los Años Sesenta?

Surgían imágenes, voces, músicas, rostros, momentos… Y se inició el diálogo de monólogos memoriosos:

—Recuerdo que yo era inmortal porque, como dijo Joseph Conrad, “cuando eres joven crees que vivirás más que todos los hombres y que el cielo y que el mar”, y que en esos años unos muchachos de Liverpool llamados John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr estaban, con sus canciones, con su atuendo y su pelo largo, reinventando la juventud como algo válido por sí mismo y ya no como un mero paso de transición entre la niñez y la adultez…

—Recuerdo que yo también era joven y que a partir del rhytm and blues comenzaban los musicales años del rock and roll y del twist y del yeyé y simultáneamente el pop art y el arte psicodélico y los happenings, y que todos los muchachos de acá querían verse como los Beatles, y todas las chavas querían ser como la muy lineal Twiggy, y que la moda se pregonaba visualmente en los escaparates de las tiendas psicodélicas de la Zona Rosa, y se manifestaba el asombro o la admiración con el palindrómico ¡wow!, traducido a ¡guau!, el ladrido de lo juvenil…

—Recuerdo que Cristo y King Kong y Castro y el Che Guevara y Betty Boop y Gandhi florecían en las camisetas y que si eras joven promovías una alegre política para acabar con todas las políticas, y que el Who’s who de la música incluía a Bill Haley y Elvis Presley y Bob Dylan y los Beatles y los Rolling Stones y Mike Jagger y Little Richard y Jimi Hendrix y David Bowie y Chuck Berry y Jerry Lee Lewis y los Doors y las Ronettes y los Animals y las Supremes y…

—Recuerdo que los Beatles (de los que hay que hablar una y otra vez, pues son los indudables protagonistas dorados y adorados de los Sixties) entusiasmaban a muchedumbres alucinadas, hasta el punto de que esos ídolos, refugiándose en las grabaciones, dejarían de cantar en público, pues el clamoroso delirio de los y las fans impedía que se les oyera, y que el novelista Anthony Burgess, el autor de la leidísima Naranja mecánica, dijo que esos cuatro dioses de la década eran sólo un montón de pelo, ruido, dólares y cuatro condecoraciones reales…

—Recuerdo que los Beatles fueron condecorados con la Orden del Imperio Británico, y que dijeron a la realeza y la aristocracia que en lugar de aplaudir hicieran tintinear sus joyas, y soltaron la graciosa insolencia de “Somos más populares que Jesús”, con lo que sobresaltaron al Vaticano (aunque éste, por no hacerse impopular, finalmente los bendeciría), y que en seis años se habían vendido cuatro millones de ejemplares del disco Abbey Road..

—Recuerdo que mis amigos, que como yo no eran ya tan muchachitos, pero querían vivir el nuevo estilo de vida sin temor al ridículo, o haciendo del ridículo algo que volvía más sabrosas las desenfrenadas parties, adoptaban los modos de los jóvenes e intentaban tener la edad de sus anteriores sueños y reducirse el ancho de la cintura con el aro del hula-hula y con el ritmo psicodélico, principalmente el twist…

—Recuerdo que se decía que el Míster President de moda, John F. Kennedy, había ingresado secretamente en una escuela de baile para aprender los nuevos ritmos y escandalizar a los canosos empleados de la Casa Blanca, y que lo mataron, y que se apagó la luz ondulante que fue Marilyn Monroe, y lamento que esas dos figuras estelares no vivieran por lo menos hasta el final de la década…

—Recuerdo que la onda rockera se mundializó desde el Swinging London y a través de los Swinging USA, y que aquí, en México, proliferaron las bandas del Mexican Rock (los Rebeldes del Rock, Los demonios del Rock, Los Santos del Rock, Los Locos del Ritmo, los hermanos Carrión, los Sonámbulos, Los Frenéticos, El Ritual ¡y hasta la Revolución de Emiliano Zapata!) y que en las pantallas de cine triunfaban bailando y/o cantando rock and roll Enrique Guzmán, “Resortes”, Angélica María, César Costa, Lilia Prado, etc., ídolos de casa, mientras la maravillosamente sinuosa Tongolele persistía en su seudohawaiano baile que, aunque era siempre el mismo, siguió encandilando a los públicos…

—Recuerdo, en fin, que María Victoria, aún más lejana del rock que Tongolele, seguía cantando boleros querendonamente gemebundos y decía: “Doy gracias al público porque me ha hecho la mujer más feliz de mi vida”, y debo decir que yo en esos Años Sesenta fui el joven más feliz de mi vida, porque fue un tiempo en que gracias al rock and roll los cuerpos se liberaron…

—Pero no mi cuerpo, ay, pues nunca supe bailar ni cantar el rock and roll, aunque algunas veces disfrutaba sus baladas en los discos, en el cine, en la tele, en la radio, y, en fin, hasta en el aire de la época, porque lo importante era sentirse joven, es decir, inmortal, y soñábamos el rejuvenecimiento del mundo, y eso se manifestaba hasta políticamente, y vino el 68 y tú y yo participamos de las marchas de jóvenes y de los lemas ya mundiales de “Seamos realistas, atrevámonos a soñar” y “Prohibido prohibir”, y tuvimos parte en el clamor desafiante de los estudiantes en el Zócalo, el espacio sagrado y político de “nuestra” ciudad, y gritamos hacia el Palacio presidencial: “¡Sal al balcón, bocón!” y teníamos la ilusión de cambiar a México y al mundo…

—Pero eso resultó en el revés cruel de la misma historia: se derramó la sangre y se encarcelaron los cuerpos de muchos que, como Ícaro en su vuelo, creyeron que juventud es inmortalidad…

—Y ese momento de sangre cerró la década dos años antes y no es para dialogarlo a gusto en esta cafetería también fantasma y entre nostalgias que se quisieran gozosas…

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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