Crítica y conversación

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I
En la declaración de intenciones que abría el primer número de la edición española de Letras Libres, su director, Enrique Krauze, señalaba como una de las "misiones primordiales" de la revista la crítica de libros. Según él, a diferencia de lo que ocurre "en otras tradiciones", la crítica de libros suele ser, "entre nosotros, tibia,
cortés, a veces epidérmica y tangencial, casi siempre elusiva y barroca". Lo cual no deja de ser un modo a su vez tibio y cortés, epidérmico y tangencial, elusivo y barroco de referirse, o eso parece, al estado de la crítica en el ámbito hispánico en general, y en España en particular. Como fuere, después de tan conspicuo diagnóstico, Krauze remite a los modelos de The New York Review of Books y de Times para sugerir de qué modo Letras Libres, aspirando a ser "mucho más que una guía de lectura", pretende "aclimatar entre nosotros la crítica literaria e intelectual de fondo", desde la convicción —sigue afirmando Krauze— de que, sin esta clase de crítica, "la cultura corre el riesgo de estancarse en la complacencia o el solipsismo: dos formas de la parálisis".
     Con tan prometedores auspicios, el lector del primer número de Letras Libres acudía lleno de expectativas a la sección de libros de la revista. Pero allí descubría, no sin cierta decepción, que muy poco o nada distingue esa sección de las de otras revistas culturales, que a su vez suelen ofrecer una resignada semejanza con los suplementos literarios de la prensa diaria. Ni los críticos seleccionados, ni tampoco los autores ni los títulos escogidos, se desmarcan de lo ya conocido. Pero lo más chocante es que ni el formato mismo de las reseñas ni su retórica ni sus argumentos se diferencian apenas de los usuales. Lo cual mueve a la siguiente pregunta: ¿De qué modo la crítica de libros de Letras Libres se sustraerá a las taras que denuncia, cuando los sujetos que la practican, los libros de los que trata y los formatos de que dispone son los mismos que los de las revistas y los suplementos de los que pretende desmarcarse? La mayor parte de los críticos convocados por Letras Libres son bien conocidos por los lectores habituales de las revistas y suplementos literarios de España y de México. Su comparecencia en las páginas de la revista sugiere que al menos ellos escapan a las generales imputaciones que Krauze hace al actual estado de la crítica. Todo invita a pensar que los responsables de Letras Libres han procedido selectivamente y han ido a escoger, entre los críticos disponibles, los que juzgan más aptos para impulsar esa "crítica de fondo" que juzgan tan deseable. Pero aun aceptando esta posibilidad, queda por responder la pregunta ya planteada: ¿cómo van a hacerlo? ¿O es que ya la practican, cada uno a su modo y en su propio medio? Pero si así fuera, Letras Libres estaría actuando simplemente con un criterio, por así decirlo, antológico. Y no parece que sea eso de lo que se trate.
     ¿De qué se trata, entonces? Si se cuenta con los mismos nombres y se sigue hablando de los mismos libros, parece bastante claro: de lo que se trata es de renovar las estrategias del discurso crítico. Pero eso es algo que exige la previa dilucidación de los objetivos a los que esas estrategias han de servir. Y aquí es donde se ponen de relieve las inercias y los lugares comunes que suelen reducir a simple jeremiada las quejumbrosas denuncias del estado de la crítica, en España o fuera de ella.
     Si el estado de la crítica constituye un problema, la voluntad de resolverlo pasa por diagnosticar primero y cuestionar después las condiciones de todo orden —incluidas, por supuesto, las materiales— en que esa crítica se realiza, para a continuación preguntarse cuáles son las posibilidades de cambiarlas y las razones para hacerlo. Y es que hablar del estado de la crítica carece de sentido si no se precisa con anterioridad qué funciones le cumple desempeñar, a qué intereses obedece, a qué necesidades responde.
     ¿Corresponde al suplemento de un diario practicar una "crítica literaria e intelectual de fondo"? ¿Se adecua tal cosa a las condiciones de su lectura, al tejido de intereses (no necesariamente venales) y de expectativas que sostienen y que justifican la existencia de los suplementos literarios? Y si se resuelve —como es de esperar— que no, que ese papel cumple a revistas culturales de mayor calado, destinadas a ser leídas por un público más selecto, más incentivado, en condiciones más ecuánimes y sosegadas, entonces, ¿cómo se justifica que aquí y allí se obre con criterios idénticos? Una vez más: ¿cómo se espera que vaya a cambiar nada cuando la misma gente habla de los mismos libros y lo hace del mismo modo?
      
     II
     Dentro del primer número de la edición española de Letras Libres, plantear estas preguntas y tratar acaso de responderlas parecía asunto del artículo de Juan Malpartida titulado "Horizontes y fantasmas de la crítica". En el sumario de este artículo, los editores de la revista anunciaban que "analiza el estado de la crítica literaria en nuestro país, las causas de su 'crisis de conciencia', sus imposturas y las distorsiones del mercado". Pero de nuevo aquí la lectura efectiva del artículo provoca decepción. Después de malgastar un buen trecho de su intervención en esbozar un sumarísimo "panorama" de la literatura en España (donde cuanto se alcanza a decir reclama demasiadas puntualizaciones y levanta demasiadas objeciones como para servir de orientación sobre nada), Juan Malpartida empieza por hacer una distinción tan esclarecedora como la consistente en señalar "dos extremos en la crítica de la literatura actual": la que todo lo juzga con buenos ojos, y la que, por el contrario, se muestra radicalmente escéptica y posee por lo tanto una visión completamente negativa de la mayor parte de lo que se publica. Como es lógico, Malpartida se distancia de los dos extremos; si bien, puesto a escoger, se inclina "hacia el lado pesimista de la valoración de nuestro momento, especialmente en lo referido a la poesía y a la crítica misma" (los dos géneros que, por cierto, él mismo practica).
     Para justificar esta inclinación, Malpartida saca a colación el tan traído y llevado artículo de Juan Goytisolo, "Vamos a menos", publicado hace unos meses en El País. Nada de lo que dice Malpartida viene en refuerzo de los argumentos de Goytisolo, como no sea la refutación global de las respuestas que obtuvo (casi todas las cuales "rozan la inmadurez cuando no la estulticia o ambas cosas al mismo tiempo") y la consecuente adhesión a la tesis fundamental del "escritor barcelonés": "la falta de una verdadera crítica". En qué consista esta "verdadera crítica" es cuestión que el artículo de Malpartida —como antes el de Goytisolo— deja al margen. No es extraño, así, que la supuesta polémica suscitada por el "valiente artículo de Juan Goytisolo" exprese para Malpartida "tanto la necesidad de un verdadero debate como su imposibilidad". Esa imposibilidad, cabría añadir, se deduce precisamente de la indeterminación y de la penosa abstracción de artículos como los de los mismos Goytisolo y Malpartida, en los que ni se perfila un modelo de crítica sobre el que discutir (pues aludir a "cierta crítica empeñada en establecer sus estrechos cánones" es lo mismo que decir nada) ni se ponderan mínimamente las condiciones en que debería realizarse.
     A todo lo que llega Malpartida en esta dirección es a distinguir la crítica académica de aquella otra que da cuenta en la prensa de las novedades editoriales. Como era de esperar, las dos le parecen igualmente deficientes. De la primera denuncia tanto la "falta de gusto" como la "falta de imaginación", lo cual atribuye a la calamitosa situación de la universidad española (universidad que, aun siendo tan calamitosa, y más, Malpartida da la impresión de conocer de muy lejos y hace tiempo, pues piensa que sigue teniendo por libro de cabecera la Teoría de la expresión poética de Carlos Bousoño, libro aparcado ya por al menos un par de generaciones de estudiantes).
     En cuanto a la crítica ocupada en "la recepción editorial", Malpartida sugiere que es suficiente indicio de su "falta de horizonte" e "injustificables contradicciones" el hecho de que "pocos, muy pocos", se han atrevido a recoger posteriormente en un volumen sus trabajos. Una observación esta última que delata, por un lado, cierta mentalidad académica por parte de quien la hace (esa obsesión por publicar y los prestigios que derivan de ello quienes han tenido que acumular créditos universitarios, caso que afortunadamente no es el de Malpartida). Pero que delata, sobre todo, una completa impercepción del problema real del que se está tratando.
     Está claro que no es lo mismo escribir una reseña en un suplemento de periódico, un artículo medianamente extenso en una revista cultural o todo un ensayo en una publicación académica. Por lo mismo, evaluar con raseros comunes —como, en definitiva, se acaba haciendo siempre— la crítica que se vuelca en uno u otro molde, al servicio de necesidades tan distintas, dirigida a públicos tan diferentes, contribuye a que, ciertamente, el necesario debate en torno al estado de la crítica se revele imposible.
     En este sentido, los ejemplos que Malpartida aduce en el último tramo de su artículo resultan elocuentes. No se acierta a saber de quién habla ni tampoco de qué se habla, como no sea de los gustos y disgustos del propio Malpartida, que no se siente representado por los de "nuestra crítica". Lo cual no viene al caso, la verdad sea dicha. Por lo demás, ¿de quién es tarea discurrir, a propósito de los "tres gruesos volúmenes" que ocupa la correspondencia escogida de Cortázar, sobre "la dimensión compleja y contradictoria de la personalidad del gran cuentista argentino"? ¿Del reseñista que dispone de un par de folios para tratar de ella? ¿O del autor de una sesuda monografía sobre la narrativa argentina de la segunda mitad del siglo XX?
     ¿Puede juzgarse indicativo del estado de "nuestra crítica" el que nadie se permita ironizar, como hace Malpartida, sobre las limitaciones declaradas por el difunto José María Valverde en una esforzada traducción de T.S. Eliot que vio la luz hace más de veinte años?
     Ya al final de su artículo, y como de pasada, dice Malpartida: "No está de más advertir que la situación intelectual y moral de la crítica está vinculada a un mercado editorial inclinado cada día más hacia la rentabilidad inmediata, al miedo del crítico a perder sus privilegios en las fugaces cortes de los escritores y de los medios de comunicación, y a la frivolidad sustentada en un vertiginoso culto al yo". Y, ciertamente, no está mal advertirlo, aunque así dicho tampoco venga a significar nada. Entretanto, es preocupante —y revelador— que un artículo ocupado en los "horizontes" de la crítica sólo distinga este horizonte en un último y muy difuso plano.
     El caso es que, en "la situación intelectual y moral" en que se halla, el crítico está obligado, como va dicho, a considerar con el mayor de los cuidados sus posibilidades de acción, y la estrategia más eficaz para desarrollarlas. En el atiborrado marco de un diario, por ejemplo, recluido en el gueto de un suplemento semanal de libros, teniendo a veces que competir con los efectos distorsionadores de contundentes campañas publicitarias, el crítico habrá de extremar muy intencionadamente sus énfasis, caricaturizar su propio juicio, descartar complejidades y matices que no caben en el par de folios que se le conceden, y para las cuales no está en absoluto bien dispuesto el impaciente y distraído lector que busca en las reseñas una orientación práctica. ¿Y se quiere que ese crítico reúna luego sus comentarios en un volumen en el que habrán de quedar fuera las marcas de la actualidad que determinaron el tono y la resonancia de sus palabras?
      
     III
     ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de la crítica? Esta es, al parecer, la pregunta por la que debería empezar cualquier debate bienintencionado sobre el asunto. El editorial firmado por Krauze que abre el primer número de Letras Libres propone la revista como "un espacio para la conversación". Pero ya Roland Barthes cuestionó que la crítica hubiera de reducirse a esa "amable conversación" en que, según Roman Jakobson, se resolvía la historia de la literatura. Y mucho antes Walter Benjamin se refirió al crítico como "un estratega en el combate literario", alguien cuyo arte consiste en "acuñar consignas sin traicionar las ideas". ¿Qué pinta un tipo así en medio de una "ruidosa y alegre" tertulia? Nada, desde luego. Y tanto menos en cuanto asuma que, por mucho que constituya un género en buena medida periodístico, la crítica está tan lejos de ser información como de ser opinión.
     Es posible que en otras tradiciones, en efecto, la crítica de libros se practique "sin cortapisas, caiga quien caiga". Pero si se pretende emularlas, habrá que decidir primero si el conseguirlo depende sólo de la buena voluntad de hacerlo o, además, de la existencia concreta de personas aptas para conseguirlo, es decir, de críticos resueltos y capaces. Y aun antes que eso, habrá que preguntarse qué tipo de cortapisas han impedido que una crítica de ese tipo se haya aclimatado antes "entre nosotros". Habrá que preguntarse si en esas tradiciones no sólo la institución de la crítica, sino la literatura misma, también en cuanto institución, desempeña el mismo papel que aquí. Y si no es así, habrá que considerar las consecuencias que ello tiene, y las posibilidades de corregirlas.
     Va siendo hora de que el debate en torno a la crítica se extienda en torno a esas cortapisas que parecen amordazarla, y que no proceden únicamente del mercado —demonizado así, en abstracto— sino también de los intereses comunes que suelen determinar la alianza de los medios de comunicación con los escritores e intelectuales sobre los que la crítica misma está destinada a discurrir. Algo que tiene una importancia especial cuando el medio que se propone "aclimatar entre nosotros la crítica literaria e intelectual de fondo" se presenta con un consejo editorial constituido en su mayoría por escritores y editores; cuando la crítica cuyo estado se juzga tan lamentable es ejercida en una porción nada desdeñable por esos mismos y otros muchos escritores; cuando el Goliat de los denunciadores (Juan Goytisolo) no deja de practicar con el ejemplo de la megalomanía y el más descarado amiguismo.
     Ese "espacio para la conversación" que postula Letras Libres tendrá que abrirse, entre otras, a estas cuestiones, para averiguar si en sus páginas tiene realmente cabida una crítica cualitativamente distinta que la de los suplementos literarios. Qué sentido tiene realizarla, qué costes y qué riesgos supone. –

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