Contra una sirena nacional

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Es un lugar común en la academia norteamericana dedicada al estudio y a la sublimación de la “chicanidad” la enfática idea que propone a “La Llorona” como emblema de esa identidad atribulada: tanto o más que “hijos de la Malinche”, “hijos de la Chingada” o “hijos de Guadalupe”, los mexicanos, y más aún los chicanos, son los “hijos de La Llorona”, representación supuestamente colectiva cuya fama se manifiestaría en la tradición oral y literaria de México o Chicania tanto como para constituirse en mito fundador.

La señora Llorona es tan famosa que más vale la pena recordar su origen. Desde luego, la versión folklórica se reduce a que una mujer que mató a sus hijos y en las noches, arrepentida, los busca soltando alaridos. La versión culta diría que esa Llorona emula a una vetusta diosa prehispánica, Cihuacóatl, que poco antes de la conquista presintió que algo horrible iba a acontecer, por lo que comenzó a aparecerse en las noches lanzando gritos espeluznantes y lamentos premonitorios por el atroz destino que aguardaba a sus pobres hijitos mexicas.

De acuerdo con las crónicas (amalgamadas por Miguel León-Portilla en La visión de los vencidos), Moctezuma pensó que los gritos avisaban el retorno de Quetzalcóatl. Pidió su opinión a los sacerdotes que contestaron que los gritos aquellos advertían que, en resumen, el imperio sería destruido por un “misterio” que vendría de lejos. Al plenipotenciario Moctezuma le cayó tan gorda esta profecía que ordenó matar a las esposas e hijitos de los sacerdotes. Al ver lo ocurrido, esos sacerdotes gritaron, claro, “¡Ay, mis hijos!”. Hay alguna versión chicana en el sentido de que, como Moctezuma también dispuso que los sacerdotes fueran desprovistos de sus genitales, de hecho se convirtieron en “lloronas”.

Qué barbaridad.

Por otro lado, es curioso el deseo de convertir en un asunto rigurosamente nacional un figura mítica que, desde luego, carece de fronteras. Hay “lloronas” en todas las mitologías del mundo: la pobre Medea, que mató a sus hijos en venganza contra su padre malvado, las “banshee” celtas que berrean por las noches y el Hada-Serpiente japonesa. Y, desde luego, el paradigma occidental, la malhadada Melusina cuyo esposo, rompiendo el pacto que le prohibía verla los sábados, descubre que es una sirena, lo que la condena a vagar por las noches chillando porque no puede ver a sus hijos… (de hecho, la llorona Cihuacóatl, cuyo nombre significa “mujer serpiente”, es una versión mexica de la “sirena” y de su grito, tan horrible que se hizo propiedad de las ambulancias histéricas del mundo). Manifestación final de la pérdida del amor, de la maternidad, de la vida misma, el grito de la sirena es el más doloroso y triste: el canto que viene de un amor y de una muerte que están más allá de toda comprensión.

Y sin embargo el de las sirenas es un “grito” que también puede domesticarse: hay un puñado de mujeres cantantes (y no sólo de bel canto: Edith Piaf, por ejemplo, o Amalia Rodrigues) cuyas voces extrañísimas se modulan en un canto tan “maravilloso y doloroso que mueve a todos a la piedad”, como escribe Jean d’Arras al describir el grito de Melusina. Hay momentos en que Chavela Vargas consiguió, sin duda, ese rango. Y hay algunos que entienden por qué el famoso negro que se precia de ser “como el chile verde” le pide a su “Llorona” que lo lleve “al río”, sede natural de sirenas y ondinas, anfibias embajadoras del amor que trae incluida la muerte.

Todo esto hace irritante el afán de algunos mexicanos y chicanos por colocarle a la Llorona una patente nacional, declararla patrimonio intangible, considerarla no un mito sino un arquetipo vigente, y sumarla a la lista de las orgullosas, atormentadas singularidades nacionalistas. El carácter universal del mito, en todo caso, debería satisfacerles, pues los sumaría a la comunidad más amplia y abarcadora de lo humano. Pero ser como los demás implicaría un despojo: todo nacionalismo es egoista y, como escribió Jorge Cuesta, una forma de la misantropía…

(Publicado previamente en El Universal)


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