Shermer, Illinois

Una visita a través del suburbio que inventó John Hughes como escenario de sus películas y de Chicago, tal y como aparece en su obra. 
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John Hughes, el cineasta que definió a la juventud de principios de los ochentas con comedias románticas como Sixteen Candles (1984), The Breaksfast Club (1985), Ferris Bueller’s Day Off (1986) y Pretty in Pink (que escribió pero no dirigió), es también un referente para la ciudad de Chicago y sus suburbios. Sus historias se llevan a cabo en el pueblo ficticio de Shermer, Illinois: un mundo de fábulas de adolescencia, donde jóvenes incomprendidos buscan su individualidad; un lugar de jardines verdísimos, mansiones impecables, y muebles de patio, como los que vemos en la secuencia final de Ferris Bueller, cuando  Mathew Broderick corre a su casa por los jardines traseros de los vecinos, entre árboles, resbaladillas, y mujeres en bikini. (La secuencia, de por sí famosa, fue puesta en la mira nuevamente cuando Family Guy la parodió). En el universo de Hughes reina la nostalgia, la mezclilla, y el crepé. Se trata de un mundo intensamente norteamericano: bailes de gimnasio, canchas de futbol, casilleros, parrillas de jardín, y referencias a la cultura pop, como en Ferris Bueller, cuando el Ferrari rojo de Cameron acelera por los campos al ritmo de la música de Star Wars, o en Sixteen Candles, cuando la familia de Molly Ringwald cena con los consuegros –quizás mafiosos- al son de la melodía de El Padrino.

Los suburbios de Chicago son amplios. Sin embargo, muchos quieren escapar: de la familia, de los profesores, de las presiones sociales. En Ferris Bueller’s Day Off, la ciudad atestada de edificios representa la libertad. ¿Dónde más podrían los protagonistas bailar en medio de un desfile o atrapar bolas de béisbol entre la multitud de un estadio? Esta película es para Hughes lo que Manhattan es para Woody Allen: una carta de amor y una visita guiada a través de su ciudad. Es también una versión rosa del Midwest: sin frío, sin diversidad de razas, sin violencia, y engalanada por el cielo más azul que pueda existir. No pueden faltar los puntos turísticos para contrastar con esos salones de clases que huelen a aburrición: el juego de béisbol en Wrigley Field, el Loop, la torre de Sears, y el Art Institute–un lugar donde el mismo Hughes iba a refugiarse del estrés de la vida diaria. Desde el piso más alto de la torre de Sears, tres amigos se asoman a ver las calles pobladas por coches que parecen hormigas. Platican, se relajan. “Todo se ve pacífico desde 1350 pies”, dice Ferris.

Las instalaciones escolares tienen muchas connotaciones: aburrimiento, confinamiento, pérdida de tiempo, y, por supuesto, sexo: hacerlo, pensarlo, soñarlo y presumirlo, pero siempre con la idea del amor romántico. (Las historias de amor de sus películas son casi siempre castas). En la escuela, los estereotipos juveniles tienen sus límites. Que a los rechazados no se les ocurra caminar por el centro del pasillo. Pero existe un lugar donde las clases sociales preparatorianas se mezclan: el camión escolar. Sólo allí, en la intimidad de un asiento compartido, y sin ningún lugar a donde correr, el geek más geek de los geeks (Anthony Michael Hall) puede oler el cuello de la niña fresa que le gusta (Molly Ringwald) y preguntarle si se siente excitada por él. (Hasta el director de la preparatoria recibe su dosis de humillación y camión escolar al final de Ferris Bueller.) Pasillos larguísimos, casilleros repletos de barnices de uñas, gimnasios disfrazados de salones de baile, bibliotecas que fungen como cárceles de fin de semana, coches americanos destartalados. Parecen lugares ordinarios; no lo son. Para Hughes, la preparatoria es una jungla donde sus héroes se juegan la vida. El cineasta tuvo la sensibilidad de un joven, y entendió que nadie se toma la vida más en serio que un adolescente.

El crítico del New York Times, A. O. Scott, llamó a Hughes “el Salinger de la generación X”. Para el director, todos los alumnos de preparatoria se sienten parias en alguna ocasión, y nadie mejor que él para representar a los jóvenes del Midwest: nerds, deportistas, fresas, galanes, estudiantes de intercambio, delincuentes juveniles y rechazados sociales. Blancos de clase media alta. Adultos torpes, de una sola dimensión, manipulables e idiotas. Profesores de voces soporíferas, capaces de curar insomnios irremediables. Nos encontramos en un mundo que los adultos –esos seres caricaturescos- no comprenden. Y es que al Peter Pan del cine no le interesó ahondar en los problemas de la gente mayor, quizás porque creía, como dijo Allison en The Breakfast Club, que“cuando creces… tu corazón se muere.” (Aunque más adelante sí lo hizo –como director- en She’s having a baby y Planes, trains y automobiles, pero sus películas más memorables son las que retratan la adolescencia.) Tampoco quiso mudarse a Hollywood; tal vez temía que acabaran con su autenticidad. Los suburbios de Chicago, fueron su País de Nunca Jamás. Un lugar donde reinaba la música y el baile. Música de fondo, tarareada, chiflada, de grabadora, de banda, o en una televisión (cuando MTV todavía era un canal de música). The Smiths, The Beatles, Wayne Newton, Ottis Redding, Thompson Twins, Simple Minds… Ver una cinta de Hughes es como escuchar un mix de música pop que nunca quieres que termine. Incluso en una película como The Breakfast Club, en la que cinco personajes permanecen castigados y encerrados en una biblioteca, existe un ritmo visual a tono con el soundtrack. Tenis saltando de izquierda a derecha, manos tocando una guitarra imaginaria, cabezas despeinadas girando con frenesí. Hughes se posiciona en los lugares menos esperados: dentro de los túneles de aire acondicionado, frente al balcón del segundo piso de la biblioteca, y a lo largo de interminables pasillos donde estudiantes corren, bailan, y se liberan de la autoridad. La cámara corta y se mueve al beat de una canción, mientras Emilio Estevez se quita la ropa en la biblioteca, Michael Hall se contorsiona y hace el ridículo en el gimnasio, o Mathew Broderick canta y baila Twist and Shout frente a diez mil personas y en plena ciudad.

El Chicago que Hughes dibuja es la capital del mundo adolescente moderno porque está descrita desde su propia experiencia. Sus espacios, como sus personajes, son auténticos porque nunca se contaminaron –afortunadamente- de los clichés hollywoodenses de su género (desnudos en la regadera, porristas, latas de cerveza). Se trata de atmósferas simples que dan lugar a historias más ricas de lo que aparentan; sin estereotipos. Al final de The Breakfast Club, Judd Nelson camina por la cancha vacía de futbol mientras Anthony Michael Hall explica la moraleja de la película: “no nos pidan definirnos, porque muy en el fondo, todos somos un poco de todo: fresas, atletas, cerebros, criminales y casos perdidos.” Hughes hizo otras películas, casi todas en Chicago, pero ninguna retrató a la adolescencia suburbana como las que aquí se mencionan. El género de cine adolescente le estará siempre en deuda.

 

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Escritora y guionista.


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